Читать книгу Ansiado rescate - Mónica Elena Couceiro - Страница 5

2

Оглавление

Sarlo se encontraba en el exterior del oscuro y tenebroso castillo, mirando hacia donde muchas leguas más allá se encontraba Bellitania. Se paraba allí por horas todos los días intentando calmar la congoja de su alma; necesitaba saber que su sacrificio no había sido en vano, y que la vida de su hermana ya se encontraba fuera de peligro.

Sabía que había perdido a su esposa y a su hija, puesto que a esas alturas del tiempo su ausencia sería más que manifiesta. No soportaba la idea de imaginar el caos que su desaparición habría provocado en su hogar intuyendo que debió haber sido terrible; solo esperaba que, con el tiempo, el sufrimiento de sus amadas mujeres: Eloísa y Clara hubiese ido mutando desde la desesperación inicial hasta el rencor, aunque le doliese terriblemente que sus amadas lo odiasen, pero sentía que ese odio sería el motor necesario para reencausar sus vidas y proseguir el camino.

Hora tras hora, día tras día, se paraba en ese mismo lugar elevándose en puntas de pie, como tratando de encontrar que ese odio había dado paso a nuevas vidas deseando profundamente que encontrasen la paz. Si bien sabía que nada bueno nace del odio, este podría ser el impulso necesario para movilizar sus emociones, dándoles fuerza para buscar un nuevo camino en sus vidas.

Necesitaba creer en ello, necesitaba terriblemente tener esperanzas de que habían comenzado un camino, aunque lleno de lágrimas y rabia, que las ayudase a poder cambiar sus vidas hacia un lugar que les permitiese seguir solas adelante.

¡Sí! ¡Necesitaba creerlo!

Necesitaba confiar, ya que eso y solo eso, le permitiría soportar compartir su vida de ahora en adelante con la perversa Dearg Due, quien no dudó ni un instante en tomar la vida de su amigo Marco y apropiarse de la suya. Nunca imaginó envidiar la suerte de su amigo, ya que hubiese preferido mil veces morir a tener que soportar la idea de verla todos los días en un horror constante que lo acompañaría hasta el fin de su vida.

—¿Qué haces aquí? – escuchó con repulsión.

—Tomo aire.

—¿Todos los días?

—Sí, todos los días.

—Podrías hacer un esfuerzo por disimular tu actitud hacia mí.

—¿Por qué?

—Porque estás cansándome con tanta indiferencia y desprecio.

—Nuestro arreglo fue que debía quedarme aquí contigo para asegurar que mi ejército volviese sano y salvo a Bellitania; y lo estoy cumpliendo. Nada quedó establecido sobre la forma en que debía actuar. Debes darte por bien servida con mi presencia, ya que estoy cumpliendo la palabra empeñada, aunque… nada me asegura que hayas cumplido con la tuya. Nunca tuve la certeza de que la arcadiola haya llegado a Bellitania y mi hermana se encuentre fuera de peligro.

—Si tuvieses el convencimiento de que esto hubiese ocurrido, ¿cambiarías de actitud?

—Jamás.

—¡Pues entonces vivirás con la incertidumbre! ¿Quién te has creído que eres maldito elfo? Si yo quisiese desaparecerías con un abrir y cerrar de mis ojos, o lo que es peor, podría ocuparme de que tu vida sea un constante sufrimiento.

—Acaso no entiendes que mi vida ¡YA ES UN CONSTANTE SUFRIMIENTO! ¿Has creído por un mísero instante que al lado tuyo podría encontrar la felicidad? Date por bien servida que haya cumplido mi palabra manteniéndome aquí todo este tiempo; ¡no pidas nada más!

Dearg Due se mantuvo en silencio, extremadamente molesta por las palabras de Sarlo. No estaba dispuesta a seguir soportando su insultante indiferencia matizada por un insolente desprecio toda vez que ella le recriminaba su actitud. Debía pensar en cómo actuar de ahora en adelante ya que estaba visto que si seguía manteniendo las mismas formas nada iba a cambiar, y, por ende, nada bueno podría llegar a ocurrir.

