Читать книгу Deuda de familia - Nadia Noor - Страница 12
ОглавлениеCapítulo 6
Ella jamás será suya
Sergio espoleó su caballo animándolo a galopar más deprisa. Levantó la vista, contempló con atención el paisaje a lo lejos y suspiró al ver que el sol había cruzado el horizonte. La tarde estaba a punto de caer y comenzó a temer que no llegaría a tiempo al funeral de don Rafael. Atizó de nuevo al animal que debido al estímulo, aumentó el paso.
Aquella misma mañana se había enterado del fallecimiento del padre de Natalia. Nada más saberlo, movió cielo y tierra para estar junto a ella, pero los permisos de sus superiores para poder abandonar el cuartel llegaron con retraso.
Sergio había soñado muchas veces con conocer a la familia Vega. En sus fantasías, el encuentro se produciría un domingo, al atardecer. Se presentaría con sus mejores galas y obsequiaría a Natalia con un enorme ramo de lilas silvestres. Después, disfrutaría en compañía de la familia Vega de una comida agradable, seguida de una reunión en la biblioteca. Tomaría una copa de coñac junto a don Rafael y hablarían sobre los detalles de su futuro matrimonio.
Levantó la vista hacia el cielo pensando malhumorado que la realidad se presentaba muy diferente. Jamás imaginó que la primera vez que acudiría a la casa de Natalia, sería para asistir a un funeral. Y, mucho menos, al de don Rafael. Todos sus esquemas se rompieron.
Vestía sus mejores galas, como en sus sueños, pero después de una cabalgada de más de dos horas, llegaría sudoroso y arrugado. Natalia no sabía de su llegada y no le recibiría con su mejor sonrisa. No llevaba un ramo de lilas silvestres, ni tenía con quién reunirse en la biblioteca para tomarse una copa de coñac.
Ahora que el patriarca de los Vega había fallecido, ¿a quién pediría la mano de Natalia? ¿Daría la madre el consentimiento? ¿Sería una viuda débil y desamparada?
Escrutó el horizonte y divisó a lo lejos la silueta de una casa. Espoleó el caballo y un cuarto de hora más tarde, se encontró con varios coches que regresaban en dirección contraria. Aceleró el paso y consiguió traspasar orgulloso la puerta de entrada a la hacienda. Descendió con rapidez de los lomos de su caballo y lo dejó atado a un árbol frondoso que lo cobijara del implacable calor. Después, acicaló su aspecto colocándose con cuidado su gorra militar y se acercó a la entrada de la casa principal. Una muchacha abatida lo invitó pasar, sin preguntarle siquiera quién era. Una vez dentro del patio, empezó a sentirse incómodo, como si fuese un intruso y, multitud de dudas se colaron en su cabeza.
¿Y si no era un buen momento? Quizá, lo mejor hubiese sido esperar y no dejarse llevar por la situación. Una criada delgada lo recibió con una expresión triste dibujada en el rostro. Ante su mirada indagadora, él se presentó.
—Buenos días, soy el sargento Sergio Fernández y vengo a visitar… a la señora Vega. —No podía pretender un encuentro con Natalia, sin presentar antes sus condolencias a la madre y contar con su beneplácito.
—Avisaré a la señora —lo informó la chica invitándole con gesto cortés a pasar dentro de la casa.
Sergio la siguió y se quedó esperando de pie junto a la puerta, al tiempo que observaba la estancia espaciosa y limpia. Encima de la mesa quedaban algunos restos del almuerzo como queso, jamón curado, atún ahumado y alubias machacadas. Tenía hambre, pero no se atrevió a probar bocado. Su boca reseca suspiró al ver una jarra con limonada. Escuchó pasos y en su campo visual, apareció una mujer alta y atractiva, vestida de riguroso negro. Lucía el mismo porte que Natalia y, por la expresión de su rostro, supo con seguridad que se trataba de su futura suegra. Su ímpetu comenzó a abandonarlo al darse cuenta de que no era una pobre viuda desvalida, como él había pensado. Ante su mirada inquisitiva inspiró hondo, se quitó la gorra con aflicción y ofreció sus respetos.
—Señora Vega, mi más sentido pésame.
—¿Quién es usted? —La voz de su futura suegra resonó fuerte como el acero.
—Sergio Fernández, sargento del Regimiento de infantería N.5 de Marchena a su servicio —se presentó él con entonación militar y, ante el desconcierto de la mujer, se armó de coraje y añadió —: Estoy aquí en calidad de novio de su hija Natalia.
«Novio. ¿Novio? ¿¡Novio!?».
