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EL COLOR CLARO

Después de la llegada del fax me apresuré a preparar todo para recibir a la cliente: faltaban pocos minutos para las 17 horas. Una de las cosas positivas del abogado Spanna era que me permitía disponer de un despacho en un bufete amplio y acogedor. El bufete era amplio y acogedor. Porque mi despacho era una mezcla entre un trastero y un depósito: sin ventanas, en el fondo de un pasillo y con la puerta casi oculta detrás de una librería. Para compensar estaba amueblado con un escritorio de época, probablemente heredado, sobre el que resaltaba un ordenador de última generación conectado a un servidor y a una impresora, centralizados. Dos sillas de madera, muy en sintonía, estaban enfrente. En definitiva, un espacio pequeño pero digno.

La mujer apareció en el umbral de mi habitación a las 17:32 en punto. Los tacones produjeron a través del pasillo un sonido sutil y rítmico.

Permanecí sentado en el escritorio de madera oscura mientras fingía estar muy ocupado con algo importante. Una táctica que había bautizado como plan B.

Había abierto un viejo y voluminoso expediente. Y al lado un códice poniendo, a plena vista, tres o cuatro folios esparcidos. Era mejor organizarse y hacer aquello que era necesario: el abogado Spanna no me hubiera perdonado ninguna tontería.

Es verdad, la mujer debería ser una majareta y además sin blanca y seguramente estaba equivocada: no era exactamente lo que cualquier casi-aspirante a abogado se espera de la vida.

Además, el amigo del abogado Spanna había superado los cincuenta hacía ya tiempo y no era un adonis. Era probable que la compañera tuviese más o menos la misma edad.

Quizás estaba majareta por una precoz demencia senil. Fantástico.

No era exactamente una de esas causas que dan fama y riqueza tanto como para dejar de trabajar y establecerte en Montecarlo. Quizás el misteriosísimo homicidio de un adinerado hombre de negocios, con una hermosa y aburrida heredera, resuelto brillantemente gracias a una intuición del susodicho casi aspirante, con la consiguiente historia de arrolladora pasión, realización de una película basada sobre el hecho y viaje a Cannes…

No. A mi me tocaba la tocapelotas que ahora estaba allí en la puerta, donde los pasos que se habían parado me habían hecho entender que había llegado, mientras que yo fingía estar absorto.

Mientras quitaba la mirada de la pantalla siguiendo al pie de la letra el plan B, me acordé de la frase que había escuchado decir a un conocido, abogado anciano de escaso éxito: «Es una fea profesión».

El plan B preveía un distanciamiento repentino del ordenador, como si estuviese concentrado con un proceso complicado, tanto que no había casi notado la llegada de la persona que esperaba, a la cual, en consecuencia, no le podría dedicar mucho tiempo.

Por otra parte la había recibido porque era amiga de unos amigos, de otra manera no habría podido reunirse con una persona tan ocupada como yo. Esto era, por lo menos, lo que habría querido hacer entender al interlocutor de turno, digno del plan B: un rompepelotas, exactamente.

Sólo que, al quitar la vista del ordenador, como había previsto, moví demasiado rápidamente la mano en la que tenía el ratón e hice caer accidentalmente el bolígrafo que acabó justo en medio de los pies del cliente.

Bien cuidados, metidos en unas sencillas sandalias y con un ligero tacón, del mismo número que los pies. Dos, para precisar.

Esta vez no me di cuenta de los zapatos.

Los dos pies que acabo de mencionar estaban, además, acompañados por dos tobillos finos y ligeramente bronceados. Edad máxima (de los pies) unos treinta años.

El plan B comenzó a tambalearse.

La mirada se remontó a velocidad constante sobre las pantorrillas, largas y musculosas, hasta unas rodillas perfectas. El resto de las piernas estaban en consonancia con lo visto anteriormente y se vieron interrumpidas por una falda ligera y suave, cuyo color blanco hacía que resaltase una cintura estrecha, que soportaba un busto agraciado y ocultaba malamente las formas proporcionadas y abundantes de los senos.

Una de las manos sostenía una bolsa de cuerda. La otra la había podido ver cerca de la cadera derecha: dedos largos, nada de esmalte y nada de joyas. Treinta y cinco años como máximo.

Llegué finalmente a la cara. Dulcísima, sin maquillaje y rodeado por unos cabellos desordenados, castaños como los ojos.

