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NO-TIEMPO

Oscuridad. Oscuridad absoluta. El tiempo está parado. Cierro la puerta del bufete. El último en salir, como ocurre a menudo.

Tampoco el ascensor, tampoco esta vez. Me deslizo con decisión por una angosta y polvorienta escalera de cemento. De esas que conducen, normalmente, a los aparcamientos subterráneos, con las franjas rojas y blancas en los bordes, las colillas apagadas y el típico olor de humedad y ambiente cerrado.

Después del último tramo de escaleras paso una puerta de hierro abierta, con la barra antipánico. La zona de aparcamiento está semivacía, despejada. Un tubo fluorescente, medio averiado, ilumina malamente algunos de sus rincones creando amplias zonas de penumbra entre las columnas y las bandas amarillas del pavimento.

Las rampas están desportilladas y marcadas por maniobras torpes. Hay aparcados dos coches.

Voy hacia el mío, enseguida, al doblar la esquina, descubro una figura inmóvil, a unos metros. Me quedo helado.

Una mujer alta. Abrigo largo, oscuro y un sombrero de ala ancha. Cabellos largos y claros.

La reconozco aunque me de casi la espalda. Nos hemos visto un poco antes, en el bufete. Luego se marchó, unos minutos antes que yo.

Está inmóvil. Con los brazos estirados empuña, con las dos manos, una pistola cromada que apunta con firmeza, con seguridad, delante de ella.

La observo y mientras tanto observo todo lo que hay a mi alrededor, como si sólo estuviese corriendo mi tiempo mientras que el resto es una imagen congelada.

Doy otro paso, en silencio. Ahora veo mejor.

El arma que la mujer estrecha con las dos manos está apuntando a alguien, todavía no visible, enfrente de ella.

Con esfuerzo distingo su aspecto: una figura femenina con abrigo oscuro y sombrero. Cabellos largos y claros.

¡Son idénticas!

También ella aferra una pistola que apunta hacia su gemela. Pero lo hace con una sola mano y tiene el cuerpo de perfil con respecto a su objetivo, como en un duelo de otra época.

La cabeza girada, alineada con el hombro derecho y el brazo levantado. Puedo intuir que observa la mira, como hace un tirador de precisión que mira una diana en el polígono de tiro.

Tres puntos alineados: ojo, mira, objetivo.

Dos mujeres armadas, totalmente inmóviles.

Realmente, es obvio, una se defiende de la otra.

Una asesina, una víctima, y luego yo: el elemento inesperado, la variable imprevista, una complicación o una suerte inesperada. Todo depende de lo que suceda de ahora en adelante.

De lo que podré hacer y si podré hacerlo.

De cómo me moveré y si lo haré.

Puedo permanecer petrificado por el miedo o inmóvil, por decisión propia. Puedo gritar, es mi instinto natural, o tirarme al suelo, o huir intentando protegerme, o dar un paso hacia ellas, o retroceder.

Puedo hacer cualquier cosa, o no hacer nada, y puede que cambie todo: la vida, o también la muerte.

Una cosa es segura, de todas formas. Una de aquellas mujeres no está sólo defendiendo su vida: también está defendiendo la mía.

Si la asesina prevalece sobre su objetivo, luego me matará también: soy un testigo.

Puedo esperar, y desear que ocurra lo contrario. O puedo actuar

¿Pero cómo?

Nadie podría imaginarse tener que decidir algo tan importante en unos pocos minutos. Y en cambio, puede suceder.

Ni siquiera yo hubiera podido imaginar hallarme en una situación parecida.

Nunca habría pensado poder ser juez, o árbitro, o un factor determinante en la vida de otras personas. Las mismas personas que, paradójicamente, eran jueces y árbitros de la mía.

Y tener que decidir en una situación de no-tiempo qué hacer. O no hacer, sabiendo que podría ser la diferencia entre vivir y morir.

El tiempo no es siempre igual.

Hay años que duran un momento, e instantes que no parecen eternos: lo son realmente. Esto es el no-tiempo.

Al lado de mí, sobre una repisa de la pared, una forma voluminosa de metal, quizás un tornillo de banco de carpintero1, olvidado quién sabe por quién. Me había dado cuenta de su presencia por un reflejo, poco antes de pararme.

Lo cojo mecánicamente, sin pensar. Pesa por lo menos un par de kilos. Está frío.

El instinto es el espacio de un instante que no existe.

No-tiempo.

