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Cinco niños vendidos

Alex se despertó descansado, había dormido toda la noche de largo, sin despertarse una sola vez. En el desayuno George dijo que iban a ir al centro, de compras.

– Ustedes necesitan ropa nueva, dijo. ¿Quieren ropa nueva?

– Sí, claro, respondieron los muchachos a coro.

Alex fue el que habló más durante el desayuno, los demás estaban callados y nerviosos. El extranjero les había sacado las bolsitas con pegamento ayer por la noche y ahora empezaban a sentir la abstinencia. Les era difícil estar sentados quietos, movían los pies y golpeaban el mantel blanco con los dedos. Pero la perspectiva de recibir ropa nueva los tranquilizaba un poco.

En medio del abundante desayuno, que se componía de un gran surtido de quesos frescos, plátanos fritos, tocino, frijoles, huevos, pan recién horneado, jugo de naranjas y platos con granola y leche, George se levantó y dijo que tenía que hacer unas llamadas. Tan pronto como se fue entró la cocinera, Lupe, y les habló.

– Se tienen que ir, les dijo. ¿Entienden? Han venido a la casa de un hombre malo. Se los lleva al extranjero. Escápense cuando los lleve al centro a comprar ropa.

El Rata se rió, una risa cruda y sorda. Los otros también se rieron. ¿Estaba loca o qué? El Rata, los otros muchachos y Alex la miraban con lástima. ¿De qué hablaba? Por fin tenían una casa, George les había dicho eso. Esta es su nueva casa, les había dicho ayer por la noche. Me voy a hacer cargo de ustedes. ¿Podía ser mejor?

Se subieron al auto de George, un Grand Cherokee de color gris acero. Hizo sentar a Alex, el más joven de todos, en el asiento más próximo a él. El auto, grande y pesado, se deslizó montaña abajo, ahora veían la ciudad a la luz del día, ninguno de ellos había creído que la ciudad era tan grande. Esta parte de la ciudad era desconocida para ellos. Cuando llegaron al centro George condujo por una calle larga y ancha.

– Boulevard Morazán, les dijo. ¿Han estado aquí antes?

Ninguno de ellos había estado allí. Este lugar no les era familiar. Bancos en palacios de vidrio, negocios iluminados y una calle tan ancha que los automóviles se podían estacionar cómodamente. Hasta los autos les eran desconocidos. Largas filas de autos brillantes y nuevos, con esmalte que brillaba al sol. Muchos eran jeeps con ruedas anchas. Alex vio que la mayoría de los autos que estaban aparcados en el boulevard Morazán tenían las ventanas polarizadas, pero no le dio gran importancia.

George estacionó su pesado auto en un aparcamiento afuera del Centro Comercial Castaño.

– Vengan conmigo.

– Alex lo acompañó sin pensar dos veces, él era nuevo como niño de la calle y no sabía que éste era un centro comercial y que los centros comerciales eran territorio absolutamente prohibido para los niños de la calle. Pero oyó que los otros niños decían palabrotas cuando George los hizo subir por una escalera de mármol por la que se entraba en la galería. No habían hecho más que entrar cuando un guardia se les acercó con el garrote en la mano. Alex se quedó mudo de espanto. Por un instante pensó que el guardia había venido para buscarlo. El miedo lo hizo temblar y transpirar al mismo tiempo. Los otros chicos también se quedaron rígidos y volvieron la cabeza para que el guardia no les viera los rostros. Cuando el guardia pasó al lado de ellos George pasó un brazo protectoramente por el cuello de Alex; Alex pensó que no tenía porqué tener miedo. Estaba allí con George, su benefactor, un extranjero rico, no tenía por qué tener miedo.

Pasaron por al lado de tiendas que vendían sombreros para damas, negocios con muebles en blanco y dorado, tiendas con joyas relucientes y una tienda entera que vendía flores artificiales. George mantenía un brazo alrededor de los hombros de Alex, que estaba muy a gusto y que pretendía que iba con su papá. Él ha regresado de Houston para verme y ahora me va a llevar a una tienda para comprarme ropa nueva.

George los hizo entrar en un lugar en donde vendían ropa, pero era como si quisiera que la visita fuera lo más corta posible. Los empujó adentro de los probadores, luego de que eligieron pantalones vaqueros, y camisetas, gorra y zapatos, podían elegir su marca predilecta y Alex dijo que quería Nike.

George entró a los probadores con los brazos llenos de ropa. Cuando se habían probado y elegido lo que querían puso su ropa vieja en una bolsa de plástico que se llevó.

Cuando los chicos salieron de los probadores y se miraron empezaron a reírse. Se los veía tan distintos con las ropas nuevas. Al salir de la tienda sentían que casi eran de allí. No podían evitar el mirarse en todos los espejos y escaparates que encontraban. Ahora sentían que ya no tenían razón para tener miedo alguno y registraban todo lo que veían en ese entorno que no les era familiar. Vieron los bares, la música suave que salía por los altoparlantes invisibles y se dieron cuenta que el ritmo de la gente aquí era distinto que el de sus barrios. Su centro era el centro de los pobres, con aglomeraciones y apuro. Aquí toda la gente se movía lentamente y estaba bien vestida, nadie se empujaba como la gente de su mundo.

– Pensé que podíamos comprar una pelota de fútbol también, dijo George. ¿O quieren jugar al básquet? Tengo pelotas en casa, pero están un poco gastadas. ¿Qué prefieren?

– Fútbol, dijeron todos los muchachos a la vez, el fútbol era su pasión.