La mirada de aquella mujer determinó la destrucción completa del plan que tenía en mente (ya seriamente comprometido por los dos pies, dos, y por todo el resto).

En aquellos ojos había una resignación profunda que no supe interpretar mejor pero que me desorientó.

Una mirada apagada, en la cual las únicas formas de vida reconocibles eran la vergüenza y la desesperación.

«Perdone» farfullé.

Me arrepentí inmediatamente de haber pronunciado aquellas palabras: ¿por qué me excuso? Era un claro signo de confusión.

«Siéntese, por favor» proseguí indicando una de las dos butaquitas enfrente del escritorio.

«Gracias» respondió la mujer sentándose con elegancia. Al hacerlo entrecruzó las piernas lo necesario para descubrir un poco más la parte que había quedado tapada por la falda.

Estaba totalmente colapsado y ni siquiera me di cuenta de que mi mirada se había detenido durante demasiado tiempo en los muslos bronceados. Me quedé como estaba, erguido desde detrás del escritorio, en silencio absoluto.

Intenté recuperarme mirándola a la cara, con una expresión que me recordó al mismo tiempo al camarero, a Stefano Benni14 y a la vaca cuando pasa el tren.

Si tenemos en cuenta que las mujeres tienen una capacidad para darse cuenta de que les estás mirando los pechos aunque lo hagas a tres manzanas de distancia, era muy improbable que no hubiese notado mi vacilación y que no me hubiese clasificado ya en la categoría de babosos.

Realmente estaba habituada, a juzgar por su buena presencia, pero sobre todo estaba preocupado por el hecho de que esto, en absoluto, yo no lo hacía jamás y me molestaba que la cliente se podría hacer una idea equivocada.

La situación se me había escapado de las manos por lo que era lo mismo continuar y hacer cómo si nada.

La mujer también permaneció un momento en silencio, desorientada. Quizás preocupada, incluso.

Luego Virginia (este era su nombre como mi infalible olfato de investigador me descubriría dentro de un rato, al preguntárselo) en el intento, legítimo, de salir del impasse dijo algo que establecería irreversiblemente lo absurdo de las circunstancias: «Siéntese, por favor». ¡Había conseguido invitarme a sentarme en mi despacho! El plan B estaba ya a la deriva en pleno Océano Índico.

Pero aquellas palabras me hicieron reaccionar e intenté arreglar la situación. ¿Era o no un mago en la recuperación en tiempo real?

« ¡Ah, sí! Deberá perdonarme pero estaba muy concentrado en un caso muy complicado y también urgente. ¡Qué le vamos a hacer! Mi trabajo es así» dije separando los brazos y mostrando una sonrisa tonta.

De acuerdo con mis planes la interlocutora, llegado este momento, debería pensar algo del tipo « ¡Caray, menudo abogado tan ocupado, e incluso listo! quién sabe en qué caso fascinante estará metido».

Por lo que pude deducir por la expresión de la mujer, en cambio, la hipótesis más halagadora que se me ocurrió, sobre sus pensamientos, fue «Este es tonto».

Decidí afrontar la situación con decisión y encarrilarla por el camino apropiado: yo era el abogado –cuasi/aspirante –y ella la cliente. Y además una rompepelotas sin dinero, a la cual le había hecho el favor de recibirla sólo porque era amiga de unos amigos. ¡Qué diablos!

Completé la vuelta al escritorio y me senté a su lado, en la segunda butaca.

Durante aquel pequeño paseo Virginia miró alrededor y observó la habitación: tuve la clara sensación de percibir su consternación.

Intenté ser profesional.

«El abogado Spanna me ha anticipado algo, señora, pero solo a grandes rasgos. Como sabe, yo me ocuparé de instruir la cuestión, y a continuación se lo trasladaré todo a él para que lo evalúe. Es sólo una manera para ganar tiempo, de otra manera no la podría supervisar. ¿Querría explicarme de qué se trata?»

«Bueno, abogado… sí, es verdad… bueno… es una cosa… una cosa…. un poco complicada…»

La mirada de la mujer se hizo, si era posible, todavía más sombría y al pronunciar aquellas palabras descruzó las piernas, unió los talones y puso las manos sobre las rodillas. Mientras bajaba la mirada hacia el regazo encogió ligeramente los hombros, con un movimiento apenas perceptible.

El mensaje estaba clarísimo y lo habría sido también sin aquella larga pausa de silencio: embarazo, vergüenza, miedo, incomodidad. Todo junto.

