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ATENCIÓN AL CLIENTE

Caminaba por una de las calles perpendiculares al mar; desde la acera en la que me encontraba no podía verlo todavía, pero sentía la presencia

Hasta una determinada hora de la tarde, más o menos las 17 horas, tras la comida, los negocios tenían todavía las cortinas bajadas.

La contra hora.

También en Bari, a un determinado momento del día se le llama así. Porque se pasa de las 12, número grande, a las 13, por lo general llamada la una. Recomienza el contador y, por lo tanto, contra hora. Después de comer, un intermedio tranquilo, con poco tráfico y una pausa para el café.

En los años setenta la contra hora era un rito social casi sagrado. Parecía que jugase el equipo nacional: todas las tardes. El desierto ciudadano, silencioso. Cristalizado, inmóvil, cerrado. Hoy es un poco distinto, ha habido una progresiva milanización8. Pero sigue siendo contra hora.

Con los ojos semicerrados, intentando fijar el momento. Era un hermoso cuadro, en el fondo, y una sensación placentera queda impresa en la memoria cada vez que se presenta la posibilidad.

La vida está hecha de instantáneas que van pasando una después de otra, con un ritmo preciso e imparable que cada uno de nosotros, de manera inconsciente, siente como el ritmo de la vida. Las instantáneas están tan juntas que no se pueden percibir singularmente. Al ser una secuencia muy rápida forman un flujo uniforme. Es lo que yo llamo el principio de los hermanos Lumiere, que no se si hacían cine o psicología.

Ya está.

Según lo veo esto es el flujo de la vida que discurre, como un foulard de seda, entre los dedos, y que, en su discurrir, te da una única sensación de la que te das cuenta cuando comienza o cuando termina.

De este ritmo el ser humano tiene un conocimiento inconsciente, y esto explica el placer de la música, un lenguaje universal que recorre, une y pone en evidencia algunas instantáneas de este flujo variable, convirtiéndolas en detectables. Se apodera de tu discurrir, lo convierte en perceptible, y te guía en las emociones.

Es lo que a menudo se define como visión de conjunto, entendiendo con esta expresión el considerar de manera dinámica muchos elementos relacionándolos entre ellos y por lo tanto aprovechando aspectos suplementarios de manera deductiva. Estos aspectos, si se valoran por separado, nunca habrían podido ser sugeridos o indicados por los mismos elementos.

Las instantáneas, la secuencia, el flujo.

El resultado de la correcta deducción proyectiva y prospectiva de estos aspectos, de estos fotogramas esparcidos que puestos juntos sugieren un movimiento, es esto lo que se define como amplitud de miras. A veces, en cambio, se trata de verdaderas y auténticas predicciones, ocultas para quien ven las cosas una a una, de manera singular.

Pero la visión de conjunto necesita de la ausencia de un elemento: la ignorancia. Cojamos por ejemplo el ajedrez: mientras que algunos sólo ven una pieza con forma de cilindro que se mueve de cuadro en cuadro, u otro con forma de torre que se mueve sólo en línea recta, quien conoce la dinámica del ajedrez comprende qué está ocurriendo realmente y tiene un conocimiento de lo que ocurrirá dentro de un número determinado de movimientos. Acerca de estos principios estaba totalmente de acuerdo con el abogado Spanna: Para combatir un fenómeno complejo, por otra parte, es necesario comprenderlo en sus rasgos generales. Más allá de la sintomatología, que constituyen los elementos criminales. Si sólo conoces algunos aspectos, de manera fragmentaria, conseguirá engañarte, aprovechando tu ignorancia. Este es el mecanismo taimado de la asociación de tipo mafioso. Y quien ha aprendido a reconocerlo y a desvelarlo, sabe también cuáles son sus puntos débiles. Esos puntos débiles que en realidad la mafia conoce bien e intenta ocultarlos, desviándote.

Reabrí los ojos y volví en mí. Con un sms dije a Cerrati que me encontraría con él en un bar cercano, a poca distancia del bufete.

Me moví con paso lento, pero decidido, mientras atravesaba la calle y entré en la cafetería desierta. El camarero de la barra no pareció darse cuenta a pesar de que estaba orientado hacia la puerta.

Podía intuir por el inconfundible tintineo que estaba poniendo en orden algunos vasos en aquella zona oscura habitualmente situada debajo de la barra donde se sirven las bebidas, una zona oculta a la vista de los clientes, desde la cual, como por arte de magia, aparece de todo, desde las rodajas de limón a los sobrecillos de edulcorante que en ciertos lugares te dan sólo si los pides (… no los pongo porque los roban las muchachas que están a dieta…).

