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Capítulo 1

¿Y si lo pierdes todo?

Marchena, agosto 1899

Rafael Vega caminaba con paso apresurado en dirección hacia su casa. Sus ojos recorrieron el valle franqueado por dos grandes colinas en el que se situaba Marchena, su ciudad. Hacía mucho calor, por lo que quitó su sombrero de ala ancha y se atusó el pelo. Con el dorso de la mano se limpió el sudor que comenzó a escurrirse por la frente.

Se paró delante de su casa, una majestuosa mansión de tres plantas situada en una de las zonas más exclusivas de la ciudad. La fachada de acceso, revestida de ladrillo tallado, estaba dividida en dos cuerpos, con una altura igual a la del resto del edificio. Abrió la puerta y le dio la bienvenida la brisa fresca que recorría el jardín central. Los arbustos de lilo común desprendían un entrañable olor a almizcle y miel y elegantes tallos de rosas se erguían esplendorosos entre las plantas de hoja verde, repartiendo alrededor un delicioso perfume.

Levantó la mirada y observó que las dos plantas de arcos sostenidas por columnas de mármol que rodeaban el jardín estaban desiertas. Se sentó agradecido en un banco guarecido por la sombra y comenzó a abanicarse con un viejo periódico que encontró sobre la mesa. Más sosegado, se agachó y sacó de su bolso de piel de vacuno unos papeles envejecidos por el tiempo. Se trataba de las escrituras de la única finca que aún conservaba; la salvación de su familia. La propiedad estaba en ruinas, apenas quedaban unos pocos mozos trabajando en ella. Ahí se criaban vacas, ovejas, gallinas y gansos, pero a Rafael no le quedaba dinero para mantener aquello. Sus malas gestiones unidas a su vicio de jugar al póquer, habían mermado todas sus pertenencias y el dinero heredado de sus antepasados.

La finca era su última carta para poder enderezar la situación, y Rafael se la jugaría esa misma tarde. En la ciudad había aparecido un adinerado conde, quien se dispuso a organizar un torneo de póquer en el que se jugaba grandes cantidades de dinero. No tenía efectivo, sin embargo, el conde aceptaba sustitutivos al dinero, como escrituras de casas y fincas o tierras.

—Don Rafael, ¿quiere tomar una limonada? —Una criada, que apareció de la nada, le sobresaltó. Guardó las escrituras en su bolso y negó enérgico con la cabeza. Lo que él necesitaba era una buena jarra de vino tinto, pero su delicado corazón le negaba ese capricho tan ansiado. Además, Patricia, su esposa, se pondría furiosa.

—Quiero un poco de vino, llévamelo a la biblioteca. —Se levantó de la silla con gesto cansado y, mirando fijamente a la joven criada, añadió—: ¡Que no te vea la señora Patricia!

Subió con dificultad los peldaños de la escalera, mientras sentía el sol calentándole la nuca. Nada más acceder a la biblioteca, dejó la carpeta sobre su escritorio y se acomodó en su sillón favorito. Escuchó golpes en la puerta y pensando que sería la criada, la invitó a pasar.

Su hija menor, Natalia, apareció en su campo visual. La niña de sus ojos, su más preciado tesoro. Alta y esbelta llevaba su largo vestido de muselina con elegancia. A sus diecisiete años era considerada como una de las muchachas más bellas de la ciudad.

—Padre, ¿está muy ocupado? —Natalia entornó sus grandes ojos oscuros, rodeados por densas y largas pestañas.

—Para ti nunca estoy ocupado. Ven, mi niña, siéntate aquí a mi lado.

Natalia recogió los pliegues de su amplio vestido color cereza y se sentó de forma recatada en la silla. Dejó las manos descansar en su regazo, como aprendió que hacía una niña de su condición, y dijo en voz baja:

—Siempre me ha enseñado que la gente vale por sí misma y no por su ascendencia o linaje.

—Así es, un buen linaje es garantía de que una persona vale la pena, pero no es una norma general. A lo largo de la historia hemos encontrado personas muy valientes que provenían de la clase baja y nobles muy estirados que resultaron ser unos cobardes —le contestó su padre, escrutándola con la mirada—. ¿Por qué me lo preguntas?

Natalia bajó la cabeza y contempló cómo se retorcían sus manos. Su padre se acercó a ella, le alzó el mentón y, cuando encontró el brillo de sus oscuros ojos, le preguntó:

—Siempre nos lo hemos contado todo. ¿Qué te preocupa?

—¡Estoy enamorada! —se sinceró ella de repente. Bajo la mirada atónita de su padre, sus mejillas se encendieron y un resplandor intenso iluminó sus ojos—. Es militar y no tiene fortuna.

Rafael palideció. Durante años había compartido la pasión por la lectura con Natalia. Padre e hija admiraban por igual los ideales de los héroes literarios. Habían abogado por la justicia, la bondad y la igualdad de los seres humanos. Aquello había estado bien mientras ella era una niña y no se enfrentaba al mundo propiamente dicho; escucharla ahora poner en práctica unos ideales tan lejanos lo aterró.

—¡Padre, diga algo, se lo ruego! —le suplicó a punto de comenzar a llorar—. Sergio es un caballero, es justo, es noble y… ¡muy apuesto!

«Aparte, de no tener donde caerse muerto», pensó su padre con el corazón encogido. Se esforzó y mostró una sonrisa tensa, al tiempo que le atusaba el pelo con delicadeza para tranquilizarla.

—Estoy seguro de que tu elección es la adecuada; no obstante, tendré que conocerlo para saber si es digno de ti.

Natalia se abalanzó hacia su cuello y le abrazó con cariño. Dejó descansar su cabeza en su pecho y le dijo con voz cargada de agradecimiento:

—Gracias, padre, es todo lo que le pido. Conocerlo, por ahora. En unas semanas se alistará voluntario con la esperanza de conseguir logros y ascender. A su regreso, podríamos tomarnos el matrimonio en serio.

La palabra «matrimonio» taladró los oídos de su padre, quien se acordó de que no podía mantener a su familia. Sintió un pinchazo agudo atravesarle la parte izquierda de su pecho.

¡Necesitaba ganar el torneo de póquer esa tarde!

La entrada de la criada dio la conversación por terminada. Tras ver la jarra de vino, Natalia le regañó con la mirada, pero se abstuvo de hacer comentario alguno.

—Por el momento, mantendremos esta conversación en secreto. No digas nada de esto a tu madre —le rogó.

Ella asintió sonriente y salió de la biblioteca.

En cuanto estuvo solo, se sirvió una copa de vino y, antes de tomarlo, se entretuvo admirando su color rojo intenso. Inspiró su olor frutal, una mezcla de grosella, cerezas y ciruelas y lo acabó de un trago. Las preocupaciones se multiplicaron dentro de su cabeza, por lo que intentó aliviarse con otra copa. Levemente mareado, se sentó para descansar en su sillón favorito y cerró los ojos. Medio adormilado pensó que se llevaría también las escrituras de la mansión al torneo de póquer de aquella tarde. Se lo jugaría todo.

Con unas buenas ganancias podría enderechar su mala situación económica y dejar a su hija elegir su futuro.

«¿Y si lo pierdes todo?», se preguntó y ante aquella frustrante interrogación se quedó dormido.

Deuda de familia

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