Decidió entonces retirarse de la presencia de Sarlo dejándolo ensimismado en sus pensamientos, tomar distancia para poder pensar con claridad cómo mejorar la situación; esto que estaba pasando no la satisfacía para nada siendo por lejos todo lo opuesto a lo que se había imaginado cuando, meses atrás, había planeado apropiarse de su vida.

Ingresó con pasos acelerados al lúgubre castillo demostrando su extremo fastidio por el trato que recibía constantemente de parte de Sarlo. Subió con rabia las escaleras deteniéndose de golpe en el descanso, dándose vuelta para mirar desde lo alto el gran salón. De pronto notó lo espantoso del lugar, lúgubre, frío, más parecido a un sarcófago que a un cálido y hermoso castillo que una vez había sido. Una vez cuando era joven, bella y sobre todo felizmente enamorada de Pedro, el joven caballerizo de su padre.

Un muchacho pobre en bienes materiales, pero extremadamente rico de corazón. Un corazón bello que le pertenecía solo a ella, cuando era una jovencita de rizos negros ordenados en una hermosa y brillante cabellera. Se habían conocido una tarde en que, yendo a buscar a su yegua Altamira para dar su consabido paseo diario luego del almuerzo no podía encontrar su silla de montar para colocarle.

Comenzó a buscar por todas partes sin éxito hasta que, entrando a una de las caballerizas encontró a un hombre de espaldas limpiándola.

—¿Qué haces con mi silla?; ¿dónde está Héctor? – refiriéndose al cuidador de Altamira.

Sobresaltado, el joven se volteó para mirar hacia la puerta cruzando ambos sus miradas. Él quedó tan ensimismado que no pudo articular palabra, abrumado por tanta belleza; y ella, Cristina (como se llamaba en su vida real) trató de disimular el embrujo que había sentido ante esos maravillosos ojos grises que, un tanto asustados, la miraban con admiración.

—¡Contéstame! ¿Acaso eres mudo? – dijo insolente, tratando de disimular lo turbada que había quedado por la presencia del joven.

Juntando coraje por fin el muchacho pudo contestar.

—Perdón mi señora, soy el nuevo caballerizo. Héctor ha ido a buscar al veterinario porque uno de los caballos está enfermo y me encomendó acicalar todas las sillas para que estuviesen listas para cuando las requiriesen. Sabía que esta era suya, pero no imaginé que montaría a Altamira ahora. Si me lo permite, solo me faltan unos pocos minutos y estará lista.

—¿Cómo te llamas? – preguntó Cristina en un tono un poco más amable.

—Soy Pedro, mi señora – contestó el joven mientras continuaba con su trabajo tratando de acelerar al máximo lo que faltaba por hacer.

—No te había visto nunca por aquí – dijo Cristina rodeando al muchacho observando todo lo que estaba haciendo.

—Es que soy nuevo; llevo tan solo veinte días en el castillo. Héc-tor me ha reclutado en el pueblo sabiendo que amo los caballos. Aparentemente va a haber una cacería muy importante en unos meses y necesita gente que se ocupe de ayudar en la preparación de los caballos, así como también de todos los implementos necesarios para el evento.

Cristina recordó la cacería anual que ofrecía su padre a los grandes terratenientes de la comarca, dándose cuenta que faltaban poco más de dos meses para ella.

—¡La cacería anual! – pensó Cristina, se había olvidado por completo.

—Pero…en la otra caballeriza están los implementos que mi padre tiene para las visitas y para los caballos que ellos utilizan, ¿tenías que comenzar justamente con la mía?

—Lo lamento mi señora, no pensé que iba a necesitarla tan temprano. La verdad es que todos los días desde que he llegado, la he visto cabalgar sobre Altamira a la distancia; nunca pude ver su rostro, solo notar que cuando cabalgan, ambas demuestran disfrutar enormemente de ese momento. Por eso cuando entré y vi la silla en su lugar, pensé que hoy no saldría y me tomé el atrevimiento de prepararla como creo que tan magnífica jinete se merece. Le pido mil disculpas por mi atrevimiento; no volverá a pasar.