George se adelantó y entró en una tienda gigantesca que dejó a los niños mudos. En una estantería que corría a lo largo de la pared y que era tan alta que llegaba al techo había pelotas de fútbol. Otra pared estaba llena de estantes con zapatos para jugar al fútbol. En el medio de la tienda había camisetas deportivas.

George tomó una pelota de fútbol y se las mostró.

– ¿Está bien ésta?

Los chicos asintieron con la cabeza, estaban todavía asombrados de su enorme suerte.

George sabía que a los niños de la calle había que tentarlos con algo para conservarlos. Por eso les dijo:

– La próxima vez que vengamos al centro les voy a comprar zapatos de fútbol de verdad. Y camisetas deportivas. Aquí hay muchas para elegir. ¿Cuál quieren?

Y señaló hacia la estantería en donde estaban las camisetas deportivas, que tenían los nombres de todos los clubes, desde Manchester United hasta los clubes locales.

– Una camiseta de la selección nacional, dijo el Rata. Los otros chicos asintieron con los ojos brillantes. Todos querían la camiseta de la selección, blanca y azul.

– ¿Qué número?, dijo George.

– Número 10 para mí, dijo Alex rápidamente. Y tiene que decir Pavón.

Los otros también querían número 10 y Pavón en las camisetas.

– Las van a tener, dijo George. Las compramos mañana. ¿Pero por qué el número 10? ¿Y quién es Pavón?

Entonces se dieron cuenta de que George no sólo era extranjero, sino que también era nuevo en el país; nadie que hubiera vivido en Honduras un largo tiempo podía ser tan ignorante. Hablaban todos a la vez.

– Carlos Pavón es el mejor jugador de fútbol hondureño. Juega con el número 10. Juega en la selección, pero no vive acá. Juega en el exterior.

Le contaban excitadamente, los ojos brillando de pasión. Como todos los demás niños en Honduras, tenían el sueño secreto de alguna vez convertirse en el nuevo Carlos Pavón.

Lo extraño era que George parecía indiferente. No parecía interesarle el fútbol. Le hablaron de la Liga italiana, del Inter y de Roma, pero nada de eso parecía interesarle. Y del Real Madrid parecía no haber oído hablar nunca.

Camino de regreso detuvo el auto afuera de una peluquería y les cortaron el pelo a todos. Ahora estaban realmente transformados. Los cinco estaban limpios, vestidos con ropas modernas y con el pelo muy corto.

De nuevo en la gran casa blanca se pusieron enseguida a jugar al fútbol. Jugaban en el césped, detrás de la casa. Como no había una cancha de verdad usaban los arbustos como arcos. Pero nadie quería ser el arquero. George los miraba. Lo intentaron convencer de ponerse en el arco pero él parecía no estar interesado en el fútbol.

– Jueguen ustedes, dijo. Voy a decirle a Lupe que haga algo rico para el almuerzo. Quiero que coman bien.

Cuando la comida estuvo lista entraron en el comedor cansados y sudorosos, pero muy contentos. George había regresado al centro, pero no importaba. El televisor estaba encendido en uno de los cuartos y pensaron que podían mirar después de la comida.

Lupe había hecho pupusas salvadoreñas. Unas rellenas de queso, otras con carne picada picante o con frijoles volteados. Alex se comió nueve, después de la novena estaba tan lleno que no se podía ni levantar. Con una expresión alegre en la cara se fue a sentar en uno de los sillones blandos y confortables, en el salón grande. Se puso a ver televisión. Los otros chicos hicieron lo mismo. Entonces vino Lupe. Tomó el control remoto y apagó el televisor.

– ¿Qué mierda haces?

– Tengo algo para mostrarles, dijo Lupe, y se sentó en el sofá. Tenía un sobre grande y amarillo en la mano. Sacó un montón de fotografías del sobre y las puso en la mesa.

Primero unas fotos que mostraban niños tan sucios y desharrapados como habían estado ellos ayer.

Luego había otras fotografías que mostraban niños que estaban bien vestidos, que tenían el pelo corto, parecían bien alimentados y sonreían en las fotos.

El Rata y los otros tres niños de la calle examinaron las fotos con atención. Las levantaron, las miraron y las pusieron de nuevo en la mesa.

– Yo los conozco a todos, dijo el Rata.

Los otros los conocían también. No sabían bien cómo se llamaban, pero sabían los sobrenombres. Eran el Chino, Corazón, Flaco, Panza y Chillón, estaban delgados y tenían las caras sucias, estaban vestidos con ropa que les quedaba grande.

– Pero son los mismos que en las otras fotos, dijo el Rata con voz asombrada.

En el otro montón de fotos los cinco muchachos parecían totalmente transformados.

– Yo los conocía a todos cuando vivían en la calle, dijo el Rata. Desaparecieron hace un tiempo. Pero eso pasa. Chino era mi amigo. A veces me he preguntado qué ha sido de él. Pero es bastante normal que los niños de la calle desaparezcan. Pensé que se había muerto; no sabía que le había ido tan bien.

– No le fue bien. Estas son las fotos de los niños que Don George recogió de la calle la otra vez. Vivieron aquí y yo los hice engordar. Cuando parecían sanos y bien nutridos él se los llevó. Los niños desaparecieron.

– ¿Qué les pasó?, preguntó Alex.

– Él los vendió, ¿no entienden? Los vendió en el extranjero. Lo mismo va a hacer con ustedes.

Alex Dogboy

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