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Fable

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Dos meses. No he visto ni escuchado nada de él en dos malditos meses. ¿Quién hace eso? ¿Quién pasa la semana más intensa de su vida con otro ser humano, comparte sus pensamientos más íntimos, sus secretos más locos y oscuros, tiene sexo con esa persona (y hablo de sexo increíble, de ese que hace temblar la tierra), le deja una nota que dice «Te quiero» y se larga? Te diré quién.

Drew voy-a-darle-una-patada-en-las-pelotas-la-próxima-vez-que-lo-vea Callahan.

He pasado página. Bueno, eso es lo que me digo. Pero el tiempo no se detiene solo porque lo haga mi corazón, así que he seguido cumpliendo con mis responsabilidades. He estirado muy bien los tres mil dólares que gané por fingir ser la novia del imbécil durante una semana. Todavía me queda algo de dinero en la cuenta de ahorros. Le compré a mi hermano, Owen, algunos regalos de Navidad y también cogí algo para mamá.

Ella no nos compró nada. Ni una sola cosa. Owen me regaló un cuenco poco profundo que hizo en la clase de cerámica del instituto. Estaba tan orgulloso que me lo regaló. También se sintió un poco avergonzado, sobre todo cuando hablé emocionada del cuenco. El pobre lo envolvió en papel brillante y todo. Me impresionó que se tomara la molestia de prepararme algo. Tengo el cuenco en el vestidor y lo uso para dejar ahí los pendientes.

Al menos alguien se preocupa por mí, ¿sabes?

No le regaló nada a mamá, lo que me satisfizo (sí, soy una bruja superficial) hasta límites insospechados.

Se supone que enero es un mes de nacimiento. Año nuevo, nuevas metas, objetivos o como quieras llamarlo. Es el momento en el que una persona debe albergar esperanzas respecto a todo ese territorio inexplorado que se extiende ante ella. Intenté por todos los medios ser positiva cuando llegó el año nuevo, pero lloré. El reloj dio las doce y yo estaba sola, con las lágrimas recorriendo mi cara mientras veía en la tele cómo caía la bola. Una chica sola y penosa sollozando en su sudadera y echando de menos al chico al que ama.

Ya ha pasado casi todo el mes y eso está bien. Pero anoche lo comprendí. En lugar de temer cada día que llega, tengo que saborearlo. Necesito averiguar qué quiero hacer con mi vida y luego llevarlo a cabo. Me gustaría irme, pero no puedo dejar aquí a Owen. No tengo ni idea de lo que le pasaría y no puedo arriesgarme.

Así que me quedo. Prometo que aprovecharé al máximo esta vida que tengo. Estoy cansada de vivir hundida en la miseria.

Estoy cansada de sentir pena de mí misma. Cansada de querer zarandear a mi madre para que comprenda que tiene hijos de los que debería preocuparse. Ah, y que necesita encontrar un trabajo. Dormir todo el día y salir de fiesta cada noche con Larry el Perdedor no es la manera adecuada de hacer frente a las cosas.

Estoy cansada de lamentar la pérdida de un hombre guapo y jodido que me persigue en mis pensamientos esté donde esté.

Sí, sobre todo estoy harta de eso.

Aparto los pensamientos sombríos de mi cabeza y me dirijo al reservado donde un cliente espera para decirme qué quiere tomar. Entró hace unos minutos, un tipo alto, que se movía rápidamente e iba demasiado bien vestido para un paseo a media tarde de un jueves por La Salle. El bar está animado por la noche, lleno de universitarios bebiendo sin límite. Pero ¿y durante el día? Los clientes son sobre todo vagos perdedores que no tienen otro lugar al que ir y alguna persona que viene ocasionalmente a almorzar. Las hamburguesas son decentes, así que están empatados.

—¿Qué desea? —pregunto cuando me detengo frente a la mesa con la cabeza inclinada mientras saco el bloc de notas para apuntar la comanda.

—¿Su atención, tal vez?