Recorrí el pequeño tramo que unía la entrada con la barra llegando justo enfrente del camarero, el cual, semi levantado, continuó trabajando sin levantar la mirada aunque, ahora ya no había duda, me había visto entrar.

A decir verdad no me sorprendió. Era el procedimiento en algunos sitios. A menudo me había preguntado sobre los motivos de este comportamiento en algunos camareros que, en términos de lectura del lenguaje del cuerpo, podía ser definido como actitud defensiva.

Es verdad, existían miles de hipótesis plausibles para respaldar un comportamiento similar y también probabilidades estadísticas que lo justificaban: quien entra en un bar puede ser impulsado por intenciones agresivas o ser un criminal chalado, o también uno que te dice quiero algo de ti pero no tengo intención de pagar. O incluso un ladrón solitario.

Otra hipótesis, bastante remota pero posible, es que un determinado cliente, en casos similares y por motivos subconscientes, recuerde en el camarero de turno a alguien que lo ha agredido cuando era niño.

Sí, había unas cuantas posibilidades, y todas justificaban una sana desconfianza. Sin embargo, parecían verdaderamente remotas y altamente improbables.

Quizás sólo era la fatiga del cliente. Quién sabe.

Ahora, ya desde un montón de segundos a más o menos un metro de él, permanecí perfectamente inmóvil y en silencio, evitando con cuidado movimientos bruscos y estudiando atentamente sus reacciones. Más que un intento por consumir lo mío parecía haber asumido las características de un verdadero y auténtico duelo.

Sólo faltaba el barbero asomado, los vaqueros que salían fuera del saloon, las mujeres que ponían a los niños a salvo, y el cuadro hubiera sido perfecto. Debe ser por momentos como este que se define al que entra en un bar como avventore9: alguien que se arriesga, que es osado, que desafía al destino. Indiana Gin.

Pero, a pesar de la pausa enfática, nada ocurrió. Llegado a este punto, me armo de valor, soy el primero en extraer el arma y abro fuego.

« Buenos días».

El camarero para su movimiento de manos, para mí invisibles porque están metidas en el lugar misterioso mejor detallado anteriormente y, levantando los ojos vuelve su mirada a aquello que para muchos, en jerga, se llama cliente. Pensaba que iba a sacar el Winchester y me intimidaría a abandonar el condado, si quieres ver amanecer, extranjero.

Y en cambio continuó con los toqueteos, y dijo a su vez: «Buenos días»

Bueno, bien, en términos de diálogo osmótico todavía estaba lejos del auténtico concepto de comunicación pero era un principio. Yo, decidido a no dejar escapara la ocasión, lo incité.

«Si es tan amable» mejor ser prudente « ¿podría hacerme un café?»

¡Oh! Había sido muy atento para no ser ni demasiado agresivo, ni demasiado indulgente, en el tono usado para formular la petición, intentando aplicar la dinámica que había escuchado que estaba vigente en las manadas de perros, una vez que había visto QUARK10, para evitar provocar reacciones instintivas en el camarero. Ni presa, ni agresor.

El camarero no respondió, mirándome con la misma expresión que, en un libro de Stefano Benni, había sido definida, más o menos, como la de la vaca cuando pasa el tren, es decir absolutamente inexpresiva e indiferente por lo sucedido, a pesar de ser el mismo acontecimiento causa suficiente para llamar la atención.

No obstante, cualquier tipo de proceso sociodinámico se debió activar ya que lentamente se volvió y comenzó a juguetear con la máquina de café, batiendo ruidosamente el portafiltro que contiene los posos de café en el cajón hecho al efecto, después de haberlos extraído, previa rotación de 30º, de su lugar.

Yo, convencido, bajé los niveles de defensa a defcon 1, volviendo la mirada hacia el exterior, para comprobar que la persona que debía venir a por mí, mientras tanto, no hubiese llegado.

Sin más acontecimientos dignos de ser contados, la taza humeante se posó sobre el platito preparado precedentemente.

Pedí, siempre amablemente, un edulcorante, indicando al mismo tiempo con la mirada la zona debajo de la barra.

El camarero, con expresión sorprendida y de improviso reflexiva, sacó un sobrecito de la zona muerta, poniéndola sobre el platito, y muy probablemente pensó en una filtración de noticias sobre la logística de su bar.

El café estaba caliente, no viene al caso hacer otras observaciones.

Ni siquiera estuve tentado de hacerle notar que quizás no era excelente, porque sabía bien que la fatiga del cliente preveía, en tales casos, procedimientos operativos que se extendían desde la mirada torva al comportamiento que transmite el concepto de váyase a la mierda y gracias por habernos escogido.

Después de pagar el café en el silencio más absoluto, salí y miré a mi alrededor.

« ¡Abogado!»