Desde los ojos inmóviles en el mismo punto indefinido, sin que se moviese ni un solo músculo, aparecieron dos gruesas lágrimas a poca distancia una de la otra, y regando cada una la mejilla correspondiente terminaron su caída en la falda, produciendo un sonido atenuado, pero audible.

«Perdóneme.» La mujer dijo sólo dos palabras, en voz baja. Aunque su tono era normal no había ningún rasgo de emoción.

Esperé unos segundos. Luego intenté decir algo.

« ¿Quiere un poco de agua?»

«No, gracias»

Había cogido un pañuelo de papel del bolso y se estaba limpiando las mejillas con cuidado.

«El abogado Spanna me ha hablado de algunos problemas, digamos, de pareja. ¿Comenzamos por ahí?»

« ¿En qué sentido?»

«En el sentido de que usted es la parte ofendida, ¿o la acusan de algo?»

«Creo que las dos cosas. Además no se bien si usted quiere saber sobre asuntos penales o causas civiles…»

«No, señora, no existen causas civiles, salvo casos muy particulares. En el derecho civil, por lo general, se comparece ante un juez.»

« ¡Ah!» ¿Y qué diferencia hay?

Una de las preguntas más temidas por todos los abogados de la tierra se había materializado. Algunos clientes hacen preguntas que requieren horas para ser respondidas y que después, por lo general, no asimilan. Si no respondes, eres evasivo. Si te extiendes demasiado, eres un maldito pesado.

«Si alguien no respeta una ley o un contrato, que tiene fuerza de ley entre las partes, como se dice en jerga, y provoca un perjuicio, puede acudir a un juez, obligando a comparecer delante de él a quien le ha causado este perjuicio. Este sujeto, por este motivo, se llama demandado. El juez deberá decidir si ha habido o no una infracción, si ha habido un perjuicio y cuál seria la indemnización y la condena, en el caso de que se llegue a un resarcimiento. En el derecho penal la cuestión es un poco distinta, porque según la ley algunas infracciones asumen la categoría de delito dado que la legislación piensa que es realmente importante el principio violado, que se llama bien jurídico protegido. A esta infracción, por lo tanto, se asocia una pena, una punición, que consiste en una pena restrictiva de la libertad personal o una pena pecuniaria.»

La mujer me miró con aire interrogativo.

«Le pongo un ejemplo: si usted no respeta una señal de stop y causa un accidente en el cual alguien se hiere gravemente comete un delito civil. La parte afectada por su comportamiento, por lo tanto, podrá convocarla ante un juez civil para el resarcimiento. Por el mismo comportamiento, sin embargo, usted podrá ser condenada por las lesiones causadas, porque el ordenamiento jurídico considera punible el tipo de infracción que usted ha cometido. El derecho a asegurarnos de que la calle no sea una especie de far west, por decirlo de algún modo, es el bien jurídico protegido por el ordenamiento. Para resumir: en lo civil la condena tiene una función indemnizadora, en lo penal tiene un valor punitivo. Esto, naturalmente, en pocas palabras. La realidad es un poco más compleja, pero el concepto, en síntesis, es este.»

Virginia me miraba con una actitud entre perpleja y reflexiva.

«Todo esto mi abogado no me lo ha explicado nunca» dijo por respuesta.

Fruncí el ceño

« ¿Ya ha consultado con un abogado?»

«No» respondió ella. «Desde hace días que ya no lo es. Es una de las razones por las que me encuentro aquí.»

Al pronunciar estas palabras separó del regazo la bolsa en donde la había colocado cuando se había sentado. Un saco de tela multicolor, de fabricación étnica. Probablemente india. Pero al cogerla lo hizo por sólo una de sus asas, los laterales se abrieron y la bolsa casi se deslizó, dejando ver su diverso contenido. Al intentar parar el movimiento de rotación que la habría hecho caer, tiró bruscamente de uno de los bordes, y un objeto, a causa de su largura, alcanzó la salida acabando pesadamente en el suelo. Mi encontré mirando fijamente, con una mirada que no escondía mi estupor, un gran cuchillo de submarinismo, con su inconfundible mango negro, puesto en su funda para el muslo, que ahora se encontraba a los pies de la mujer, contrastando de manera absoluta con la imagen frágil y agraciada del ser que lo llevaba consigo.

La cuestión, sin lugar a dudas, era seria.