La pregunta, pronunciada con una voz profunda y aterciopelada, me hace levantar la vista del cuaderno.

Son los ojos más azules que he visto en mi vida. Más azules que los de Drew, si es que eso es posible.

—Eh, lo siento.

Le ofrezco una sonrisa vacilante. Me pone nerviosa. Es demasiado guapo. Mucho más que eso, con el cabello rubio oscuro que le cae sobre la frente y una estructura ósea clásica. Quijada muy marcada, pómulos afilados y nariz recta; podría haber salido de una valla publicitaria.

—¿Sabe lo que quiere?

Sonríe revelando unos dientes blancos y aprieto los labios para mantenerlos cerrados y evitar quedarme con la boca abierta. No sabía que los hombres pudieran ser tan atractivos. A ver, Drew es guapo, lo admito aunque esté furiosa con él. Pero este chico… deja a los demás a la altura del betún. Su rostro es endemoniadamente perfecto.

—Tomaré una cerveza rubia suave —pide mientras señala con la barbilla el pegajoso menú que está sobre la mesa frente a él—. ¿Me recomienda algún aperitivo?

Debe de estar bromeando. Además de las hamburguesas, no recomendaría nada de lo que La Salle sirve a este perfecto espécimen masculino. No quiera Dios que se manche.

—¿Qué le apetece? —pregunto con voz débil.

Arquea una ceja, coge el menú y le echa un vistazo sin perder el contacto con mis ojos.

—¿Nachos?

Niego con la cabeza.

—La carne casi nunca se cocina bien.

Suele salir más bien con un tono rosado. Un asco.

—¿Patatas rellenas? —Hace una mueca.

Le devuelvo el gesto.

—Muy de los noventa, ¿no cree?

—¿Y qué me dice de las alitas de búfalo?

—Están bien, si quiere que la boca le arda eternamente. Escuche. —Miro a mi alrededor para asegurarme de que nadie, como por ejemplo mi jefe, esté cerca—. Si quiere comer algo, le sugiero la cafetería que hay calle abajo. Hacen unos sándwiches fantásticos.

Se ríe y sacude la cabeza. El vibrante y abundante sonido me inunda y me calienta la piel, a lo que le sigue rápidamente una gran dosis de cautela. No reacciono así con los chicos. El único chico que podía hacerme reaccionar así era Drew. Y él no está cerca… Entonces, ¿por qué sigo tan obsesionada con él?

¿Tal vez porque todavía estás enamorada de él como una idiota?

Mando al fondo de mi cerebro la molesta vocecita que aparece en los momentos más inoportunos.

—Me gusta su sinceridad —dice el hombre mientras me escudriña con la mirada azul fría—. Entonces, solo tomaré la cerveza.

—Una decisión inteligente —confirmo—. Vuelvo enseguida.

Me dirijo hacia el fondo, me deslizo detrás de la barra, agarro una botella de cerveza rubia suave, alzo la vista y pillo al chico mirándome. Pero no aparta la vista, lo que me hace sentir incómoda. No me mira como un pervertido; simplemente… es muy observador.

Resulta desconcertante.

Una ráfaga de ira me atraviesa. ¿Acaso llevo una señal invisible colgada al cuello que dice «Oye, soy fácil»? Porque no lo soy. Sí, he cometido errores buscando un poco de atención en sitios inadecuados, pero tampoco es que me vista con las tetas o el culo al aire. No me pongo nada para marcar intencionadamente las caderas, ni saco pecho como hacen muchas chicas.

Entonces, ¿por qué cada tío con el que me cruzo parece mirarme descaradamente como si fuera un pedazo de carne?

Después de pensar que ya es suficiente, me dirijo hacia su mesa y coloco la cerveza frente a él con un golpe. Estoy a punto de marcharme sin decir una palabra (que le den a la propina) cuando pregunta:

—Entonces, ¿cómo se llama?

Miro por encima del hombro.

—¿Qué le importa? —¡Oh, soy una zorra! Podría haber ofendido al chico y hacer que me despidieran. No sé qué me pasa.