Desde mi izquierda llegaba, corriendo y a pie, Cerrati.

Cerrati era amigo/casi cliente del casi abogado Alessandro, desde hacía mucho tiempo. Sus disputas eran, en su mayor parte, unos enredos embarullados e inextricables, pero en el fondo se trataban de situaciones de menor cuantía que incluso un estudiante como yo conseguía, de cualquier manera, resolver de un modo u otro. Nunca había necesitado un auténtico abogado y Cerrati, en cambio, me ofrecía su hospitalidad prestándome algunos fines de semana su casa en la playa, ignorante de que esto retrasaría mis estudios e ignorante, sobre todo, de que había hecho una copia de las llaves.

A esto es necesario añadir el lema de Cerrati: lo intento pero no me explico11. Normalmente, para entender algo de un nuevo caso era necesario bastante más de una hora de conversación y, al menos, seis o siete llamadas al orden.

La famosa frase me lo explique todo como si yo tuviese cinco años, pronunciada en una escena de Philadelphia por Denzel Washington (en el papel de abogado) provocó un rápido incremento de eficacia explicativa en Tom Hanks (en el papel de cliente).

La misma frase, pronunciada un poco antes por mí, provocó en Cerrati una reacción anómala: «Abogado, nunca me lo permitiría».

La vida no es una película.

Por otra parte mi brevísima vida profesional no había sido precisamente luminosa y pavimentada de éxitos.

No es que fuese estúpido, es verdad. Pero no estaba cerca del modelo primero de la clase. La definición más aproximada a mi modo de ser era probablemente un inteligente pero se distrae con facilidad.

Y de esa manera durante el tiempo preciso para licenciarme (más o menos dos eras) me distraje, efectivamente, muchísimo. En particular con el universo femenino, delante del que me quedaba realmente encantado.

El descubrimiento de nuevos universos, ya se sabe, despierta el instinto de exploración y otra serie de instintos.

En ocasiones, con el otro sexo, no se disparaba esa sintonía psico-socio-relacional-sexual, a pesar de las aparentes promesas y de que yo no era exactamente un depredador, como sujeto. Para entendernos, siempre había sido definido como un tipo extraño, desde este punto de vista: necesitaba más cantidad de hechos concomitantes para acabar en la cama con una chica. En definitiva, necesitaba algo que no sabría ni siquiera cómo definir bien, en caso contrario ni siquiera lo habría intentado. No era un chico guapo, seamos claros. Pero a mi manera, gustaba, y sucedía –cómo decirlo –no demasiado a menudo. Sea como sea, cuando la alquimia funcionaba saltaban chispas, emociones absolutas, pasiones líquidas, experiencias irrepetibles. Como la ejecución de una orquesta. El punto de equilibrio perfecto. Es inútil negarlo o fingir no saberlo, ciertas veces no es química, es magia: complicidad, frescura, curiosidad, trasgresión y novedad.

A un paso del Paraíso. Y a dos de la Universidad.

Luego, después de fluctuantes compromisos de estudio, conseguí la licenciatura y llegaron las prácticas de abogacía.

Un período de aprendizaje fundamental en uno o más bufetes, durante el cual el futuro abogado debe probarse a sí mismo e intentar poner en práctica el bagaje teórico acumulado durante los cursos de estudio.

En definitiva, un recorrido formativo, para muchos, que en realidad, para algunos, era definido como la clásica experiencia de noventa grados.

Realmente no a todos se les daba la posibilidad de aprender. Yo, por mi parte, pude, efectivamente, comprender un montón de cosas.

Muchos sostienen que, en la vida, es importante tener unos valores. Una vez observé un furgón blindado, con guardias armados y su cartel de TRANSPORTE DE VALORES. Nunca la ética me había parecido tan maravillosa.

Cerrati me alcanzó cuando estaba ya sin aliento. Estaba vestido como de costumbre, una mezcla entre un burócrata y un director de cine de la transvanguardia francesa.

Llevaba una cartera en bandolera, de piel, ya completamente deforme y desgastada, llena de documentos de origen desconocido, y debajo del brazo unos folios, mezclados con páginas de periódicos y diversos tipos de correspondencia. El conjunto semi encerrado en un periódico semanal que habría hecho gozar a no se cuántos coleccionistas.

«Abogado, cielos, perdone la tardanza, pero aparcar en el centro es siempre muy difícil, piense que mientras buscaba un lugar me ha ocurrido una cosa… Escuche… una cosa terrible… una señora… justo cuando ya había localizado la plaza de aparcamiento… y teniendo en cuenta que yo soy muy prudente… pues esta señora llega disparada, abogado, y digo disparada… porque está claro que siempre se corre… pero a una velocidad de locura… digo yo… hay niños… no se…»

El Cerrati de siempre.

