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La estética trascendental: la idealidad real del tiempo
ОглавлениеKant comienza su análisis del tiempo y del espacio afirmando que son intuiciones a priori y que pertenecen, por tanto, al orden de la sensibilidad definida como “la capacidad (receptividad) de recibir representaciones por el modo como somos afectados por objetos”[4] ¿Cómo entender la paradoja de una intuición a priori, es decir, que no depende de la afección de nuestra sensibilidad por ningún objeto externo? Según Kant, esto sólo es posible si se trata de una representación de la propia sensibilidad, es decir, de una autoafección de la sensibilidad, que, autoafectándose, conforma las condiciones espacio-temporales de acuerdo con las cuales ha de recibir toda otra afección de objetos externos. Ya en este punto se podría preguntar por qué la sensibilidad se autoafecta espacio- temporalmente y no puede no hacerlo. El que no pueda no hacerlo es indicador de un dato tan paradojal como relevante para nuestro análisis: la sensibilidad es respecto de sus propias representaciones activa y pasiva. Activa porque tiempo y espacio son representaciones suyas a priori que no dependen de los datos de los sentidos; y pasiva porque son representaciones que ella no puede no representar. En otros términos, a la sensibilidad le está dado el tener que representarse espacio y tiempo. Y como el tiempo es la forma intuitiva a priori de todos los fenómenos (y no sólo de los fenómenos externos, sino también de los propios estados de conciencia) podemos decir que la sensibilidad pre-supone en cualquier representación suya su propia representación intuitiva y a priori del tiempo. El tiempo no es, pues, estrictamente hablando, un producto de la sensibilidad, sino que para la sensibilidad es un dato tener que intuir a priori temporalmente sus objetos. Por lo cual cabe preguntarse si la sensibilidad no presupone un tiempo real dado que no puede sino intuir en cada una de sus representaciones. De este modo el tiempo sería a la vez ideal (un fenómeno) en cuanto nada sabemos de cómo sea el tiempo fuera de nuestra intuición a priori de él como condición formal de toda representación de objetos. Pero, a la par, el tiempo sería real en cuanto es un dato de la realidad que tengamos que presuponer que hay tiempo, porque la sensibilidad no puede no producir sus representaciones si no es en el tiempo. Éste es el punto de partida de mi interpretación de la estética.
En ella, como es sabido, Kant realiza las exposiciones metafísica y trascendental del tiempo. En la exposición trascendental se explica cómo una representación pura de la sensibilidad constituye un principio a partir del cual son posibles conocimientos sintéticos a priori, tantos como ofrece la teoría general del movimiento[5] (la mecánica). En otros términos, del hecho de que necesariamente intuimos el tiempo en una cierta forma, se derivan conocimientos necesarios y universales sobre los procesos temporales que no exigen una experiencia previa de las realidades empíricas a las cuales se aplican. La exposición trascendental en esencia afirma el carácter apodíctico y universal de la unidimensionalidad u homogeneidad lineal del tiempo: “diversos tiempos no son a la vez, sino unos tras otros”.[6] Sobre la base de esta apodicticidad, que no puede provenir de las sensaciones empíricas cambiantes, se fundan los principios sintéticos a priori que regulan las relaciones temporales entre todos los fenómenos que constituyen la experiencia científica. Aquí cabría preguntarse ¿de dónde le viene a la sensibilidad esta certeza apodíctica de la unidimensionalidad del tiempo? Una respuesta posible, que no responde demasiado, es: “porque la sensibilidad está constituida así”. Otra, aquella que prefiero, nos dice que la sensibilidad no puede estar constituida de otro modo porque ella en cada una de las percepciones de los fenómenos está referida a un tiempo unidimensional que regula el modo en que experimenta las relaciones temporales entre ellos. Veremos luego en detalle que esta interpretación se compatibiliza con la concepción kantiana de las analogías de la experiencia, pero digamos aquí a modo de adelanto que si la unidimensionalidad del tiempo fuese sólo resultante de la constitución subjetiva de un espíritu finito, entonces habría que concluir, por ejemplo, que el principio de conservación de la sustancia (diríamos hoy de la energía), que supone un tiempo infinito y unidimensional en el cual los fenómenos se transforman sucesivamente manteniéndose un quantum energético, no sería una constante del cosmos, sino tan sólo un modo en que el hombre intuye el cosmos. Ahora bien, el principio vale antes y después de la existencia humana, por lo que me resulta muy difícil explicarlo, si se supone que esa unidimensionalidad del tiempo que requiere como su condición de posibilidad no remite a una dimensión real (aunque inasible en sí) del fenómeno, sino tan sólo a la constitución de un espíritu finito.
