Читать книгу Alex Dogboy - Mónica Zak - Страница 9

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Una buena vida

Ahora comienza la vida, pensó Alex.

Su amigo el Rata, que vivía en la calle, se lo había sugerido. Era el primer niño de la calle con el que había hablado. Se habían encontrado en el mercado: el Rata, un muchacho delgado y lleno de cicatrices, se le acercó:

– Me pareces conocido. ¿No vives en Pedregal?

– Sí, respondió, expectante.

Tuvo miedo al principio porque había oído que los niños de la calle eran peligrosos y podían de pronto sacar un cuchillo y acuchillarlo a uno.

– Yo también vivía en Pedregal, dijo el Rata. Crecí allí, en la casa de mi abuela. Pero me fui. Me fui a vivir a la calle. Es bonito vivir en la calle. Uno no necesita trabajar, alcanza con pedir limosna. Todos dan dinero, es fácil. Pero lo mejor de todo es que nadie lo manda a uno. Nadie molesta. Nadie dice: "Ahora tienes que ir a la escuela." Nadie dice que hay que lavarse los dientes. Nadie dice ahora es hora de acostarse.

Es una buena vida, dijo el Rata antes de irse y desaparecer entre toda la multitud del mercado.

Era para allí que Alex se iba ahora. A vivir la buena vida en la calle. Estaba excitado y contento. Como no tenía dinero para el autobús fue caminando hasta el centro de la ciudad. Caminaba con pasos largos, moviendo los brazos, silbaba.

Fue una larga caminata.

Cuando por fin llegó a uno de los puentes que atraviesan el río Choluteca supo que había llegado a su destino, estaba en el centro ahora, era allí que iba a vivir su nueva vida. Pero la larga caminata lo había cansado mucho, la camisa estaba pegada en la espalda, le dolían los pies y tenía mucha sed. También tenía hambre y se arrepentía de no haber comido nada en casa de la tía antes de salir para empezar su vida de niño de la calle.

La sed era lo peor. La boca estaba tan seca que tenía dificultades para tragar. Se preguntó ¿dónde tomarían agua los niños de la calle? ¿Dónde estaba el agua? En casa de la tía bastaba con abrir un chorro. Sí, el río, por supuesto. Se detuvo en la mitad del puente, se apoyó en la baranda y miró para abajo, para el río Choluteca.

Agua marrón oscura, olor pegajoso, basura maloliente en las orillas. Su mirada se detuvo en el cadáver hinchado de un perro que iba lentamente por debajo suyo. El mal olor y el perro muerto lo hicieron irse rápidamente. Se dio cuenta de que lo mejor era no beber el agua del río, pero ¿cómo apagaría su sed? ¿Había chorros en las calles? ¿Cómo hacían los niños que vivían en la calle?

No veía ningún chorro.

Alex entró en la enorme aglomeración que constituía centro de la ciudad. Autos sonando la bocina, amontonamiento en las aceras, vendedores gritando lo que vendían; todo lo inquietaba y lo confundía. La sensación de confianza lo estaba abandonando. La angustia lo envolvió como un pulpo de brazos largos. ¿Cómo se las iba a arreglar?

Afuera de un restaurante vio a unos niños sentados con la espalda recostada a la pared; de que eran niños de la calle no cabía ninguna duda. Se veía en la ropa que les quedaba demasiado grande y en las bolsitas con pegamento que rítmicamente se llevaban a la boca y a la nariz. Cuando vio que el Rata no estaba entre ellos caminó para el otro lado de la acera. Los niños estos lo asustaban, sin embargo, sabía que tenía que tomar contacto con ellos. De alguna manera se convertiría en uno de ellos.

Una buena vida, había dicho el Rata. Es fácil pedir limosna, todos dan, le había dicho.

Pero ¿cómo se hacía para pedir?