Por otra parte Spanna me había avisado: a aquella mujer, de apariencia angelical, le faltaba un tornillo.

«Per… perdone… yo… yo no… no es mío… no se cómo… en fin…» farfulló.

«Esté tranquila» dije con tono tranquilo mientras recuperaba el cuchillo devolviéndoselo por la empuñadura. «De todas formas, le desaconsejo pasear con una cosa semejante en el bolso. En ocasiones podría crear problemas.»

Había sido aposta enigmático, pero era la mayor diplomacia que podía utilizar.

«Ahora, señora, dígame el motivo de su necesidad de asistencia legal.»

Ella apoyó en el suelo la bolsa con su extraño contenido y se recompuso.

«En fin, soy víctima de una situación particular. Por parte de mi compañero. Es una cosa que viene ocurriendo desde hace tiempo. Sí, en fin. Una de tantas cosas, eso es. Cómo decirlo… yo… ¿usted lo entiende, no?»

Sí. Entendía que era justo como había dicho Spanna.

«Ha dicho que la había sido asistida un colega. ¿Podemos comenzar por allí?»

«Sí. Es decir… yo conocía a este abogado y me había dirigido a él. Al principio me había dicho que probablemente existían los elementos necesarios para actuar legalmente. Había dicho tantas cosas. Luego, durante meses, no sucedía nada. Era evasivo. Creo que no me creía. Había siempre algún problema. En definitiva, hace unos días me ha dicho que no podía hacer nada. Que debía olvidarme de todo. Decía que, incluso si iba a otros abogados, nada cambiaría, porque no había nada relevante, según la ley. De todas formas, fue amable, no ha querido dinero, ha dicho que todo estaba bien así. Durante unos días no supe qué hacer. Después he pensado en el abogado Spanna. Nos conocimos hace mucho, a través de mi compañero. Me pareció una buena persona. Así que lo llamé para que me asistiese, para tener, como se dice, un parecer.»

«Entiendo. ¿Pero cuáles son los hechos por los que se ha dirigido a él?»

Nuevamente aquella mirada perdida, apagada. Un temblor en los labios. Se arregló el cabello detrás de la oreja, con nerviosismo.

«Mi compañero. Él es el problema. Me atormenta, no me deja en paz. Es así desde hace años.»

« ¿Es una convivencia difícil?»

«No convivimos. Ya no, al menos. Lo hemos hecho, en un cierto sentido, durante un tiempo, pero desde hace unos meses he vuelto a vivir sola. Él, sin embargo, siempre está presente. Lo se. Lo percibo. Me encuentre con quien me encuentre, con cualquiera que tenga relación, allí está él.»

« ¿Usted trabaja, señora?»

«Sí, hasta que no consiga que pierda el puesto, quizás por medio de un amigo suyo. Todos son sus amigos. Él los maneja, los controla. Ellos hacen lo que él quiere.»

« ¿Qué quiere él?»

« ¿Él? Me quiere muerta.»

Muerta. ¡Menuda palabreja!

« ¿Se lo ha dicho él? ¿La ha amenazado?»

«No… no… nunca dice nada. Pero es lo que quiere. Es ahí que quiere llegar. Lo se perfectamente. Necesito ayuda.»

«Cierto. Esté tranquila. Dígame, ¿en qué sentido la tortura?»

«Me llama por teléfono. Dice siempre las mismas cosas, que me las hará pagar, que no soy nadie. Sabe siempre todo y por otra parte no es difícil. Mi vida está destruida. Prácticamente. He perdido todo. Amigos, parientes, ha conseguido alejar a todos de mí. Y cuando nos vemos es amenazador: me da miedo»

La explicación era concisa. Fría. Como si recitase un guión.

Algo chirriaba. Como si dijéramos « ¿Qué quería decir cuando nos vemos? »

« ¿Os veis? ¿Usted todavía se relaciona con él?»

«Sí, a veces sí. A veces salimos o viene a mi casa. A veces me persigue. Otras veces aparca cerca de donde trabajo. Me lo encuentro por todas partes.»

« ¿Desde hace cuántos años se conocen?»

«Cinco o seis. Además se pone en contacto conmigo de todas las maneras: sms, correo electrónico. Cualquier excusa es buena para buscarme y mandarme mensajes. En realidad me controla.»

«Es solo amenazador, como dice usted, ¿o hace otras cosas?»

«A veces es… violento.»

« ¿Violento? ¿La golpea?»