En la exposición metafísica se despliegan una serie de conocidos argumentos destinados a probar por vía refutatoria los dos primeros el carácter a priori y los dos últimos el carácter intuitivo del tiempo. El primer argumento afirma que el tiempo no es un concepto empírico porque la simultaneidad o la sucesión no se extraen por abstracción de diversas percepciones de objetos empíricos, sino que estas percepciones las presuponen, es decir, ya siempre son simultáneas o sucesivas. El segundo demuestra el carácter a priori del tiempo afirmando que no es posible representarse objetos que no estén en el tiempo, pero sí un tiempo libre de objetos. No vamos a discutir aquí en detalle este argumento, que merecería múltiples objeciones[7], sin embargo tampoco podemos dejar de referirnos un poco más in extenso a él, puesto que, a primera vista, cuestiona nuestra hipótesis de la existencia de un tiempo real presupuesto por la intuición a priori del tiempo. En efecto, si la sensibilidad pudiese representarse un tiempo vacío, un tiempo en sí, independiente de cualquier experiencia de objetos en el tiempo, se podría colegir de ello que el tiempo mismo es un producto de la sensibilidad. No habría que presuponer, como lo hemos hecho más arriba, que haya un tiempo real, ajeno a toda intuición de objetos, pero que sólo es asido indirectamente por la sensibilidad a través de su intuición de relaciones de objetos en el tiempo, sino que este propio tiempo podría ser producido e intuido en sí mismo por la imaginación. Ahora bien, ¿de dónde saca Kant que se puede percibir el tiempo puro? Es imposible imaginarse un tiempo absolutamente vació en el que no ocurra nada, porque en tal caso no habría referencia para hablar de permanencia, simultaneidad o sucesión, que son las formas más generales del tiempo. Pero, además y por sobre todo, es imposible imaginarse un tiempo tan vacío en que ni siquiera se distinga en él el propio estado de conciencia del sujeto que está experimentando ese tiempo vacío. En efecto, toda experiencia del tiempo presupone por lo menos una autoexperiencia de la conciencia que experimenta su propio decurso en ese tiempo presuntamente vacío. Decimos “presuntamente”, porque un tiempo absolutamente vacío es un tiempo absolutamente homogéneo e indistinto, pero en cuanto suponemos que podemos imaginarlo de tal modo, introducimos el ahora en que lo estamos imaginando, y ese ahora sirve de punto de referencia distinto de todos los otros instantes vacíos. En conclusión, desde el punto de vista gnoseológico el tiempo, a pesar de ser a priori, de no ser sacado por abstracción de las diversas percepciones de objetos empíricos, como establece el primer argumento, nunca es experimentado por sí mismo (cosa que el propio Kant, como veremos en nuestro tratamiento de las analogías, una y otra vez repite[8]). Y, desde el punto de vista ontológico, tampoco puede ser concebido el tiempo como tiempo efectivo, si en él nada pasa, nada dura ni nada se transforma. En efecto, ¿qué sería un tiempo vacío, un tiempo en él que no se pudiesen establecer relaciones entre las cosas en función de la constitución de nuestra experiencia? Sería una especie de super-recipiente que subsiste siempre idéntico a sí mismo, pero con la peculiaridad de no contener nada dentro ni tampoco contornos que lo definan. Con lo cual ni siquiera podría decirse que es un recipiente. Sería la mera subsistencia de la nada. Hay, pues, que renunciar a esta idea de un tiempo percibido por sí mismo, e interpretar el argumento kantiano no en términos gnoseológicos ni ontológicos, sino fenomenológicos y afirmar que el tiempo, considerado independientemente de todas las transformaciones o movimientos a través de los cuales el sujeto intuye su pasar, no es más que la proyección y retro-yección de un horizonte temporal a partir del ahora en que la conciencia experimenta (no un tiempo vacío) sino a sí misma experimentando o intuyendo un objeto en el tiempo. Por lo tanto, ese tiempo sin objetos no puede mentar un tiempo vacío absolutamente homogéneo, sino que en él ya están introducidas las dimensiones de presente, pasado y futuro. Cómo conclusión de este segundo argumento habrá que hacer notar, pues, la incapacidad de la sensibilidad para producir o intuir el tiempo puro, absolutamente indiferenciado y lineal, y su necesidad de suponer que “hay tiempo” puesto que, como dijimos antes, el sujeto sólo puede percibir las relaciones entre los fenómenos como relaciones temporales, y, agregamos ahora, sólo puede ser autoconsciente de modo temporal. Hay, pues, aquí una especie de paradoja insoluble: no hay tiempo sin la intuición subjetiva de algo en el tiempo, a saber, las transformaciones fenoménicas o la transformación de los propios estados de conciencia siempre en relación con las transformaciones fenoménicas como su punto de referencia. Pero la intuición no produce esta transformación ni puede detenerla, por lo que ella remite a un tiempo real que la sobrepasa, pero que en sí mismo es inasible. El tercer argumento defiende el carácter intuitivo del tiempo y niega que éste sea un universal genérico. Se basa en el hecho de que no extraemos el concepto del tiempo reuniendo en un concepto genérico las notas comunes de diferentes tiempos, sino que los diferentes tiempos constituyen lapsos sucesivos dentro de un mismo tiempo. El tiempo constituye, por tanto, un objeto único y “la representación que no puede ser dada más que por un objeto único, es intuición.”