Soy casi tan mala como mi madre, que saboteó su trabajo con sus borracheras y su horrorosa actitud. Al menos yo solo tengo una mala actitud.

Si pudiera darme una patada en el culo ahora mismo, lo haría.

El chico sonríe y se encoje de hombros, como si mi impertinente respuesta no lo perturbara.

—Soy curioso.

Me doy la vuelta del todo para estar frente a él y lo contemplo con tanta intensidad como él a mí. Los largos dedos de su mano derecha envuelven el cuello de la botella de cerveza, el otro brazo descansa en la mesa rayada y llena de marcas. Su actitud es relajada, fácil, así que bajo las defensas lentamente.

—Me llamo Fable —respondo, preparándome para la reacción.

He escuchado un sinfín de bromas y comentarios groseros sobre mi nombre desde que tengo memoria.

Pero no me lo hace pasar mal. Su expresión permanece neutra.

—Encantado de conocerte, Fable. Soy Colin.

Asiento con la cabeza sin saber qué más decir. Me tranquiliza al mismo tiempo que me pone nerviosa, y me deja confusa. Definitivamente, no encaja en este bar. Va vestido demasiado bien y tiene un aire de autoridad que roza la superioridad, como si estuviera por encima de todos los de aquí (y probablemente lo esté). Apesta a clase y dinero.

Pero no actúa como un gilipollas y debería, ya que he sido muy grosera con él. Se lleva la botella de cerveza a la boca, da un trago y lo observo sin reparos. Es guapo, arrogante y un problema.

No quiero tener nada que ver con él.

—Entonces, Fable —dice después de beberse media cerveza—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

Arrastro los pies y echo un vistazo al bar. Nadie nos presta atención. Probablemente podría quedarme aquí y charlar con Colin, el cliente misterioso, durante quince minutos y nadie se quejaría.

—Claro.

—¿Por qué una mujer como tú trabaja en un bar de mierda como este?

—¿Por qué un chico como tú pide una cerveza en un bar de mierda como este? —replico al sentirme momentáneamente insultada.

Pero entonces me doy cuenta… Me acaba de hacer un cumplido. Y se ha referido a mí como una mujer. Nadie lo había hecho antes. Ni siquiera yo hago eso.

Inclina la cerveza hacia mí, como si estuviera ofreciéndome un brindis.

Touché. ¿Te sorprendería si dijera que he entrado aquí para buscarte?

¿Sorprenderme? Más bien me pone los pelos de punta.

—No te conozco. ¿Cómo podrías estar buscándome?

—Debería reformular la frase. He venido con la esperanza de encontrar a alguien con quien poder escabullirme. —Se ríe ante mis cejas alzadas—. Soy propietario de un restaurante nuevo en la ciudad. The District. ¿Has oído hablar de él?

Sí. Algún lugar de moda que satisface a los universitarios ricos, los que tienen dinero ilimitado que pueden gastarse en comer, beber e irse de fiesta. Así que no es para mí.

—Sí.

—¿Has estado allí?

Niego con la cabeza lentamente.

—No.

Se vuelve a apoyar contra el asiento, me observa con los ojos penetrantes mientras hace una lectura lenta de mí. Ahora está fijándose completamente en mí y siento cómo me arden las mejillas por la vergüenza. El chico es un gilipollas.

Siempre he tenido predilección por los gilipollas.

—Ven conmigo al restaurante esta noche. Te lo enseñaré. —Su boca se curva en casi una sonrisa y me siento tentada.

Pero también me he prometido alejarme de los hombres, así que sé que es una mala idea.

—Gracias, pero no estoy interesada.

—No intento pedirte una cita, Fable —dice en voz baja, con los ojos brillantes.

Doy un paso atrás y echo un vistazo alrededor. Necesito apartarme de este tío. Rápido. Pero entonces, sus palabras detienen mis pasos.

—Trato de ofrecerte un trabajo.

Segundas oportunidades (Una semana contigo 2)

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