«Bueno… sí. En un cierto sentido… veamos… digamos que es violento.»

Se había sonrojado ligeramente y los ojos miraban hacia abajo. Decidí no insistir más.

«Me parece que, hipotéticamente, después de algunas valoraciones adicionales, podrían existir los elementos necesarios para una denuncia. Por acoso, quizás.»

Un relámpago de miedo atravesó su mirada. Ahora parecía extraviada.

« ¿Una denuncia penal? ¿Esa donde hay un proceso y un interrogatorio?»

«Sí, algo parecido. ¿No es lo que quiere? Usted, exactamente ¿qué quiere conseguir? ¿Una condena? ¿Una indemnización? ¿Cuál es su objetivo?»

Se puso, de repente, rabiosa.

«Yo no se lo que quiero. Querría que él pagase por lo que me ha hecho y que me está haciendo. Quiero que me deje en paz. Quiero vivir. No se si quiero hacer la denuncia. Abogado, según usted ¿se puede hacer algo?»

«Bueno, en cierto modo…. Quizás sí. Digamos que quizás hay acoso, pero es algo que hay que evaluar. Mientras tanto tráigame esos correos electrónicos, esos mensajes, de esta manera lo veremos mejor. Después yo hablo con el abogado y le informo, ¿le parece? »

«Perfecto.»

«Una última cosa: yo no soy abogado. Todavía no.»

«Para mí es como si lo fuese… y de todas formas,… gracias.»

Una sonrisa dulcísima le iluminó el rostro. Era la loca más hermosa que había conocido.

Me estrechó la mano y la precedí por el pasillo para acompañarla hasta la salida.

La sonrisa de Fanny era más burlona de lo habitual y en la penumbra, en el sofá, descubrí la figura de Mutolo.

Virginia desapareció por la puerta y a mí me hubiera gustado hacer una pausa para saber qué pasaba en el bufete.

Le hice una señal a Mutolo para que esperase. Él asintió, inclinando apenas la cabeza, y hablando en voz baja pregunté a Fanny desde hacía cuánto tiempo estaba allí.

«Estaba ya cuando has vuelto a entrar» fue la respuesta que susurró.

Tampoco yo lo había notado. Y no me asombré por ello.

Mutolo.

Como sabía bien, en el arte del camuflaje era un fuera de serie. Tenía, además, la manera de hacer, precisa, del caimán: era capaz de estar inmóvil durante horas, pero siempre preparado a dar un salto repentino cuando fuese necesario.

Así lo había hecho la vida.

Salas de espera y colas interminables, a todas las temperaturas, para prestaciones sanitarias, trámites burocráticos de diversa índole y naturaleza, etcétera, en una jungla de palurdos, avispados, fanfarrones y matones de todo tipo.

Habituado a sobrevivir en medio de una selva de humillaciones, pequeños atropellos, abusos y vejaciones típicas de quien no tiene ni voz ni voto, o el amigo justo.

Habituado, también, a comportarse y moverse como un eslabón que está en los últimos escalones de la cadena alimentaria/burocrática: pocas presas, demasiados predadores.

Vestido a capas, cargado de todo tipo de documentación útil según la necesitaba, siempre provisto de agua (botellita de medio litro) y paquete de galletitas saladas para los momentos de hambre extrema, había hecho del mimetismo urbano su estrategia ganadora.

«… Un hombre adiestrado a ignorar el dolor, a ignorar el frío, a vivir de lo que encuentra, a comer cosas que harían vomitar a una cabra…»

El coronel Trautman usaba estas palabras para describir a Rambo en la película del mismo nombre, pero, de hecho, había descrito también a Mutolo.

En definitiva, era alguien que sobrevivía y que, se crea o no, estaba mejor que otros.

Era un héroe metropolitano al que invité a entrar en mi pequeña estancia al fondo del pasillo.

Se levantó, me siguió silencioso y se sentó, cortés como siempre.

Quién sabe lo que pensaba de aquella escena del fax a la que había asistido poniendo atención en el más nimio detalle: a Mutulo no se le escapaba nada.

En realidad me preguntaba a menudo qué pensaba durante todas esas horas.

De todas maneras, yo sabía lo que había ocurrido.

El motivo de la ansiedad general no era por una causa perdida, sino de abogados.

Abogados de la contra parte, para ser exactos.

Era muy difícil ver al abogado Spanna enfadado.