Llegó al Parque Central y vio las altas torres de la catedral gris. En la escalera de la iglesia vio unos mendigos acurrucados, no eran niños, sino ancianos, con ropas andrajosas y sin zapatos. Los miró un rato. Ninguno de ellos decía nada, pero extendían la mano como una garra hacia todos los que subían por los escalones que llevaban a la iglesia. Alex vio que eso funcionaba, de vez en cuando a alguno de los ancianos le daban alguna moneda.

El hambre y la sed lo hicieron animarse.

Subió por los escalones y se sentó en uno de ellos, un poco alejado de los viejos mendigos, él también extendió su mano derecha hacia todos los que venían. Los ancianos lo miraban fijo, sin simpatía, pero nadie dijo nada.

Ni una sola persona de las que entraba a la iglesia le puso una moneda en su mano extendida.

De todas maneras se quedó allí sentado, extendiendo la mano.

Debajo de la escalinata en donde estaba crecían árboles gigantescos. Allí arriba, dentro de las coronas de los árboles, había pájaros, no los veía pero los sentía. Se escondían entre la tupida hojarasca, los oía trinar con tono agudo. Sonaba desagradable y amenazador y aquí en la escalinata de la catedral desapareció el último resto de la sensación de aventura. Lo que le quedaba: el hambre, la sed y una gris y pesada tristeza.

Por último Alex se dio por vencido, se levantó y con el paso cansino descendió los escalones y empezó a moverse entre la gente de la plaza. Sabía que tenía que hacer algo. A la casa de la tía no iba a volver jamás. Por eso tenía que aprender a pedir.

Tenía que empezar ahora.

Pero no se animaba aquí, entre tanta gente.

Caminar por ahí era una tortura, todo lo que se vendía en la plaza era para comer. Un vendedor de helados iba con su carrito, tocando una campanita para atraer a los compradores. Para no verlo, Alex miró para otro lado. Su mirada se detuvo en un puesto donde vendían fresas rojas. Había comido fresas sólo una vez en su vida. No iba a olvidar jamás el gusto dulce de las fresas. ¿Comería fresas de nuevo? Sin fuerza siguió caminando. Por todas partes cosas para comer. Golosinas. Papitas. Tabletas de chocolate. Refrescos fríos. Algunas mujeres vendían tortillas de trigo rellenas de frijoles, muchos habían comprado y estaban sentados en el muro, a la sombra de los árboles y comían tortillas y bebían refrescos en latas frías.

Alex apartó la mirada para no ver.

Pero lo peor era el olor. Cinco mujeres vendían cosas para el almuerzo, servían grandes porciones de arroz y carne asada en platos de cartón. La carne olía tan bien que quería llorar y trató de no acordarse de las exquisitas tortillas de su tía y de su carne asada.

No, tenía que sobreponerse.

Tenía que empezar a pedir.

AHORA MISMO.

Como no soportaba los tentadores olores de la comida que se vendía en la plaza se fue de allí, a una calle con mucho movimiento de vehículos. Pero era peor. Allí estaba MacDonald’s. Afuera, en la acera, vendían helados. El olor dulce a helado de vainilla lo hizo detenerse a olerlo mejor.

El aroma que le entraba por la nariz le llenó todo el cuerpo de nostalgia. Una vez había estado allí con su tía y todos sus primos. 5 lempiras costaba un barquillo con helado de vainilla, 6 lempiras costaba un barquillo con helado de vainilla y chocolate. Se detuvo como paralizado recordando el sabor de su helado preferido, mitad de chocolate y mitad de vainilla, y recordó cómo se sentía el pasar la lengua sobre el helado frío y delicioso. La cola para comprar era larga y el olor a vainilla lo hizo quedarse. Probablemente fue el aroma de la vainilla que lo hizo valiente, porque de pronto se adelantó y se puso a la cabeza de la cola, mirando a todos los que pagaban y se iban con un helado en la mano. Los miraba a cada uno con mirada suplicante, inclinando la cabeza. Los que compraban debían darse cuenta de que allí había un niño de la calle, terriblemente hambriento, que más que nada en la vida quería un helado de vainilla y chocolate.