[9]. El cuarto argumento, que también defiende el carácter intuitivo del tiempo en tanto objeto único, afirma que nuestra representación originaria del tiempo es ilimitada, es decir, infinita, y “la infinitud del tiempo no significa otra cosa que toda magnitud determinada del tiempo es sólo posible mediante limitaciones de un tiempo único fundamental”[10]. Por tanto, el tiempo fundamental, del cual las distintas magnitudes temporales representan lapsos limitados, no puede ser un concepto, sino el objeto único de una intuición inmediata. En efecto, aun cuando un concepto genérico es una representación que está contenida en una multitud potencialmente infinita de representaciones particulares, como rasgo común presente en todas ellas, sin embargo ningún concepto contiene una multitud infinita de representaciones. Pero el tiempo contiene infinitos lapsos temporales como lapsos suyos, lapsos de un único tiempo, por lo tanto, el tiempo no puede ser un concepto, sino una intuición a priori. Ahora bien, ¿cómo puede ser intuible una magnitud infinita? Ciertamente esta pregunta, como señala Torreti,[11] sólo puede ser respondida si se supone la conciencia de poder hacer progresar ilimitadamente la intuición. El tiempo sería, pues, objeto de una intuición que se sabe capaz de extenderse ilimitadamente hacia atrás y hacia adelante, prosiguiendo constantemente una síntesis por definición inacabable. Sin embargo esta solución deja pendiente un problema que, a mi modo de ver, no se resuelve sin suponer una cierta dimensión de realidad del tiempo. El problema es éste: ¿cómo puede denominarse intuición de un objeto a la conciencia de una posibilidad? O, mejor aún, a la conciencia de una imposibilidad, porque no podemos suponer que nuestra intuición no pueda extenderse ilimitadamente. Si tenemos la conciencia de tener que extender ilimitadamente nuestra intuición del tiempo, ello se debe a que presuponemos que el tiempo mismo es una magnitud ilimitada. Ahora bien, esta presuposición no resulta de un conocimiento directo del tiempo, sino de nuestra experiencia de la constante transformación de los objetos.
En conclusión, el análisis crítico de las exposiciones metafísica y trascendental abre a la interpretación reflexiva del pensamiento kantiano la posibilidad de pensar como convergentes el carácter de intuición formal a priori del tiempo y un tiempo real (el tiempo cósmico) no reductible a una intuición del sujeto finito, pero que hace no sólo posible, sino necesaria esta intuición de acuerdo con sus peculiares características de infinitud, linealidad y unidimensionalidad u homogeneidad. Ciertamente Kant no afirma esta realidad del tiempo, muy por el contrario, explícitamente niega que el tiempo “exista por sí o convenga a las cosas cómo determinación objetiva”[12], ni tampoco se refiere a una vivencia del tiempo en sí. Sin embargo, es posible pensar que este tiempo cósmico está presupuesto, pero lo está como forma de la intuición y no como realidad nouménica. Y, a mi modo de ver, es necesario pensarlo así para explicar el hecho de que la sensibilidad necesariamente sea temporal y de que la intuición del tiempo tenga a priori necesariamente la forma que ella tiene. Ahora bien, en tanto pre-supuesto el tiempo es a priori respecto de los objetos de la experiencia, pero en tanto no tenemos una vivencia de él (para usar la expresión de Ricoeur, en tanto resulta invisible), sólo es captable en función de los movimientos o transformaciones de los objetos, es decir, sólo está dado en nuestra efectiva intuición de objetos. Y si hacemos abstracción de nuestra intuición subjetiva, el tiempo en sí mismo no es nada.[13] Por ello dijimos que este tiempo real o cósmico está presupuesto como forma de la intuición y no como realidad nouménica. Por ello también soy de la misma opinión que Ricoeur, cuando afirma que el acento principal de la exposición metafísica “está puesto en el carácter de presuposición de toda aseveración sobre tiempo”, pero inmediatamente agrega que “este carácter es inseparable del estatuto relacional y puramente formal del tiempo”.[14] Realidad presupuesta e idealidad intuitiva del tiempo son así convergentes y no contradictorias.
