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UN PLAN PERFECTO

En ese mismo instante, a unas manzanas de distancia, en una habitación de un cuarto piso de un edificio de lujo, un abogado estaba sentado en su escritorio. Su respiración era jadeante debido a su mole: estaba realmente gordo. Dos dedos, gruesos como salchichas y cubiertos por una antiestética y acentuada pelusa, tecleaban veloces sobre el teclado de un ordenador el texto de unos honorarios. Unos honorarios muy altos, de los cuales luego substraería la suma necesaria para pagar una consulta que no había existido. Era un sistema comprobado: un asesor regional confiaba a menudo encargos a un mismo abogado. Encargos muy particulares, seleccionados: muy bien remunerados. El abogado, luego, en el proceso pedía, con falsas excusas, consultas a una sociedad ligada al asesor, compensándolas con creces.

Un dictamen sobre algo poco significativo, o una valoración sobre los fundamentos jurídicos de una resolución y así sucesivamente.

El método, además, reducía al mínimo la exposición: nada de dinero al contado y nada de riesgos. Todo a la luz del sol.

Y, por medio de estas consultas, el abogado cogía una buena rodaja de pastel a quien le había confiado el encargo. Ante los ojos de todo el mundo. Ningún encuentro secreto, ninguna conversación comprometedora por teléfono. Sencillo, limpio y a prueba de investigaciones.

Perfecto: a veces el mejor método para esconder algo es ponerlo a plena vista.

Es cierto, para gestionar el mecanismo se necesitaban personas de confianza. Pero, por otra parte, todo era legal: el bufete se ocupaba de contenciosos importantes, en los que entraba en juego la Administración Pública, por lo tanto era normal, en estos casos, recurrir a los consultores. Aún más. Hacía el papel de la persona concienzuda, dispuesta a sacrificar parte de sus ingresos para desenvolver el encargo de la mejor manera, y además entraba en contacto con profesionales de categoría: sabían que ser su amigo podía significar encargos bien remunerados, y de esta manera el jueguecito producía otros beneficios adicionales: pequeños favores. Pequeñas cosas pero siempre importantes.

El abogado Paceno, este era su nombre, naturalmente, no perdía la ocasión de ser desorbitado en su proceder de transparencia y máxima honestidad, cuando se relacionaba con estas personas. Hablaré de usted a la sociedad que utilizo a menudo para las consultas, decía de manera engreída al profesor universitario de turno o al experto mundial en grafología, pero sólo y exclusivamente por la estima profesional que le tengo.

Todo esto le abrió las puertas de círculos muy exclusivos, si necesitaba algo, en ciertos ámbitos no le resultaba difícil obtenerla cogiendo la vía rápida.

En ocasiones, el abogado Paceno entraba, qué se yo, en un bar y podía ocurrir que un profesorcillo le hablase ostentosamente pronunciando su nombre: « ¡Abogado Paceno! ¡Cuánto honor! ¿Qué quiere tomar?» Se dice por ahí que en una de estas ocasiones el gordo abogado tuvo un silencioso orgasmo.

Recapitulando: estas consultas eran requeridas por una sociedad creada con este propósito, que se valía de profesionales no contratados, encomendando a ellos el encargo sobre la marcha y compensándoles con prestaciones de sumas relativamente contenidas.

Relativamente porque tres, cuatro e incluso cinco mil euros no son una tontería por un dictamen realmente sencillo.

La sociedad, a continuación, facturaba la prestación al bufete, añadiendo su bonita, enorme, parte de beneficios.

¿Se podrían haber impugnado las elecciones del bufete? No. Es una empresa privada y hace lo que le parece, dado que, el dinero proviene, de hecho, de sus honorarios.

¿Se podrían haber impugnado las cargas excesivas hechas por la sociedad?

No. No era un delito hacer dinero para una empresa que había nacido para esto.

Y todo iba suave como la seda.

Con la mayor parte de las participaciones de su propiedad puestas en otra sociedad situada en el extranjero la máquina funcionaba de forma anónima, para evitar las habladurías y las calumnias de cualquier periodista entrometido. Quizás podría haber descubierto que todo apuntaba siempre a la hermana del asesor.

Cualquier socio, aunque fuese minoritario, aparecía: un administrador, persona de confianza, por supuesto, que bien retribuido y muy contento de no tener que preguntar, servía de fachada, para no dar la impresión de que fuese una caja vacía.

Un hermoso sistema. Si, de todas formas, hubiese sido descubierto (algo bastante difícil) difícilmente habría podido dar lugar a cargos criminales. Sobornos, aún menos.

Y los asesores cambian pero el juego no. Eran más de uno, los que cambiaban de chaqueta políticamente, y con un pequeño movimiento, o una venta de acciones en el exterior, el sistema se había puesto rápidamente en funcionamiento. Blindado. Si alguien hablaba, de hecho se debía autoinculpar, y no estaba claro que se pudiese demostrar el delito. Es más. ese alguien tendría que ajustar cuentas con la ira del grupo. Por lo tanto: silencio y Porsche para todos.

El único punto débil: la primera fase de las negociaciones y algún ajuste en la puesta en marcha. Eran estos, de hecho, los momentos en los cuales es necesario decir con claridad cómo estaban las cosas, el elemento probatorio que podía unir todo, revelando la naturaleza criminal. Pero con alguna sencilla precaución era, a fin de cuentas, un riesgo cero. Nada en comparación con esos memos que de vez en cuando se dejan atrapar con los bolsillos llenos de dinero, interceptados hasta las cejas, quizás por cualquier mísero millar de euros, pensaba para sus adentros el abogado mientras tecleaba la suma final de los honorarios. 350.000 euros. Todas las tasas, los gastos y las consultas, 150.000 eran para él.

Cuando acabó de teclear el abogado Paceno se sintió, como le ocurría a menudo, un dios en la tierra. Lo suyo no era robar. Era la justa retribución para quien posee una inteligencia superior. Es más, para quien es superior.

Y todo esto, principalmente, le ayudaba a esconder al mundo y a sí mismo la profunda miseria de su alma.

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