Uno detrás del otro pagaban, recibían su barquillo envuelto en una servilleta blanca y se iban. Nadie parecía darse cuenta del hambre que Alex tenía.

La gente no lo miraba.

Era como si fuera invisible.

El hambre lo obligó a cambiar de táctica.

Ahora iba a extender la mano justo en el momento en que un cliente recibía su helado.

Estaba claro que eso alcanzaría para hacerles ver que tenía tanta hambre y le darían el helado.

En ese momento vio a dos muchachos que con paso decidido venían hacia él. Dos chicos grandes, con las caras sucias y pantalones que se arrastraban por la tierra. Tenían suéteres grandes y rotos y bolsitas con pegamento en la mano. Fueron directamente a él.

– Vete a casa de tu madre, le gritaron con voces roncas.

Se fue corriendo.

Era fácil pedir, todos dan, había dicho el Rata. Pero ¿cómo se hacía? Quizás lo veían demasiado limpio. Se miró en el espejo de un escaparate y pensó que ahora entendía. No parecía un niño de la calle. Se había puesto sus pantalones vaqueros limpios por la mañana y una camisa azul y sus zapatos de tenis Adidas. No hacía mucho le habían cortado el pelo.

Ese era el problema.

No parecía un niño de la calle.

Dio vueltas sin meta alguna. No se acordaba ya de la gran alegría de la mañana. Lentamente se metió por una calle peatonal en donde los vendedores que vendían discos compactos trataban de ensordecerse con la música. Salsa, rock pesado y rap se mezclaban en gran algarabía. Dio vuelta y llegó a una pequeña plaza rodeada de casetas azules y verdes. Todas esas casillas eran restaurantes. Los comensales se sentaban en bancos afuera y comían. Alex vio que tres personas se levantaban y se iban, dejando tres botellas de Pepsi a medio beber en el mostrador.

Alex apresuró el paso. Se adelantó y bebió rápidamente de una botella y luego de la otra y luego la tercera.

Nadie le gritó. Nadie lo apresó. Se fue rápidamente de allí. Sintió cómo la alegría le volvía. Iba a salir adelante. Había aprendido el primer truco de supervivencia.

Por primera vez había saciado su sed en la calle.

En una esquina de la plaza estaba la viejísima iglesia de Los Dolores, con la fachada pintada de verde y blanco y pequeñas repisas en donde cientos de palomas se amontonaban. Delante de la iglesia había vendedores ofreciendo verduras. Cada uno de ellos tenía una carretilla llena de las verduras más bonitas que había visto en su vida. Brócoli. Remolachas. Atados de ajos. Tomates hinchados de sol. Zanahorias gigantescas. Berenjenas negras y brillantes. Chiles rojos, verdes y amarillos. De tanto en tanto los vendedores echaban agua encima de las verduras, para que brillaran aún más.

Alex pasó al lado de las carretillas de los verduleros. Iba muy derecho mirando para todos lados. Entonces los vio. Dos verduleros que estaban parados hablando entre ellos. Rápidamente se agachó y arrancó una zanahoria de un manojo y salió corriendo.

Corría como si lo persiguiera el diablo.

Corrió por el medio de una bandada de palomas que comían en la plaza, afuera de la iglesia; toda la bandada salió volando.

– Disculpen, no era mi intención, murmuró mientras seguía corriendo, como nunca había corrido antes. Se metió la zanahoria dentro de la camisa azul. Sólo cuando había pasado de largo la iglesia y una calle con mucho tránsito se animó a detenerse y a mirar para atrás. Ningún verdulero enojado lo perseguía y no se veía a ningún policía con el arma en la mano.

Se detuvo, respiró aliviado, se metió la zanahoria en la boca y empezó a comerla.

Alex Dogboy

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