Ahora bien, como se dijo en la introducción, en Kant no sólo conviven la idealidad y la realidad del tiempo, sino que este tiempo invisible, presupuesto como forma a priori de la intuición de todo fenómeno en general, esconde u oculta una fenomenología en ciernes del tiempo como tiempo de la conciencia. Dicho de otro modo, el tiempo, que en principio parecería ser tan sólo una forma a priori de la intuición de los objetos de la experiencia y que sería caracterizable por su homogeneidad de instantes cualesquiera y por su linealidad unidimensional, oculta, como punto de partida de la constitución de la propia intuición temporal objetiva, una autorreferencia subjetiva de la conciencia a su propio decurso y, por tanto, un ahora o presente diferenciado con sus respectivos horizontes de pasado y futuro. Para decirlo concretamente (aun cuando esto pueda parecer una provocación para las interpretaciones más tradicionales): la intuición del tiempo como forma a priori de la experiencia de objetos es ya una temporalización de un tiempo cósmico que hay que presuponer, aunque en sí mismo sea inexperimentable, y esa temporalización tiene como punto de partida oculto una experiencia del decurso temporal no como forma de percibir los objetos empíricos, sino como forma del propio decurso de la conciencia. El tiempo no sería sólo intuido a través de los objetos de la experiencia, sino, primeramente en la conciencia del fluir de la propia conciencia. Y como esa conciencia es o existe “ahora”, la temporalización del tiempo como una secuencia de instantes cualesquiera unidimensionales implicaría un presente y sus respectivos horizontes temporales. ¿Hasta qué punto la estética nos ofrece un pie para esta suposición?
En primer lugar es necesario presuponer la idea del tiempo como una proyección extática de un horizonte temporal tanto de futuro como de pasado para poder “compensar el carácter fragmentario de toda experiencia del tiempo”[15]. En efecto, la representación de la sensibilidad de un tiempo homogéneo como forma que acompaña la intuición de todos los objetos implica la idea de la continuidad del tiempo. Pero nuestra intuición de objetos jamás puede darnos la idea de un tiempo continuo, porque se trata siempre de una experiencia fragmentada, que se desarrolla paso a paso y que supone y no fundamenta la continuidad del tiempo. Así, el progreso científico, es decir, el progreso en la intuición objetiva, no es lo que nos brinda la continuidad del tiempo, justamente porque el progreso es discontinuo, supone rupturas, avance fragmento por fragmento, sin tener nunca su objeto integralmente ante la mirada determinativa, sino que él supone esa continuidad. Esta continuidad supuesta por nuestra intuición temporal de los objetos no puede consistir, pues, sino en la proyección de un horizonte temporal que, en tanto horizonte, sólo puede ser constituido a partir de un ahora extraído no de los momentos cualesquiera del tiempo como forma pura de la intuición, sino de la autorreferencia de la conciencia a su propio presente. Esta idea de horizonte, que implica la tridimensionalidad del tiempo, subyace oculta tanto al primer argumento de la estética, que quiere que la idea del tiempo esté supuesta por cualquier experiencia de las relaciones de los objetos en el tiempo, cuanto, como lo adelantamos más arriba, al segundo argumento, que cree posible la experiencia de un tiempo vaciado de todo contenido objetivo. Incluso en el caso del tercer argumento que afirma que el tiempo es un singular único y que sólo se pueden distinguir partes y no especies suyas pareciera estar guiada por la idea de horizonte[16]. Pero es el cuarto argumento, el que considera al tiempo como una magnitud infinita dada, el que más aboga a favor de la tesis de Ricoeur, que personalmente comparto, de una fenomenología oculta en la idea del tiempo como una forma pura unidimensional y trascendental de la intuición. En efecto, ¿cómo es posible limitar partes de un tiempo infinito e indefinido, si no es a partir del ahora en que somos conscientes de nuestra intuición y, de ese modo, introducimos una diferenciación y dimensiones en la sucesión de los instantes iguales? Así como el tercer argumento, que nos hablaba de un tiempo único y total que engloba todas sus partes (y que nunca está dado en la intuición de objetos), supone la idea fenomenológica de horizonte, así también el cuarto que nos habla de las partes del tiempo como limitaciones de una magnitud infinita dada supone el ahora fenomenológico a partir del cual se establecen los límites. En efecto, aun cuando renunciemos a equiparar el desde dónde de la representación limitativa al presente viviente husserliano, “no podemos sino interrogarnos sobre el estatuto de la representación por medio de la cual esta limitación es captada”.[17] Si tenemos en cuenta la dimensión fenomenológica oculta en los argumentos de la estética, tenemos que coincidir con Ricoeur cuando afirma que la demostración de la idealidad del tiempo supone una fenomenología implícita en la experiencia del fenómeno[18]. Pero tenemos que ser más radicales que el propio Ricoeur y coincidir con Heidegger cuando afirma que “el tiempo, como afección pura de sí mismo, no se presenta «junto» a la apercepción pura «en el espíritu»”,[19] sino que “el sí-mismo finito y puro tiene en sí un carácter temporal”[20].
