Читать книгу Ansiado rescate - Mónica Elena Couceiro - Страница 10
7
ОглавлениеAna estacionó su automóvil un poco más allá del número 248 de la calle Bristol, domicilio declarado en el expediente de recursos humanos de Clara. Eran alrededor de las siete de la mañana, por lo que había mucho movimiento en las calles debido a las personas que se movilizaban para ir a sus trabajos. No vio a nadie salir del edificio durante los pocos minutos que permaneció dentro de su auto mirando si alguien aparecía por la puerta del palier.
El departamento estaba en el piso siete identificado con la letra A, pero no se animaba a bajar y tocar el portero eléctrico temerosa de con qué podía encontrarse del otro lado del teléfono. No fuese a ser que el departamento estuviese ya ocupado por otra persona y eso le provocase una angustia mayor a la que de por sí ya sentía esa mañana.
Con esas elucubraciones estaba cuando por el espejo retrovisor vio abrirse el portón del garaje del edificio y salir a quien supuso sería el portero, ya que llevaba una larga manguera y artículos de limpieza presto a lavar las veredas.
—¡Claro! Es la hora en la que suelen hacerse estas tareas.
Dudó unos instantes, pero decidió descender y conversar con él para enterarse si ya habían dispuesto del departamento o si algún familiar de Clara había aparecido. Le preguntaría para saber que podía hacer con sus cosas ya que si había algún familiar podría dejar allí las pertenencias de Clara, pero... si no era así, y alguien totalmente desconocido había ocupado el departamento sería ella quien conservaría las cosas de su amiga.
Convencida de que era la mejor decisión bajó del auto dirigiéndose hacia donde el portero estaba comenzando su día de trabajo.
—Buenos días –
—Buenos días – respondió Juan, – ¿qué necesita señorita?
—Mire… no sé cómo comenzar esta conversación…
Entre sorprendido y preocupado detuvo sus actividades y mirándola a los ojos dijo:
—¿Se siente mal señorita? ¿puedo ayudarla en algo? – ¿necesita que llama a alguien?
—No no, no he querido molestarlo con mis palabras, pero… verá…
A esas alturas Juan ya comenzaba a inquietarse no sabiendo qué actitud tomar ante esa joven mujer que se le había presentado de esa manera y que no lograba expresar lo que necesitaba. Dejando la manguera en el piso, se le acercó entre preocupado y desconfiado, no fuese a ser una trampa para distraerlo y que ladrones se metiesen en el edificio, por lo que se alejó inmediatamente de ella y dijo:
—si quiere llamo a la policía – creyendo que si se trataba de un hecho potencialmente delictivo la joven desestimaría el intento.
Al escuchar sus palabras Ana se dio cuenta que no estaba generando ninguna buena impresión en ese hombre sino todo lo contrario, ya que podía leer en sus ojos la desconfianza por lo que inmediatamente se dijo que debía ser clara.
—Verá, mi nombre es Ana Seller; soy la secretaria del Instituto de Historia antigua y medieval de la Universidad donde trabaja… trabajaba la doctora Clara Frers.
—Ah – expresó aliviado, – discúlpeme señorita, pero su cara me hizo asustar – encantado de conocerla. ¿Cómo anda la doctora Frers?
Ante esas palabras Ana quedó de una pieza no sabiendo cómo proseguir con la conversación. ¿Acaso este hombre no sabía nada de lo ocurrido; ¿o, mejor dicho, de lo supuestamente ocurrido? Por suerte, Juan evitó que Ana no supiese cómo proseguir la conversación pues inmediatamente agregó:
—¿Cómo le están yendo las cosas por Irlanda a la doctora? La extrañamos un montón mi esposa Laura y yo, pero nos alegramos mucho que esté trabajando tan bien en la Universidad Nacional de Irlanda. ¿Dónde era que estaba? – dijo mirando sin ver, como tratando de encontrar en su memoria un nombre que había olvidado.
—Galway – agregó Ana.
—¡Cierto; Galway! – respondió.
—Entonces…
—¿Si? – preguntó Juan; – ¿Entonces… qué señorita Seller?
—Entonces… ustedes la están esperando.
—Por supuesto que la estamos esperando. Ella se comunica con nosotros todos los meses. Bueno, en realidad se comunica con los señores Thomas, sus vecinos, y a través de ellos sabemos que está muy bien y que fue contratada por este año para trabajar allí. Mi esposa se ha ofrecido a mantener limpio el departamento, pero la señora Thomas le dijo que no se preocupe, que ella se encargaría.
—¿Los señores Thomas?
—Sí, el doctor Fermín Thomas, y su esposa Marta, quienes viven en el piso de arriba de la doctora Frers. Ellos se hicieron muy buenos amigos y le están cuidando el departamento.
—O sea que la están esperando…
—Por supuesto; perdón señorita Seller, ¿acaso le ha pasado algo a la doctora? preguntó a esas alturas de la conversación un poco preocupado.
—¡No! Por supuesto que no. Está todo muy bien con la doctora, bueno, con Clara. Si bien soy su secretaria nos hemos hecho muy buenas amigas.
—Entonces usted está al tanto de todo esto que le he dicho.
—Por supuesto – titubeó Ana.
Mucho más tranquilo Juan le dijo:
—Discúlpeme señorita Seller, pero… ¿qué es lo que la trajo aquí y la llevó a decirme que no sabía cómo comenzar esta conversación?
Ana debía encontrar una respuesta convincente para no llamar la atención de Juan. No podía decirle que traía pertenencias de Clara si estaban hablando de que volvería a trabajar en unos meses.
