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MUTOLO

Mutulo rondaba los setenta años. Era delgado, huesudo, y lo conocí en los pasillos de la facultad, poco antes de licenciarme.

Lo había visto algunas veces ir a las clases, en las tardes frías y me preguntaba quién era.

Había pensado que querría licenciarse. Muchos lo hacen. Una vez que se jubilan, con mucho tiempo libre a su disposición, los hijos ya colocados, y todo lo demás, quizás se dedican a retomar algunos viejos temas que interrumpieron, quizás una licenciatura que no acabaron por diversos motivos.

Pero un día comprendí que no era el caso de Mutolo.

Para empezar no tenía con él un libro, ni un cuaderno para los apuntes o algo parecido.

Se cuidaba, tenía dignidad. Vestido casi siempre de la misma manera. No miraba jamás a nadie a los ojos ni siquiera cuando era observado. A veces sacaba de algún sitio una botellita de agua y con discreción bebía un trago.

Muy a menudo, de manera increíble, no te dabas cuenta de su existencia hasta que no se movía por alguna razón, tipo sonarse la nariz o, justo, beber de aquella botellita que se materializaba de la nada.

Comencé, con curiosidad, a buscarlo y me di cuenta que era capaz de mantenerse inmóvil durante horas, como ni siquiera un mimo de la calle, que finge ser una estatua, conseguiría.

Luego, una tarde, comprendí la verdad de algunos detalles, confirmados, posteriormente, por las confidencias de un ujier al que le había pedido información sobre él para verificar si tenía razón.

Me dijo que venía a la facultad sólo en el invierno y, en general, en los días más fríos. Añadió que nunca molestaba a nadie y que a menudo ni se daba cuenta de su presencia. Había oído decir que estaba solo en el mundo, en cierto sentido, y que a veces compraba a los estudiantes los bonos del comedor universitario para ir a comer.

Extraño, porque no hubiera sido posible, debido a la edad, que se hiciese pasar por un estudiante. Evidentemente, deduje, nadie lo había notado.

Una mañana, era casi Navidad, fui a ver a un amigo al Policlínico. Se trata de una estructura hospitalaria inmensa, con un gran tráfico de personas prácticamente a todas las horas. Hacia las 12, mientras salía del departamento para volver a casa, vi a Mutolo, en la parte de atrás de un almacén, que daba una moneda a un enfermero. Poco después le daba un tarro de usar y tirar, de estos sellados, con la comida del hospital. Debía ser uno de tantos que sobraban, por error de cálculo o porque muchos pacientes comían, a veces, lo que los parientes les llevaban de casa.

Aquella escena completó el mosaico: Mutolo no robaba, Mutolo no pedía limosna, Mutulo no se lamentaba ni se humillaba. Mutolo, simplemente, se las apañaba. Sobrevivía.

Iba a la Facultad de Derecho, deduje, porque era un sitio con calefacción, consiguiendo a buen precio cualquier comida también allí. Quién sabe cuántas cosas parecidas a esta se inventaba.

Sentí una ternura infinita por aquel hombre tan decorosamente mimetizado y sentí la exigencia de hacer algo por él.

Me acerqué a él poco tiempo después. Estaba en el pasillo, cerca del termoconvector, debajo de una ventana. Fingí pararme al lado de él por casualidad, con la excusa de apoyar dos libros sobre el poyo de mármol, para ponerme el abrigo, y pegar la hebra con una excusa banal.

Él no pareció disgustado, pero tenía en los ojos algo de tristeza, como si se esperase que cualquier cosa que nos dijésemos se quedaría en nada.

Y, en cambio, al día siguiente, al cruzarme con él lo saludé. Pareció desorientado, e incluso atemorizado.

Lo más difícil estaba hecho.

Así que, Mutulo, era un jubilado. Le daban la mínima y vivía de alquiler. En la práctica, lo justo para llegar a fin de mes, a pesar de los sacrificios. No investigué más, pero creo que tenía hijos, perdidos quizás en cualquier parte del mundo, con los cuales casi no se relacionaba.

Era viudo. Estaba solo.

Luego, se me ocurrió una idea: inventé una mentira colosal para evitar ofenderlo. Pero creíble.

Dije que una persona de mi confianza gestionaba una guía de restaurantes y que necesitaba de un mistery shopper, el dichoso cliente misterioso.

Él, Mutolo, debería ir a comer o a cenar en algunos sitios que yo le indicaría, incluso más de una vez (a la incuestionable discreción de la jamás nombrada empresa que pagaba la comida, obviamente) para suministrar una detallada relación con respecto al objeto: calidad de la comida, rapidez del servicio, amabilidad del personal y cosas de este tipo.

Después de alguna que otra duda, la declaración de que le sería dado un anticipo de dinero para pagar los gastos lo llevó a aceptar sin preguntar nada más. Era un trabajo de confianza.

Comencé con la comida de Navidad.

«Mutolo» le dije una mañana mostrando pocas esperanzas «se que para usted sería un sacrificio enorme, pero ¿estaría disponible a salir el 25 para una comida?»

Con tono ligeramente implorante, añadí: « ¿Sabe? Para mí sería importante quedar bien, con la empresa comanditaria, si encontrase a alguien disponible en una fecha tan difícil. Nos aprecian tanto y le estaría muy agradecido.»

Mutolo, el 25 de diciembre, con chaqueta y corbata, a las 12:45 en punto, sincronizado con la escala de tiempo nacional del reloj atómico, como habíamos quedado hizo su ingreso, previa reserva, en el Restaurante La Linterna. Disponía de un presupuesto máximo de 120 euros, bebidas incluidas, como estaba previsto.

La compañía era inflexible: aperitivos, un primer plato (o dos degustaciones, a elegir), un segundo plato, acompañamiento, fruta, dulce y café. Vino espumoso (o champagne) porque era una festividad y para no llamar la atención.

Siempre, según los dictámenes de la inexistente empresa, debía parecer, realmente, un cliente normal, para evitar que si era localizado, fuese objeto de particulares cuidados y atenciones con el objetivo de alterar el resultado de la valoración.

La ejecución fue perfecta y el día 28, como habíamos acordado, nos encontramos en el bar de al lado de la universidad, donde me fue entregado, a escondidas de ojos indiscretos, un sobre que contenía: número 1, recibo de 78 euros en total; el resto de los 120 euros que le había dado; número 1 relación compuesta por tres folios, escritos a mano, absolutamente incomprensible, donde Mutolo había escrito incluso el color de los zapatos de los camareros y varios detalles adicionales a placer, realmente superfluos.

Le comuniqué, con aire profesional, que la empresa, a través de mí, le estaba muy agradecida (y yo también) y que pronto pondría a su disposición un formulario, rigurosamente anónimo, para facilitar la recogida de datos relevantes.

Vi como se iba feliz y también sigiloso, y me pregunté si había sido víctima de un acceso de bondad aguda o si no estuviese haciendo completamente el tonto.

No pudiendo responder de manera segura decidí que había hecho bien en sacrificar un poco de mi exiguo sueldo de aquella manera y deseé a Mutolo (para mis adentros) un espléndido año nuevo.

Con el tiempo aprendería a conocerlo mejor y comprendería también que en la vida todo tiene un porqué.

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