Pero si en esto concuerdo con Heidegger, disiento en un todo con él cuando, negando una de las dos aristas de la primera aporía de la temporalidad y reduciendo el tiempo cósmico a la temporalización del tiempo por el sí mismo, afirma: “el yo no puede ser concebido como temporal, es decir, como intratemporacial, precisamente porque el sí mismo es originariamente, conforme a su esencia íntima, el tiempo mismo.”[21] Afirmar que la concepción del tiempo como forma a priori de la intuición implica una fenomenología del tiempo como autoexperiencia de la conciencia de su propio decurso no significa suprimir el estrato profundo del tiempo cósmico y sostener a secas que “el sí mismo es el tiempo mismo”. Es cierto que la intuición de los objetos en el tiempo supone, como punto de partida de la constitución de un horizonte temporal continuo, el “ahora que”, en el cual los fenómenos son intuidos por un existente que trata con ellos, y, en tanto tal, supone el tiempo de la conciencia o tiempo fenomenológico, es decir, un ahora diferente de los momentos cualesquiera, dado por el instante de la autoconciencia en la intuición del objeto. Pero no es por ello menos cierto que el hecho de que de modo necesario tengamos que intuir los objetos temporalmente y constituir un horizonte temporal ilimitado y lineal a partir del ahora de la autocociencia se debe a la constante transformación efectiva del universo y presupone un tiempo cósmico o real. Pero lo presupone como forma de la intuición y no como objeto. Dicho en términos inevitablemente técnicos: toda temporalización del tiempo, incluso la kantiana, para la cual el tiempo equivale a una sucesión homogénea de instantes cualesquiera como forma a priori de la intuición del objeto, implica la autoexperiencia temporal del sí mismo, y, por ende, las dimensiones diferenciadas de presente, pasado y futuro; pero la temporalización no es el “tiempo mismo”, sino el modo en que intuimos o recibimos un hecho que se nos impone, a saber, el proceso de transformación del universo, cuya manifestación por excelencia es el movimiento astral. Este proceso efectivo de transformación constituye la condición última de la intuición temporal de los objetos y da testimonio del tiempo como distinto de la temporalización, como residuo invisible del proceso de transformación y no eliminable a través de idealización alguna, pues ninguna idealización puede ni poner en movimiento ni detener el proceso, a lo sumo con-figura el modo en que lo recibimos. Este tiempo efectivo (correlato noemático de la temporalización) que la intuición no produce, sino que padece y que se ve limitada a experimentar, no es, repetimos, asible en sí mismo, pues, inevitablemente, en cuanto tomamos conciencia de él lo constituimos en un ahora de la conciencia, en tiempo temporalizado y, por tanto, lo remitimos a las dimensiones de presente, pasado y futuro, que son tales respecto de una conciencia. Pero este tiempo está ahí, le pasa a la propia intuición del espíritu finito, al punto que es finito, que muere y que deja de intuir; y pasa independientemente de toda intuición de un espíritu finito, a menos que, asumiendo un idealismo principista, neguemos el proceso de transformación universal del que nos hablan las ciencias y que precede a la emergencia del hombre en el cosmos; a menos que neguemos que vamos envejeciendo, que, con independencia de nuestra intuición, nuestras células se oxidan. Sobre esta irreductibilidad del tiempo a un producto subjetivo, a la temporalización, da testimonio, por sobre todo, la concepción del tiempo en la analítica trascendental, particularmente en las analogías de la experiencia. En ella conviven por antonomasia sintetizadas las dos aristas de la primera aporía.