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Introducción El problema
ОглавлениеEl objeto de este libro es el tiempo. En términos muy generales él –quizá en un exceso de audacia– se propone, sobre la base del análisis de las reflexiones que los principales filósofos contemporáneos han tenido acerca del tema, ofrecer, en el mejor de los casos, una respuesta tentativa a la pregunta “¿qué es el tiempo?” o, en el (no sé si llamar) peor, elucidar por qué la pregunta no admite respuesta. Tal pregunta por el tiempo abre, a mi modo de ver, una cuestión aún no agotada y, seguramente, inagotable. La conocida y profusamente citada sentencia agustiniana del libro XI de las Confesiones, en la que el Santo de Hipona declara que, si nadie se lo pregunta, sabe perfectamente lo que es el tiempo, pero que, si alguien se lo preguntase y él lo quisiese explicar, no sabría decir lo qué es, parece hoy día seguir estando vigente. En efecto, a pesar de la ausencia de una definición clara, extendida y, valga la redundancia, definitiva, o, en todo caso, de una aceptación igualmente clara, unívoca y lúcida del por qué de la indefinibilidad del tiempo, científicos naturales, filósofos, psicólogos, sociólogos y teólogos hacen uso constantemente de este concepto sin explicitarlo, como si el tiempo fuera comprensible de suyo o como si hubiera una comprensión de él ya dada de una vez y para siempre y por todos compartida. Pero el caso es que la comprensión del tiempo propia del experto en una disciplina es las más de las veces substancialmente diferente de la comprensión del tiempo en otra u otras disciplinas e, incluso, de la comprensión vivida del tiempo que ese mismo experto tiene en su vida cotidiana. Ello precisamente da testimonio de la necesidad (que ciertamente no es nueva pero sí actual) de una reflexión integral acerca de los fundamentos de las distintas comprensiones del tiempo, de sus relaciones mutuas y de su posible sentido común. En términos de la sentencia agustiniana, da testimonio de la necesidad de gestar herramientas conceptuales que nos ayuden a explicar en cada caso a quién nos lo pregunte a qué nos referimos cuando hablamos de tiempo. En el marco de esta necesidad se inscribe la presente obra. Ella, por supuesto, y dada la inagotabilidad propia del tema, no está sola. El carácter actual de la necesidad de revisar la cuestión del tiempo puede leerse en la multiplicidad de estudios recientes dedicados a ella, por ejemplo, los de Achtner,[1] Baumgartner,[2] Blumenberg,[3] Bensussan,[4] Cramer,[5] Davies,[6] Gimmler,[7] Jackelén,[8] Mainzer,[9] Orth,[10] Sandbothe,[11] Schnell,[12] Theunissen,[13] Weiss,[14] Zimmerli,[15] entre muchos otros. Pero, ante todo, puede leerse en la intención filosófica común que anima substancialmente a estos trabajos, a saber, plantearse la cuestión radical del alcance de sentido y de la posible fuente común de las concepciones del tiempo que sirven de guía para la comprensión del fenómeno en los distintos ámbitos disciplinarios.
Este libro responde a esa misma intención filosófica y la despliega en el contexto acotado de la relación entre las dos formas fundamentales en las que se inscriben las distintas experiencias posibles del tiempo, a saber, la de un orden o magnitud objetiva a la que están sometidas todas las cosas del universo, esto es, el tiempo cósmico, y la de la duración o distensión subjetiva de la propia conciencia, esto es, el tiempo vivido. Para que se pueda por lo menos plantear correcta e integralmente la pregunta por el tiempo es preciso no limitarse a ninguna de las dos perspectivas, ni a la científico-cosmológica que se ocupa del tiempo físico, ni a la filosófico-fenomenológica que indaga los fundamentos de la experiencia estrictamente humana del tiempo, sino que es preciso ser más radical y esclarecer las experiencias a través de las cuales ambas formas del tiempo son tematizadas como condición para elucidar la relación existente entre ellas, lo que, como veremos en el capítulo final, no puede hacerse sin incluir en el debate la cuestión del sentido religioso del tiempo.