La viuda palideció y comenzó a abanicarse la cara con gesto efusivo.
—Pero ¿qué tonterías dice usted? ¿Cómo se atreve a presentarse en mi casa, así sin más? —lo fulminó ella—. ¿No tiene usted un mínimo de decoro?
—Señora, disculpe mis modales, le prometo que tenía intención de presentarme de una manera bien diferente, pero ante la delicada situación que están pasando, sentí la necesidad de venir y apoyar a Natalia. Sé que estaba muy unida a su padre. Con seguridad, mi presencia aquí aliviará un poco su pena.
—Usted, ¿quiere a mi hija? —La corta pregunta lo tomó por sorpresa.
Enderezó sus hombros como si se hubiese preparado para un saludo militar y alzó su mandíbula hacia arriba, en actitud colmada de orgullo.
—Más que a mi propia vida, señora —su voz sonó convincente. Y sonó convincente porque era verdad.
La mujer se acercó a él y le cogió por el brazo con cortesía. Comenzó a andar, tirándole del cuerpo con firmeza.
—Vamos a caminar, el sol parece haberse retirado. Necesito contarle algunas cosas.
Sergio la acompañó, sorprendido. La situación no se parecía en nada a sus fantasías anteriores. Además, todavía no había visto a Natalia y la mujer de acero le arrastraba con gesto firme fuera de la casa. Cuando llegaron a un polvoriento patio, le soltó el brazo y le atacó con la mirada.
—¿Sabe usted por qué ha fallecido mi marido?
El sol brillaba con mucha intensidad y, en ese instante, Sergio se percató de que bajo la gruesa túnica militar, el calor unido a la tensión vivida habían convertido su espalda en una pendiente por donde se deslizaba el sudor. La boca reseca parecía entumecida y la falta de alimento le provocó aturdimiento. Se esforzó en reponerse y consiguió murmullar:
—No con seguridad…, señora. En la ciudad se rumorea que ha sufrido un infarto.
—Mi marido lo ha perdido todo, la casa de la ciudad y esta hacienda que mantenía a nuestra familia —Patricia señaló los alrededores con un dedo largo y aterrador como la hoja de una sable recién afilado—. Por desgracia, no pudo enfrentarlo y su corazón ha dejado de latir. Él se fue a descansar, que Dios lo aguarde en su santa gloria, pero nosotras tres nos hemos quedado sin nada. Si usted quiere a Natalia, lo mejor que puede hacer por ella, es desaparecer de su vida. Para siempre.
—¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? —se interesó confundido—.Yo tengo intenciones serias con ella. De hecho, quiero pedir su mano en este mismo instante —dijo envalentonado.
—Muy bien —accedió la mujer en un sorprendente tono sosegado que rozaba la amabilidad—. Digamos que tiene usted mi bendición. Me imagino que sabrá que como marido de mi hija, quedará usted al frente de nuestra familia. Deberá cuidar de su esposa, de su hermana y de su madre. Ahora, dígame: ¿dónde nos llevará a las tres? ¿Al cuartel militar?
La mirada cortante de la mujer de acero le traspasó el pecho y Sergio se sintió como un ratón arrinconado. Aquella pregunta lo pilló desprevenido. Se desabrochó la túnica militar y aflojó los botones de la camisa de lino, que asomaba por debajo totalmente pegada a su cuerpo.
—Podría alquilar una casa… —contestó más desanimado de lo que pretendía.
Cayó en la cuenta, sorprendido, de que todas sus ilusiones se habían borrado de su mente de golpe, como si nunca hubiesen existido.
—No sea iluso —contestó ella con voz cansada—. Con su sueldo de sargento no podría pagar ni una mísera habitación. Deje de soñar con algo que es completamente imposible. Si quiere a Natalia váyase lejos, no estropee sus expectativas. No hay ninguna posibilidad de que ella sea suya. Ni la hubo antes, ni la habrá en el futuro. Ahora, súbase a su caballo y salga de mi casa sin hacer ruido. Por lo que a mí respecta, nunca nos hemos conocido, ni hemos tenido esta conversación. Adiós.
Sergio permaneció un tiempo paralizado, con los pies hundidos en el polvoriento suelo del patio interior. El mensaje de su futura suegra le golpeaba los oídos, provocándole dolor.
«Ella jamás será suya. No hay ninguna posibilidad. Ni la hubo antes, ni la habrá en el futuro».
Mientras caminaba en dirección hacia su caballo, se preguntó, si debería de hacer caso a la mujer de acero, o a su corazón.