«Cerrati, perdóneme».

«No, abogado, por favor… perdóneme usted… es más… yo…»

«Vale, Cerrati. Comprendo lo que quiere decir. Son cosas que ocurren. A propósito, ¿ha traído los documentos?»

« ¡Claro, abogado!... Sí… aquí están: ¡los he puesto en orden como me ha dicho usted!»

Mientras pronunciaba estas palabras me dio los expedientes que había observado antes. El concepto de orden, desde el punto de vista de Cerrati, era la demostración científica de la eficacia del término relativo. Bien. El montón informe de papel arrugados era para mí. Dudaba instintivamente si cogerlo y Cerrati tendió las manos un poco más. Me armé de valor.

«Gracias, Cerrati: los miraré en cuanto pueda»

« ¡Por Dios! Claro… sí… yo pensaba… quizás usted, con todos sus compromisos importantes… yo debo estarle agradecido…»

Todos sus compromisos importantes, sí, claro.

«De acuerdo. Ahora tengo que irme, porque por desgracia, sabe, tengo otra cita, y no puedo llegar tarde.»

« ¡Ah! Pero escuche, abogado, que si tiene unos minutos le explico… a grandes rasgos…»

«Gracias, Cerrati, pero prefiero hablar de ello con conocimiento de causa: en cuanto termine yo le llamo…»

En cuanto escuchó esto Cerrati, de mala gana, se alejó, viendo como se desvanecía la ocasión de tenerme allí al menos una hora larga para ilustrarme sintéticamente sobre el caso. Yo, en cambio, a las 16:45 hora local estaba ya de vuelta: tenía una cita.

***

Apenas había cerrado la puerta a mis espaldas cuando el fax que estaba al lado de Fanny, después de un campanilleo sutil, comenzó a graznar y a emitir, lentamente, desde aquel agujero tecnológico que a veces parece la evolución de la Boca della Verità, un documento proveniente de la Secretaría del Tribunal.

La sonrisa burlona comenzó a desaparecer gradualmente de la cara de la inveterada secretaria de manera directamente proporcional a las líneas leídas a medida que aparecían. Cuando el documento fue completamente impreso, ya lo había leído todo, y mirándola a la cara se podía pensar que en aquel papel estaba anunciado el fin del mundo.

Sin decir una palabra, recogió los dos folios, y con paso incierto se dirigió al despacho del abogado, entrando y reapareciendo en el umbral pocos segundos después. Volvió a su puesto y continuó jugueteando con el ordenador como si nada hubiese ocurrido.

Pero en el aire se percibía un extraño silencio. Más que nada era como si una especie de agujero negro sonoro absorbiese cualquier sonido, incluso fisiológico, de todo el bufete. La atmósfera parecía irreal.

Esther, la joven abogada, sobrina del abogado Spanna, que ocupaba la primera habitación a la izquierda, como obedeciendo a un silencioso reclamo asomó la cabeza: se acercó a Fanny y pronunció sólo cuatro palabras.

«No me digas que…»

Fanny la miró un momento y no respondió.

Esther se llevó la mano a la boca y se atrincheró a todo correr cerrando la puerta tras de sí.

A veces los acontecimientos de la vida se entrecruzan de manera inescrutablemente complicada, se confunden, en definitiva.

El proceso de confusión es democrático, y a veces demoníaco. La bolita de la ruleta, aquella tarde, se había parado en la casilla del abogado Spanna.

Todos los abogados, por definición, en el papel de defensores vencen o pierden causas. Es estadísticamente imposible que esto no ocurra en un porcentaje más o menos variable. De la misma manera que no es posible imaginar que un abogado no tena en cuenta –siempre –la posibilidad de que la parte asistida (como de manera habitual es definido el cliente) a pesar de los pronósticos favorables, sucumba.

Es lógico, por lo tanto, esperarse una cierta frialdad cuando esto ocurre.

Y de hecho el abogado Spanna no pestañeó después de haberse puesto las gafas y leído impasible la resolución del juez civil que veía a su cliente como perdedora en un juicio por separación.

Aquella escena evocaba de manera siniestra una canción de Jannacci12, que más o menos decía: «…Quelli che… Quando perde l’Inter… o il Milan… dicono in fondo è solo una partita di calcio e poi tornano a casa e picchiano i figli… (oh yeah)13»

El abogado dejó los folios, cogió el teléfono móvil y salió del bufete como si nada hubiese pasado, pasando delante de mí mientras decía, a media voz: «Regreso dentro de un rato».

No se dio cuenta, naturalmente, de la presencia de Mutolo, inmóvil y perfectamente mimetizado con la tapicería del pasillo.

Spaghetti Paradiso

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