El marco en el que se inscribe nuestra pregunta por el tiempo es, pues, precisamente el de la aporía de la irreductibilidad, pero, a la vez, de la ocultación mutua de la perspectiva puramente filosófica del tiempo vivido y de la puramente científica del tiempo cósmico. La aporía consiste, más precisamente, en que el análisis de la estructura formal del fluir del tiempo estrictamente humano se añade legítimamente a la concepción cosmológica, pero sin poder eliminarla y sin que ninguna de las dos por separado ofrezca una respuesta suficiente a la pregunta ¿qué es el tiempo? La aporía no es nueva. Se halla latente en el carácter incompleto de las dos comprensiones paradigmáticas que originaron y signaron la entera reflexión de la filosofía occidental sobre el tema: la de Aristóteles y la de Agustín. Así la conocida definición aristotélica del tiempo –“Pues esto es el tiempo: el número del movimiento según el antes y el después” (Física 219 b2)[16]– deja en claro que el tiempo no es meramente una condición “subjetiva” del alma, sino una característica “objetiva” del movimiento o cambio de todo lo que es, puesto que siempre percibimos juntos el movimiento y el tiempo. “De manera que cuando parece que ha transcurrido cierto tiempo, simultáneamente parece que se ha producido también un movimiento” (219 a 3-7). Si no podemos percibir el tiempo sin percibir a la vez algún tipo de movimiento, ello no se debe a una insuficiencia de nuestro espíritu, sino a que a la existencia misma del tiempo no puede prescindir del movimiento. El tiempo es, para Aristóteles, algo del movimiento, a saber, el antes y el después en el movimiento mismo: es la sucesión del movimiento la que da origen al tiempo. Y dicha sucesión, que no es otra cosa que el antes y el después de los distintos estados de lo que es, está en el mundo mismo antes de estar en el alma. El alma ciertamente los numera distinguiendo y de-terminando en la continuidad del movimiento dos momentos o instantes cualesquiera y midiendo el intervalo entre ellos sobre la base de una unidad fija. Pero para Aristóteles esta actividad del alma que percibe los instantes diferentes se funda en el antes y el después del movimiento mismo. Sin embargo aquí surge una cuestión ciertamente incómoda, a saber, ¿no es imprescindible un alma o una conciencia para poder discriminar y contar los instantes? O, mejor aún, ¿no es imprescindible una conciencia que pueda percibir el paso del antes al después?, pues pareciera que el tiempo no es el antes y el después estáticos, ni su mera medida, sino propiamente el paso del antes al después, lo cual no puede ser concebido sin una conciencia. Es precisamente el dinamismo del movimiento, el dinamismo de la Physis, el que no elimina, sino que, por el contrario, preserva la dimensión humana del tiempo. Su estatus resulta, así, inestable y ambiguo, pues, como señala Ricœur, se halla “preso entre el movimiento del que es un aspecto y el alma que lo discrimina”[17]. La definición aristotélica no logra extraer la experiencia subjetiva o anímica de la distensión del tiempo de la extensión del tiempo físico. Ello se debe, fundamentalmente, a que la definición se remite a la noción de instante y la distensión supone el presente, nociones estas esencialmente diferentes. En efecto, el instante aristotélico, que puede ser cualquiera y que resulta de un corte arbitrario y abstracto en la continuidad del movimiento, no puede dar cuenta del presente concreto del alma, desde el cual ésta experimenta la distensión del tiempo hacia el pasado y el futuro. Tales cortes, por los que el espíritu abstrae dos instantes, son suficientes para medir el movimiento y determinar un antes y un después en función de la naturaleza del movimiento mismo, que va de su causa a su efecto. En otros términos, alcanzan para decir que el estado A del mundo precede al B o que el B sucede al A, pero no son suficientes para afirmar que A es pasado de B y B futuro de A, pues para ello hace falta un presente introducido por el alma. Sucesión no es lo mismo que transcurso o paso.
