Читать книгу Deuda de familia - Nadia Noor - Страница 8
ОглавлениеCapítulo 2
El primer amor
Natalia entró precipitada en su dormitorio y dio varias cabriolas alrededor de la ventana simulando unos alegres pasos de baile. Se sentía eufórica. Por fin había encontrado el valor de confesarle a su padre el amor hacia Sergio. Estaba segura de que en cuanto lo conociera, él la apoyaría.
Sergio era el ser más maravilloso del mundo: atento, galante, paciente y bueno. Siempre ayudaba a los débiles y pensaba cambiar el mundo por uno justo y sin desigualdades. En sus ojos azules, habitaba el inmenso cielo. En el brillo de su mirada, se alojaba el esplendoroso sol.
Se conocieron a principios de aquella misma primavera. Natalia acudió a una verbena con unas amigas para repartir limonada fresca y galletas, en honor a la Virgen del Rosario, patrona de la ciudad. Sergio, apareció acompañado de varios colegas, todos uniformados y muy apuestos. Las chicas empezaron a cuchichear, preguntándose si los militares tendrían novias o estarían solteros. Cuando el grupo de los soldados formó una cola frente al puesto de limonada de las jóvenes, estas se emocionaron, derramándola por el suelo. Fue el turno de los militares para comentar sobre la belleza y la torpeza de las seguidoras de la Virgen. Cuando Sergio dirigió hacia Natalia su mirada luminosa, ella se quedó con el vaso en la mano sin saber qué hacer con él. El militar le sonrió, y unos labios firmes y bien formados, desvelaron una dentadura uniforme y blanca. Ella, presa de un embobamiento repentino, sujetaba entre sus dedos el vaso vacío, sin dejar de mirarlo. Los hombres de su círculo social eran la mayoría mayores, jamás había visto un joven tan atractivo. Ni unos ojos tan azules. Ni una sonrisa tan seductora.
—¡Señorita! —Una música la envolvió al escuchar aquel timbre potente de voz—. ¿Me sirve una limonada, por favor?
Ella se sobresaltó y notó cómo el vaso de cristal se le escurría entre los dedos. Sin poder remediarlo, observó que abandonaba su mano y, tras caerse al suelo de madera, se hizo añicos.
Ante aquello, las mejillas de Natalia se incendiaron y las lágrimas empañaron su vista, listas para humillarla delante del apuesto militar. Deseó en ese instante excavar un agujero debajo del puesto de la limonada y meterse en él.
Sus amigas se agruparon preocupadas a su alrededor y perdió de vista al militar. Entre todas la reconfortaron y le vendaron la pequeña herida que sangraba en su dedo meñique. Como ya no podía servir limonada, abandonó su deber y se sentó bajo la sombra de un árbol centenario. Detrás de ella, esperaba paciente Almudena, su criada.
Momentos después, una sombra alargada ocultó los rayos del sol que brillaban desde lo alto del cielo. Aclaró la vista y, cuando el sol estuvo tapado del todo, pudo admirar en todo su esplendor al apuesto militar que se había parado delante de ella.
—Señorita, permítame que me presente, soy el sargento Sergio Fernández. Disculpe que haga yo mismo los honores, pero no tenemos amigos en común y estoy preocupado por su herida. Se ha hecho daño por mi culpa.
Natalia agradeció mentalmente a la Virgen el hecho de estar sentada. Con toda la fuerza de voluntad de la que disponía alargó su mano y cuando sus dedos gráciles tomaron contacto con la piel áspera del militar, sintió una corriente eléctrica recorrerle todo el brazo.
—Natalia Vega, encantada de conocerlo y, por supuesto, disculpas aceptadas. —Arqueó sus labios dando la oportunidad a su boca generosa de convertirse en una amplia y seductora sonrisa.
Él, animado por sus palabras, giró sobre sí mismo y agarró con facilidad una silla vacía.
—¿Le puedo ofrecer compañía? —preguntó con galantería.
—Sí, por favor —aceptó ella de inmediato, abrumada por verlo sentado tan cerca.
Los colores invadieron de nuevo su rostro y un nudo incómodo se alojó en su garganta. Cuando él prendió de nuevo su mano vendada, sintió un poderoso aleteo en la boca de su estómago. Alrededor de los dos jóvenes se detonó una pequeña explosión de sentidos. Ella, cohibida, soltó la mano y los dos apartaron turbados las miradas.
