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Capítulo 10

El trato

Robert se removió en el asiento del coche, admirando de reojo los claveles blancos que descansaban sobre la banqueta. Era un ramo hermoso, aunque no sabía si lo iba a necesitar. Dejó la vista vagar a través de la pequeña ventanilla y se preguntó que le ofrecería el destino aquel día. Las dos propiedades, cincuenta mil pesetas o una futura esposa que apenas conocía.

Esa última opción entorpecía de alguna manera sus planes. Robert Conde había regresado a su tierra para formar un hogar y ofrecer una vida mejor a la gente de su hacienda. Necesitaba una compañera de vida, una mujer que le pudiese ofrecer hijos y compañía, pero no era lo más importante en ese momento. De hecho, no tenía todavía un hogar que ofrecer, la casa de la finca estaba descuidada, necesitaba reformas, los olivos, los viñedos… En definitiva, no era un buen momento para casarse.

¿Por qué había tenido que proponer aquello?

En su fuero interno sabía la respuesta. Tras ver la desesperada situación de aquellas tres mujeres desamparadas, se sintió culpable. No solía interesarse por los resultados de sus ganancias de juego, ni permanecía en el mismo lugar bastante tiempo como para encariñarse con la gente, pero en esa ocasión presenció cómo una mala noche de juego podía destruir la vida de la gente.

La falta no era suya, pero a pesar de los pesares, se sentía culpable.

Natalia llamó su atención nada más verla. Se sintió atraído de inmediato por su boca grande, muy roja, parecida al color de la sandía, que destacaba en su rostro pálido enmarcado por gruesos mechones negros.

Además, saltaba a la vista que era una chica educada y de buen corazón, puesto que divisó en sus ojos oscuros y grandes un atisbo de calidez. La vio preocuparse por su hermana enferma y obedecer sus órdenes sin rechistar. Podría ser todo lo que él buscaba: una mujer joven, cálida, hermosa y obediente.

El ofrecimiento salió de su boca sin pasar por el filtro del cerebro. El propio Robert se quedó sorprendido mientras escuchaba el sonido de su propia voz.

Se movió nervioso en el asiento y cuando llegó delante de la casa de los Vega, comprendió sorprendido que estaba ansioso por saber la respuesta. No necesitaba más propiedades, ni le faltaba el dinero, pero si sentía inquietud, ¿era porque quería a la chica?

O tal vez, se sentía presionado por haber hecho una propuesta de esas características y ahora, ¿deseaba librarse del acuerdo?

Se alisó con las manos los picos altos de su camisa almidonada y se ajustó el chaleco de triple seda en tonos plateados, acoplándolo sobre sus pectorales pronunciados. Se pasó la mano por el pelo, para comprobar que su peinado seguía tan perfecto como se lo había dejado su peluquero aquella misma mañana.

Comprendió sorprendido que le preocupaba su aspecto. Sabía que las mujeres lo encontraban atractivo, tenía buena planta, un cuerpo fornido y vigoroso, facciones armoniosas y agradables. El color café de sus ojos junto a su sonrisa seductora, desarmaban con facilidad al género femenino. ¿Por qué preocuparse?

El coche paró delante de la casa de los Vega y Robert se tomó su tiempo para bajar. Una parte de él quería entrar para descubrir que le deparaba el futuro, sin embargo, un presentimiento extraño le impedía dar el paso. Cuando el conductor le abrió la puerta, no tuvo más remedio que acercarse a la entrada de la casa. Tocó la campana sujetando con torpeza el ramo de claveles. Se sintió ridículo por llevar flores a una reunión de «negocios». Una criada lo invitó a pasar al salón de día. La casa era impresionante, por fuera y por dentro, denotaba estilo y buen gusto; los techos altos sostenidos por columnas de mármol le daban un aire regio y distinguido a la estancia. Sobre las repisas, pintadas a mano, descansaban candelabros de seis brazos y, las baldosas pulidas estaban cubiertas por alfombras de hilo, conjuntadas entre ellas con maestría. Tomó asiento y se relajó pensando que no debía hacer más conjeturas en relación a ese tema. Saltaba a la vista que la familia Vega era adinerada. Con seguridad, la viuda habría conseguido reunir el dinero y era más que probable, que se lo entregara para saldar la deuda.

Sin deuda, no había trato. Se olvidaría de los labios color sandía de la chica y desaparecería de su vida sin más consecuencias.

Mejor así. Encontraría una buena esposa y se casaría por amor. No como consecuencia de un trato salpicado por una deuda de juego. De repente, su rostro se oscureció al darse cuenta de que esa opción le molestaba. Robert no quería el dinero. Ni deseaba liberarse del trato. Ansiaba comprobar si aquellos labios suculentos tenían sabor a sandía.