—Verá señor…
—Juan Vozz – agregó – pero dígame Juan por favor.
—Juan… Dudaba en cómo decirle si… podía buscar unos papeles en el departamento de Clara que me ha pedido le envíe a Irlanda. Creía que estaban en la oficina, pero allí no están, por lo que me ha dicho que tal vez los haya dejado aquí en su departamento.
Juan quedó pensativo.
—Lo lamento si lo he puesto en una situación incómoda. No se preocupe, le diré que no puedo entrar – dijo tratando de alejarse de aquella situación por demás incómoda y de una conversación que ya no le era fácil sostener.
—No señorita Seller… pero usted comprenderá que recién la conozco y siendo los Thomas quienes se ocupan del departamento de la doctora, creo que ellos debieran autorizarla. Espero no se moleste señorita.
—Para nada Juan, tiene usted toda la razón. Volveré en otro momento para hablar con los Thomas– dijo aliviada al haber encontrado una excusa para alejarse de allí. Le dio la mano y se estaba subiendo a su automóvil cuando ve que Juan le golpea la ventanilla.
—¿Si Juan?
—Señorita Ana, ¿puedo llamarla así?
—Por supuesto que sí, ¿qué necesita?
—La acompañaré al departamento de los Thomas, les avisé por el portero eléctrico y el doctor me ha dicho que suba; que la están esperando.
Ana no podía creerlo. Quería salir huyendo de allí, pero sabía que ya no podía hacerlo sin generar sospechas. Pero… ¿qué haría ahora? ¿cómo hablar con esta gente? ¿qué les diría? ¿por qué le sonaba el apellido Thomas?
En todo eso iba pensando mientras subía en el ascensor con Juan los ocho pisos que la separaban de tener que enfrentar a esta gente que no entendía qué estaban haciendo en el departamento de su amiga, si en la Universidad todos la creían fallecida.
Elucubraba en su cabeza con quienes se iba a encontrar, qué les diría; qué le dirían, y todo delante de Juan. ¿Cómo hacer para disimular lo que pasaba ya que la conversación con esas personas podría delatarla delante del portero?
Se abrió la puerta del ascensor en el piso ocho y Juan la escoltó hasta la puerta del departamento; cuando tocó el timbre y Ana sentía que estaba a punto de desfallecer, se abrió la puerta escuchando:
—¡Cómo está señorita Seller! ¡un gusto volver a verla! Clara nos adelantó su visita, estábamos esperándola. Gracias por guiarla Juan, no te distraeremos más de tus tareas. Pase Ana por favor, justamente estábamos por desayunar. ¿Haría el honor de acompañarnos?
Ana no podía dar crédito a sus ojos; delante de ella estaba la extraña pareja que le había entregado, seis meses atrás, la carta de Clara con la cruz celta, por lo que, recordando las palabras de su querida amiga entró sin dudar.
Fermín terminó de despedir a Juan cerrando la puerta tras de sí mientras Ana, sumamente nerviosa esperaba parada al lado de Marta no sabiendo muy bien qué hacer ni decir. De pronto la pareja volvió sus miradas a Ana y con un gesto cariñoso, Marta la tomó de un brazo y la escoltó hasta un sillón del living.
—Siéntese Ana, creo que lo está necesitando.
La joven lo hizo sin quitarles los ojos de encima a cada uno de ellos, como tratando de encontrar las respuestas que necesitaba; sin embargo, a pesar de sentirse sumamente extraña y sorprendida, de algo estaba segura, y era que en aquel lugar nada malo le podría pasar ya que una gran paz rodeaba aquella sala y estaba decidida a dejarse abrazar por ella.
—Ustedes… ustedes… – no sabía cómo seguir.
—Tranquila querida, nosotros somos Fermín y Marta Thomas, amigos de Clara y fuimos quienes la visitamos en la universidad unos meses atrás llevándole la carta y…
Marta interrumpió sus palabras al ver que Ana, abriendo el botón superior de su blusa, dejó ver la cruz celta que la pareja le había llevado junto a la misiva de su amiga. Al verla ambos sonrieron, y mirándose a los ojos se tomaron de las manos en señal de alivio.
—¡La está usando! ¡Qué alegría y tranquilidad para Clara y para todos nosotros!
—Perdón, pero… ¿quiénes son “todos nosotros”? No entiendo.
—Verá querida Ana, es una larga conversación, ¿dispone usted de tiempo? Sabíamos que su venida era inminente, asique nosotros estábamos esperándola dispuestos a mantener esta charla. Ahora bien, la pregunta es ¿está usted dispuesta a escucharla?
Luego de unos instantes y sin decirles nada, Ana tomó su móvil y marcando un número esperó al teléfono sin quitarles la mirada de los ojos.
—Disculpe doctor Hopkins que lo haya llamado al celular, pero… no me siento bien esta mañana. Me he levantado con mucha jaqueca y necesito quedarme en cama hasta que ceda el dolor. Trataré de ir pasado el mediodía. Despreocúpese que anoche dejé todos los papeles que llegaron para usted en su escritorio, por lo que creo no necesitará nada más salvo el servicio de café, aunque de eso puede ocuparse muy bien María.
Luego de unos instantes en los que obviamente estaba escuchando la respuesta del actual director agregó:
—¡Muchas gracias por su comprensión doctor! Espero poder ir esta tarde.
Mirando a la pareja, apagó su teléfono y dejándolo dentro de su cartera les dijo:
—Tengo todo el tiempo del mundo para escucharlos.
—Voy por ese café; nos hará falta a los tres – dijo Marta.