***

A muchas personas les ha ocurrido, por ejemplo después de un accidente, no tener ningún recuerdo consciente de lo que había sucedido. Para más tarde, en cambio, descubrir que habían conseguido girar, frenar y alargar al mismo tiempo un brazo protegiendo a alguien. A menudo movimientos eficaces, corrientes. Quizás la mejor decisión que se podía tomar dada la coyuntura.

A pesar de que, mientras revisaban lo acaecido, no había habido interrupciones, o pausas, en la secuencia de los hechos: algo inesperado o imprevisto había ocurrido y habían actuado en consecuencia.

¿Pero en qué momento han decidido cómo actuar? ¿Cuándo, en qué momento han podido reflexionar sobre las acciones que después han puesto en práctica? ¿Cuándo, en qué momento han llevado a cabo el proceso de preguntarse lo mejor que podían hacer, o no hacer, entre todas las posibilidades, incluso seleccionándolas o descartando alguna por medio de los efectos colaterales que podrían producirse?

La respuesta sería: jamás, porque no tuvieron, materialmente, tiempo.

Y sin embargo existe una incongruencia porque, de hecho, han escogido y luego han realizado gestos calculados y razonados. Ni casuales ni confusos.

¿Cómo se explica, entonces?

«He actuado por instinto» dirán.

Pero lo que ellos llaman instinto ha ocupado la razón por un lapso de tiempo que no ha existido jamás.

El no-tiempo.

Que, sin embargo, ha existido, a pesar de no poder ser medido según nuestras convenciones. Quizás se pueda definir como tiempo expandido. O incluso tiempo eterno: ya que no es mensurable su valor esencial, saltan todos los parámetros que el ser humano ha fijado para medir el tiempo.

De estas cosas ya había oído hablar. Sí. Con respecto a la velocidad de la luz. Si pudiésemos viajar a esa velocidad podríamos ver detrás de los ángulos.

Algo había oído, en cierto sentido, también con respecto a Maradona.

Maradona era un campeón porque era más veloz, más rápido decidiendo. Sólo unas pocas milésimas de segundo, quizás, pero suficientes para ser imprevisible: cuando los adversarios entendían lo que pasaban era demasiado tarde. Pensamiento y acción, transmisión neuronal, cálculo dinámico: lo que el resto del mundo llama talento. Algunos, en cambio, usaban el término barrilete cósmico.2

No obstante, la magia de Maradona se cumplía, a los ojos de la gente, cuando el balón entraba en la red. En realidad, la magia ya había sucedido cuando el balón de cuero perdía el contacto físico con su pie. En ese momento todo ya había ocurrido, pero todavía no se había materializado el resultado.

De hecho, desde ese momento en adelante nadie hubiera podido parar los acontecimientos. Sólo asistir y, según a qué grupo de fanáticos se perteneciese, esperar.

Pero una persona, sólo una en el Universo, sabía, sentía, que el balón acabaría justo allí, donde él había decidido que tenía que acabar, en el instante que había imaginado, valorando en proyección las posiciones, las distancias, la velocidad y los movimientos del adversario, los compañeros de equipo, el portero, la posición espacial de la portería, y todas las otras variables que existían. En una combinación dinámica entre ellas.

Maradona lo sentía, a pesar de que ni siquiera él lo creía en el fondo. De hecho, se regocijaba sólo cuando el balón entraba en la red. Y se le hubiésemos preguntado cuándo había hecho todos esos complejos razonamientos que lo habían llevado a una secuencia impresionante de decisiones, realmente habría respondido que lo había hecho por instinto.

Sea de la forma que sea, cuando el balón abandona el empeine de la bota de fútbol ha comenzado el momento en el que no se puede volver atrás: la gloria o la consternación eterna, para Maradona.

Ese fragmento de tiempo, justo ese, que sea eterno o no, a muchos se lo parece. Ese momento en que todo se ha cumplido y después del cual a los acontecimientos sucesivos sólo se puede asistir, no se puede medir con ningún reloj del mundo.

***

Un gesto imprevisto, veloz y decidido. Alargo la mano, cierro los dedos empuñando con firmeza el metal y comienzo a moverlo en círculos con amplios movimientos del brazo, ayudado por el rápido giro del hombro.

Como en el tenis cuando se inicia el servicio.

El pesado objeto metálico, en efecto, comienza a coger velocidad en el mismo momento en que mi manera de moverme, como había imaginado, atrae la atención de las dos mujeres por un brevísimo e infinitesimal instante.

