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4. La narración hacia una temporalidad profunda

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Entre las cuestiones más importantes sobre las que reflexionó Hayden White (1992, 2010, 2011) puede mencionarse la problemática de la representación y en particular de las relaciones entre el discurso narrativo y la representación histórica. White señala que la escritura de la historia es un acto meramente poético en el que a partir de la formalización de intuiciones se establece cuál va a ser el “espesor” o los modos del relato histórico. De este modo, destaca el aspecto creador en la labor histórica: “Creo que el historiador realiza un acto esencialmente poético, en el cual prefigura el campo histórico y lo constituye como un dominio sobre el cual aplicar las teorías específicas que utilizará para explicar «lo que en realidad» estaba sucediendo” (White, 2010: 10). La configuración narrativa, que no puede ser concebida como una forma neutra (ya que está atravesada por elecciones epistemológicas e ideológicas), dota a los acontecimientos de una “coherencia ilusoria”, provoca un efecto de sentido. Estas narrativas, que en algún punto pueden plantear la “disolución de la distinción entre discursos realistas y ficcionales”, dan cuenta de una relación irreal, imaginaria, pero válida, de un grupo social con sus condiciones de vida. En este sentido, toda narrativa es una secuencia de selecciones de acontecimientos, pero también de momentos que son dejados de lado, al margen: “Cada narrativa, por aparentemente «completa» que sea, se construye sobre la base de un conjunto de acontecimientos que pudieron haber sido incluidos pero se dejaron fuera” (White, 1992: 25). Toda narrativa está atravesada por una trama que es la que “impone un significado a los acontecimientos”; así es como el relato histórico otorga una forma a la realidad.

A partir de los aportes de Paul Ricœur, Hayden White (1992: 68) señala que la narrativa permite “comprender las acciones históricas” a partir de la construcción y la visión de un conjunto. Esta “captación conjunta” se genera a partir del cruce de las dimensiones cronológicas o “episódicas” (el relato de los acontecimientos) y no cronológica o “configurativa” (construcción de significados desde acontecimientos dispersos). A partir de esto se deduce que una narración construye siempre una temporalidad que le es propia y, a su vez, en ella confluyen dos temporalidades que se distancian y se complementan. El relato, y por lo tanto la novela, reorganizan el tiempo y lo disponen de otro modo, con una forma que presta importancia a las secuencias y sucesiones, pero también a los vacíos, las fluctuaciones y los meandros. El tiempo de un relato surge entonces de la interrelación y del juego entre la “intratemporalidad”, la “historicidad” y la “temporalidad profunda”. La llamada temporalidad profunda tiene estrecha relación con el concepto de espesor expuesto con anterioridad. En esa zona temporal, en ese límite, se dispone la novela. Así, la temporalidad profunda de una novela se nutre de las otras dos instancias pero, a partir del influjo y registro de las ausencias, los silencios y los murmullos, las modifica de forma radical. De este modo, la novela concreta esta “captación conjunta” a partir de la construcción de una temporalidad profunda que expone contradicciones y complejidades. En este proceso, su configuración narrativa permite que confluyan los comienzos y los finales, el pasado hasta llegar al futuro, lo que brinda la capacidad de comprender un todo y “de “recordar hacia delante” así como hacia atrás, y de vincular un final con su principio (34).

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