Cristina quedó muy sorprendida por las palabras de Pedro, a tal punto que inmediatamente dulcificó su voz y le agradeció su trabajo.

—Discúlpame tú por mis malos modales. Tu actitud no solo merece mis disculpas sino todo mi agradecimiento por tu preocupación.

—Gracias mi señora por tus palabras; son muy importantes para mí.

—Cristina – le dijo ella.

—Mi señora… no podría dirigirme a vos de esa manera.

—¡Tonterías! dijo Cristina, - a partir de ahora seremos Pedro y Cristina – le dijo tocando el pecho de ambos con sus guantes de montar.

Pedro sintió como una caricia en su alma y sus ojos grises agrandaron sus pupilas, mientras un molesto rubor subía por su rostro. No quería que Cristina notase sus sensaciones por lo que rápidamente se volvió de espaldas para continuar su trabajo.

—Si no os molesta, seguiré con mi trabajo para que puedas montar a Altamira rápidamente.

—Si no “te molesta” – le dijo Cristina, recordándole que quería tener de ahora en adelante un trato menos acartonado, que se pareciese más al habitual entre dos jóvenes cualesquiera de su edad, sin tener en cuenta las diferencias sociales.

De pronto Pedro, dándose vuelta y mirándola a los ojos le dijo.

—Si eso quieres mi señora, así será. ¿Querrías ayudarme… Cristina?

—Me encantaría – dijo ella entusiasmada.

—Pues entonces toma este cepillo y mientras yo termino de preparar tu montura, cepilla el cuello y el lomo de tu yegua para que pueda colocársela sobre su cuerpo ya preparado.

—Yo creía que eso se hacía cuando uno desmonta los caballos para alivianar el cansancio de su cuerpo.

—La mayoría cree eso… Cristina, pero el secreto está en hacerlo tanto cuando vas a montar al animal como cuando vuelve de la travesía. El cepillado de su cuerpo le provoca gran placer, y por lo tanto tu yegua estará mucho más animada para el viaje y predispuesta a hacer de tu paseo un disfrute total en agradecimiento al trato que le has prodigado.

—¡Nunca lo hubiese pensado Pedro, pero ¿sabes qué? Tiene mucho sentido. No lo olvidaré de ahora en adelante, gracias por el dato.

Así los jóvenes se mantuvieron en silencio uno al lado del otro cada uno enfrascado en sus tareas, aunque se miraban por el rabillo del ojo cuando creían que el otro no se daba cuenta, pero ambos sabían muy bien que algo hermoso acababa de nacer entre ellos, y Altamira era la fiel testigo de esa incipiente relación.

Cuando terminaron las tareas Pedro acomodó la silla sobre la yegua ubicando los estribos para que Cristina pudiese subir. Condujeron al animal hacia fuera de la caballeriza utilizando un cajón para que Cristina pudiese montar. Pedro la ayudó ubicando sus pies a ambos lados de Altamira ajustando la altura de los estribos a la estatura de Cristina, y así, ella azuzó a la yegua la que en un primer momento se alejó a pasos acompasados, hasta que, viendo el prado abierto que circundaba el castillo comenzó un suave trote convirtiéndose en un galope elegante que hacía que tanto los cabellos como la capa que llevaba Cristina flameasen al viento, como fieles custodios de su camino.

Pedro las vio alejarse con su corazón henchido de admiración ante tanta belleza y elegancia, deseando profundamente que algún día pudiese cabalgar a su lado. Sabía que ello era casi una utopía, pero, como toda utopía, sería el motor que lo alentaría de ahora en adelante para intentar lograr que el corazón de Cristina llegase a pertenecerle, ya que se había dado cuenta que se había enamorado locamente de ella, y no había ocurrido ese día. ¡No! Estaba enamorado de ella desde el primer momento en que la había visto.

Y así, su corazón palpitó aceleradamente acompañando el galope majestuoso de aquella dupla entre esa hermosa mujer y su maravillosa compañera, amalgamadas en una sola imagen de perfección belleza y libertad.

Ansiado rescate

Подняться наверх