A lo lejos, una fila de militares se aproximaba en dirección hacia ellos. Sergio se levantó y, mientras le tomaba la muñeca con delicadeza y depositaba un beso suave sobre ella, le dijo con afectividad:
—Me tengo que ir, el deber me llama.
—Claro, por supuesto —se apresuró en disculparlo.
—¿La puedo volver a ver algún otro día? —preguntó con voz entrecortada—. El próximo domingo en la plaza, mi división y yo haremos una parada militar. Por si…
—¡Me encantaría! —le interrumpió impaciente y, ante la sonrisa satisfecha de él, recordó los buenos modales de una señorita y añadió en voz baja—: Hasta el próximo domingo.
Aquella, fue sin duda la semana más larga de sus diecisiete años de vida. Los minutos avanzaban a ritmo de caracol, y las manillas del reloj parecían estancadas. Durante el día, Natalia no tenía paciencia para entretenerse con nada y, por la noche, dormía mal y se despertaba empapada de sudor. Soñaba despierta con volver a verlo. Todos sus pensamientos se redujeron a una sola persona: él.
Finalmente, el ansiado domingo llegó y Natalia pudo respirar de nuevo con normalidad. Se atavió con uno de sus mejores vestidos, color rojo fuego, compuesto por una falda amplia de seda repartida en varias capas que se sujetaba a su cintura con un corsé apretado. El corpiño tenía un escote cuadrado y, de las mangas tres cuartos, colgaban sendos lazos dorados de seda. Se peinó a la última moda, enrollando varias trenzas alrededor de su melena suelta. Se pellizcó con fuerza los labios hasta dejarlos del mimo color que su vestido y dejó caer en sus muñecas unas poquitas gotas de perfume de rosas blancas. Enguantó sus manos y sujetó sobre su hombro delicado una sombrilla dorada, a juego con los lazos decorativos de su vestido. Con la criada pegada a sus espaldas, acudió a la parada militar.
En la plaza, se respiraba aire de fiesta. Las canciones alegres interpretadas por una orquesta contratada para animar el desfile, arrancaron los sinceros aplausos de los asistentes. En ese estado de euforia general, varias decenas de militares hicieron su aparición. Ataviados con sus mejores galas, pisaban el suelo con fuerza al ritmo de los tambores. Entre ellos, se hallaba Sergio, quien al encontrarse con los ojos de Natalia se desorientó y dio un paso en falso, a punto de caerse. Natalia apartó la mirada y él enderezó su porte y siguió con su deber.
Cuando los actos militares finalizaron, Sergio la buscó entre la multitud y la invitó a sentarse en un banco apartado, flanqueado por un árbol frondoso. Natalia rebuscó unas monedas en su bolso de mano y se las ofreció a la criada para que se alejara de ella y comprara un helado.
Debajo de aquel árbol, Sergio le declaró su amor. ¡Él también había pasado la semana más larga de su vida! Él también había contado los minutos y los segundos, igual que ella. Él también había perdido el sueño mientras esperaba ansioso el momento de volver a verla.
***
De vuelta a la realidad, Natalia pensó que debería buscarlo cuanto antes para contarle las últimas novedades.
¡Lo había hecho! Había reunido el suficiente valor para informar a su padre sobre su relación. Más de una vez, Sergio se había preocupado por la reacción de su familia. Con seguridad, se alegraría al saber que, a los Vega, no les importaba su condición social.
Envuelta en felicidad y pensamientos positivos, se cambió el vestido y salió apresurada en dirección hacia la habitación de su madre. Patricia se deleitaba con una limonada fresca, mientras una criada le peinaba con sumo cuidado su melena abundante.
—Madre, no queda hilo de coser, saldré a comprar —mintió, sin el menor ápice de remordimiento.
—¿Cómo vas a salir de casa con el calor que está haciendo? —se escandalizó su madre al tiempo que posaba sobre ella una mirada reprobatoria—. Manda a la criada.
—Nunca me trae lo que quiero, ya lo sabe. Es preciso que vaya yo misma. Tengo varios vestidos descosidos y, últimamente, no encargamos nada nuevo —se quejó afectada, sabiendo que ante aquella punzante observación, su madre cedería.
—Vale, pero no tardes —claudicó Patricia—. En una hora te quiero de vuelta, tu hermana ha pasado mala noche y necesita tu compañía. Solo contigo se reconforta.
La alegría de Natalia se ensombreció al pensar en su hermana mayor, Delia. Sufría frecuentes pérdidas de memoria y, por el momento, ningún médico había podido precisar un diagnóstico, ni encontrar cura a sus males.