—Señor Conde, ¡bienvenido! —Patricia le recibió con su mejor sonrisa fingiendo un entusiasmo tan real, que hasta Robert que sabía que debía sentir todo lo contrario, la creyó.

—Señora Vega —Se acercó a ella, hizo la inclinación de rigor y le besó la mano.

Por el momento, las partes se estaban tratando con cordialidad y distancia. Robert decidió esperar a que la anfitriona hiciera el primer movimiento. Sintió la misma emoción y ansiedad de antes de una partida importante de cartas. Los dados estaban lanzados, faltaba saber el resultado.

—He pensado mucho en las opciones que tuvo la amabilidad de ofrecerme. —La voz amable de la anfitriona subió de tono—. Antes de tomar una decisión final, me gustaría conocer más datos sobre usted. Al fin y al cabo, si nos vamos a emparentar… —Los colores encendieron la cara de Patricia.

Robert comenzó a reír. Se removió inquieto en la silla y cruzó las piernas despreocupado. Su contrincante había movido ficha. Ahora, le tocaba a él jugar. Y a Robert se le daba muy bien contratacar.

—Señora, si usted quiere un yerno perfecto, que pertenezca a la nobleza y que tenga un árbol genealógico impecable, me temo que no soy su hombre. Siento informarla de que mis padres eran campesinos. —Abrió los brazos con indolencia y en su rostro se dibujó una expresión burlona.

—En la ciudad se rumorea que es usted un conde italiano —insistió Patricia—. ¿Dónde tiene su casa? ¿Qué vida le dará a mi hija?

—Señora, no soy italiano, ni soy conde por desgracia. Nací en Vejer y durante una época he vivido en el extranjero. Soy terrateniente y, como bien ya sabe, soy experto en póquer. Acabo de regresar a mi tierra natal, donde he comprado una finca y donde pienso establecerme.

Patricia se dejó caer aturdida sobre una silla y comenzó a ventilarse con un abanico.

—Es usted muy contradictorio, señor. Hijo de campesinos, terrateniente, experto en póquer, no sé, no me lo pone nada fácil. No tengo claro si es usted un buen partido para mi hija Natalia.

—Señora, siento escuchar eso, me temo que disponemos de poco tiempo para conocernos mejor. Cuando nos presentamos, recuerdo haberle dicho que soy una persona muy ocupada. Acuérdese de que usted me necesita a mí. Si no le parece una buena opción emparentarse conmigo, ya sabe las opciones que le quedan. Me conformo con cualquiera.

—Es usted un hombre maleducado y prepotente —Patricia levantó el mentón en una inequívoca actitud altanera—. Definitivamente no podemos emparentarnos con usted. Mi hija, es una de las muchachas más bellas de la ciudad. Es educada, de buena familia, toca el piano, sabe leer y escribir, es cariñosa, de buen carácter..., cualquier caballero decente estaría encantado de casarse con ella. ¡Cualquiera!

—Y usted, encantada de venderla al mejor postor, ¿verdad, señora? —preguntó con descaro.

La mujer dejó el abanico sobre la mesa con gesto brusco y posó sobre él una mirada encendida. La ira se apoderó de ella y le gritó con voz crispada, fría como el acero:

—No se atreva a juzgarme, si estoy en esta vergonzosa situación, es por culpa de gente como usted. Gente sin escrúpulos, ni principios, pero ¿qué se puede esperar del hijo de unos campesinos?

Su desprecio dio en el blanco. Robert se levantó de la silla acalorado. El brillo comprensivo de su mirada se esfumó y, en su lugar, aparecieron unas sombras oscuras. Parecía un hombre diferente. Oscuro y peligroso.

—Bien, señora, parece que no tenemos trato. —Una ola de silencio se instauró entre ellos y la tensión se podía palpar con la mano. Robert se acercó a la ventana y contempló el horizonte soleado a través del cristal. Sin girarse, continuó—: Entiendo que tiene la intención de pagar la deuda de su difunto marido. Si tiene el dinero, vamos a dar esta extraña situación por terminada. No me gusta perder el tiempo, y tampoco tengo por qué soportar sus comentarios ofensivos.

—No tengo el dinero —reconoció derrotada—. Si me concediese un poco más de tiempo, estoy segura de que…

—Señora… espera que el hijo de unos campesinos, un maleducado, sin escrúpulos, ¿le conceda más tiempo? —Robert le lanzó una mirada de advertencia y añadió en tono burlón—: Es usted muy contradictoria.

—De acuerdo —claudicó Patricia —. Le daré la mano de mi hija Natalia. Pero tengo algunas condiciones.

—No esperaba menos de usted —declaró él condescendiente mientras alargaba su mano y cerraba el trato con su futura suegra.

Deuda de familia

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