Percibo su atención, pero sólo pueden dedicarme una parte marginal de su mente y de sus sentidos, en la situación en que se encuentran. Separar la mirada del adversario puede ser fatal, y ninguna de las dos lo haría jamás. Por esto se habían quedado inmóviles al verme llegar.

Pero a pesar de su frialdad o de lo concentradas que puedan estar, a pesar de toda la adrenalina que puedan tener en el cuerpo, el instinto les deberá llevar, por fuerza, a dedicarme por lo menos el tiempo suficiente para comprender lo que está sucediendo. Su razón, a pesar de no quererlo, debe tener en consideración ese movimiento, ese zumbido inesperado, proveniente del ángulo más oscuro de todo el aparcamiento, que significa que me he movido.

He oído que, por término medio, los tenistas no profesionales consiguen poner la pelota a una velocidad de más de 180 km/h, en el momento de golpearla.

Yo mido, más o menos, un metro ochenta, y peso unos 78 kilos, y he jugado al tenis.

Pero sobre todo era capaz de lanzar una piedra por lo menos a una distancia un tercio más lejana que el resto de mis amigos, cuando éramos unos niños. Me defendía bastante bien. Y tenía una puntería infalible.

Son esos extraños talentos que cada uno tiene consigo. Cosas que no sirven para nada a menudo. Cosas que te son innatas y no sabes por qué.

Las dos mujeres, por lo tanto, han tenido que volver parte de su atención hacia mí. Ambas, en su mente, están estudiando ese movimiento imprevisto. Su instinto está intentando comprender qué hace con exactitud aquella sombra. A qué se debe aquel movimiento repentino que, a pesar de ello, han advertido.

En ese mismo espacio temporal necesario para plantearse la cuestión el giro del brazo llega a su fin.

Ahora mis dedos, según una orden precisa del cerebro, sueltan el frío trozo de metal, que se mueve hacia su objetivo a una velocidad impresionante, lanzado con todas mis fuerzas después de haberlo cargado de inercia.

Si quisiese hacer una estimación, el objetivo hacia el cual he lanzado la pesada mordaza de carpintero, diría que está a unos 15 o 20 metros de mí.

Ese objeto, calculando por defecto a una velocidad de 160 kilómetros por hora en el momento en que mis dedos lo han lanzado, cubrirá el recorrido en unas pocas milésimas de segundo, además de ser prácticamente invisible, debido a la débil luz del aparcamiento.

Naturalmente, he escogido el objetivo.

Rápidamente, por instinto, ya lo he dicho. Pero, entre los instintos, el instinto primario humano, la supervivencia, es más veloz que los otros, y mi objetivo consigue percibir el peligro y adoptar una actitud defensiva: apartar el pecho para alejarse, o por lo menos esta es su idea.

El movimiento no ha sido suficiente.

El trozo de hierro, inexorablemente, alcanza e impacta violentamente en el cráneo, produciendo un macabro sonido.

La mujer que ha sido golpeada se desploma de golpe, cayendo al suelo como un títere, y la otra, fuera de tiro, comienza a volverse para mirar hacia mí.

Todo ha sucedido como debía. No se puede volver atrás y las consecuencias de mi acción son desconocidas. Quizás he salvado a la persona buena y a mí de un solo golpe.

Quizás.

Si, en cambio, he escogido mal mi objetivo, he quitado de en medio a la única persona que habría podido hacer algo por salvarme la vida. La mujer más cercana a mí, la que empuña la pistola con las dos manos, después de volverse, me matará.

Cómo decidí actuar, cómo he escogido, y cuándo lo decidí, todo esto, no sabría decirlo. “Actué por instinto.”

A continuación, un sobresalto. Todo está oscuro a mí alrededor. Ningún ruido.

Intentaba concentrarme, razonar. Estaba alucinado. El corazón me latía a lo loco y los músculos no respondían.

Intentaba moverme.

Después de haber abierto con dificultad un poco los ojos me di cuenta de que era de noche. Bien entrada la noche.

Intentaba, como siempre ocurría, calmar el nerviosismo. No pasa nada, me repetía, no pasa nada. Lo conseguimos: ha sucedido otra vez.

Ha sido un sueño.

Un sueño que conocía muy bien.

Es siempre igual y terminaba todas las veces así, porque me despertaba de repente.

Spaghetti Paradiso

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