Pero si bien es cierto que la definición aristotélica no pudo reducir el tiempo a la pura extensión cósmica del movimiento, no es menos cierto que su pendant agustiniano tampoco pudo restringirlo a la mera distensión anímica del sujeto. El fracaso de la concepción del tiempo de Agustín como distentio animi radica precisamente en que no pareciera ser posible engendrar la imperiosa extensión del tiempo, que todo lo envuelve y que todo lo domina, única y exclusivamente a partir de la distensión del espíritu. Es cierto que la medida es una propiedad auténtica del tiempo y que sin alma sería imposible medirlo, pero lo medido no está en el alma, sino en el movimiento. La prueba más clara de ello es que la extensión de los intervalos de tiempo, por ejemplo el año solar, no está fijada por el alma independientemente de lo medido, sino por los movimientos mismos, en el ejemplo anterior por el movimiento de traslación de la tierra alrededor del sol. De allí que, cuando la ciencia logró corregir la medición del año, la duración de éste se modificó, independientemente de la conciencia que antes teníamos del año. Por eso mismo un año no seguiría siendo un año, ni un día un día, si no fuesen medidos por los movimientos de la tierra. Es cierto también que el tiempo no es el movimiento sin más y que el mero cortar dos instantes en el continuo y determinar el lugar del que parte y el lugar al que llega el móvil no es suficiente para responder la cuestión de “cuánto tiempo” efectivamente ha pasado. Pero no lo es menos que sin ningún movimiento el tiempo es inconcebible. El tiempo no es el movimiento, sino su medida, que presupone la experiencia del movimiento. Pero la experiencia del movimiento, presupone a su vez el movimiento. Negar con razón que el tiempo sea el movimiento, pero sin considerar que lo presupone, lleva a Agustín a lo que Ricœur con igual razón considera una “apuesta imposible”: la de encontrar en la espera y en el recuerdo el principio de la propia medida del tiempo. Así el tiempo se acorta, cuando lo esperado se acerca y se alarga cuando las cosas rememoradas se alejan. El problema que surge aquí es cómo saca el espíritu desde sí mismo la unidad fija que permite comparar entre sí duraciones variables.[18] Si afirmo, como lo hace Agustín (Confesiones XI, 27, 35), que es la afección que las cosas al pasar marcan en el alma y no las cosas mismas lo que permanece allí fijo y en función de lo cual mido el alejarse o acercarse de los recuerdos o las esperas, se plantea la cuestión de cómo tengo acceso directo a estas afecciones supuestamente permanentes y cómo ellas podrían dar una medida fija y regular de comparación que pueda dar cuenta de la extensión de la duración del movimiento regular de los astros. Así como Aristóteles no puede sacar la distensión del espíritu, que es propia de la experiencia del tiempo, del movimiento y su extensión, tampoco Agustín puede derivar de la distensión del espíritu el principio ni la extensión de la medida que es igualmente propia del tiempo. La aporía, ya desde el inicio mismo de la reflexión de la filosofía occidental sobre el tema, se muestra en toda su agudeza. Ella representa el desafío que aquí habremos de asumir.
Mas asumir este desafío implica, en nuestro caso, preguntarse en qué medida la reformulación crítica, por un lado, de las concepciones paradigmáticas del tiempo vivido agustiniano (básicamente las de Bergson y la de los dos ejemplos canónicos que ofrece la fenomenología contemporánea: los de Husserl y Heidegger) y, por otro, de la concepción cronológica del tiempo cósmico aristotélico (básicamente la científica newtoniana) puede, si no resolver, al menos hacer trabajar o refigurar la aporía de la irreductibilidad de las dos formas fundamentales del tiempo. Por su parte, tal reformulación crítica de la comprensión de estas formas fundamentales y de su posible interrelación implica una pregunta aún más profunda, a saber, ¿cómo puede el tiempo ser uno y, a su vez, asumir dos modalidades tan diferentes que no logran reducirse ni explicarse una por la otra? De este modo el planteo de la pregunta por el tiempo en el marco de la aporía de la ocultación mutua de los dos modos esenciales del fenómeno conduce al pensamiento a una aporía aún más severa: la de la unidad del tiempo. En efecto, la pregunta ¿qué es el tiempo? es inseparable de la siguiente pregunta: ¿hay un tiempo o hay muchos tiempos? ¿Puede y, si puede, cómo puede ser el tiempo un “singular colectivo”? Estas preguntas y las aporías en las que ellas se insertan constituyen el problema que ocupa al presente estudio y la cuestión que motiva y articula las reflexiones que lo componen.