Pero cuando sucedía, la que te esperaba, y esa vez ocurriría.

El abogado que asistía a la contra parte, de hecho, era un tal Paceno. Achille Paceno.

Un gordo hijo de papá, tan odioso como incapaz, tan rico (por la familia) como presuntuoso, tan ignorante como idiota. Los tan como eran siete, las dotes negativas (aparte de gordo y rico, que por ellos mismos no implican, como se dice en jerga, aun que tengo amigos así y son muy buenas personas). La misma composición química de la nitroglicerina sociológica. Un tocapelotas, un gato enganchado a los huevos, etc.

A pesar de ser mucho más joven que mi jefe, el abogado Paceno había empezado desde el principio a faltarle al respeto. Era la clásica manzana podrida, como hay en cualquier sitio. Comportándose de manera incorrecta había conseguido, sin dar demasiadas vueltas, hacerse odiar también por Spanna, que fue a añadirse a la lista de aquellos que, como decirlo, lo tenían atragantado.

Una vez un abogado, dirigiéndose a un grupo de colegas, durante la pausa de una audiencia, había dicho: «Muchachos, si hiciésemos un partido con todos a los que Paceno les toca los huevos, en las elecciones locales conseguimos seguro un concejal.»

Era algo que había sucedido hacía mucho tiempo. Ahora se hablaría de consejero regional.

Por lo tanto, sucumbir, aunque solo fuese en primera instancia, todos en el bufete intuíamos que, para Spanna, constituía casi una afrenta que se debía lavar con sangre. Y sólo Dios sabe cómo Paceno había conseguido vencer y cuánto se habría enorgullecido, engreído como era.

En definitiva, una fea jornada. Fea para todos.

Mutolo parecía que lo había comprendido. Estaba más silencioso de lo habitual, y si fuese posible se hizo más invisible todavía. Como el perro de casa que cuando está el nerviosismo en el aire se mueve poco y con la cabeza baja prefiriendo los recorridos pegados a la pared para no hacerse notar. El perro de casa es la última rueda del carro y, en el recorrido social desde la maceta de barro a la de hierro, sabe que finalmente alguien la tomará con él.

Intuía su concentración. Creo que se repetía a sí mismo, como un mantra: «Yo no existo, yo no existo…»

Lo miré. Temía que se desmaterializase delante de mis ojos a fuerza de intentarlo. Porque, para poder ser más invisible de como era, la desaparición material era la única posibilidad.

«Bien, Mutolo» me mostré tranquilo « he recibido una respuesta por el recibo del gas devuelta: todo se ha resuelto.»

Sonrió.

Mutolo alzó ligeramente los párpados y relajó los músculos de la espalda. Para alguien como él, una manifestación exterior de este tipo era el equivalente al grito de un aficionado cuando gana su equipo.

«Gracias, abogado» dijo. Estaba exultante y me apreciaba. Era capaz de percibirlo.

«Eh… cuánto le… cuánto debo… » me preguntó.

Había visto acaudalados empresarios salir del bufete de Spanna sin pronunciar esta petición: si Spanna (debido a la inútil espera) decía algo a ellos tomando la iniciativa a propósito de los honorarios, se mostraban desconcertados, dando a veces de manera meliflua una excusa por no haberlo preguntado. El olvido. Luego, quizás, pedían disculpas por no haber llevado el talonario de cheques, pero de hecho tardaban meses en pagar.

Ni siquiera era un problema de astucia sino de olvido, de aquella patología rara y dramáticamente incurable de la que Mutulo, sin embargo, era sospechoso, denominada científicamente dignidad. Por otra parte, agravada por el respeto por el trabajo ajeno. En los casos fulminantes, se mantienen con vida durante pocos meses caracterizados por atroces sufrimientos.

«Nada, Mutolo, está bien así, es sólo un fax en el fondo.»

Al pronunciar estas palabras me levanté y le di unos papeles envueltos en un folio blanco doblado en dos como si fuese un expediente.

«Ahora, me debes perdonar, pero tengo mucho que hacer. Conserva con cuidado estos papeles. Le debe llegar una respuesta, en un futuro podrá presentarlas. Me confirman la condonación de la suma por correo certificado. Cuando llegue le llamo, de esta forma viene a recoger también esta.»

Mutulo cogió el expediente, lo metió con cuidado en un bolsillo interno y enorme de la chaqueta, un bolsillo tipo bolso, y desapareció. Creo que la puerta se quedó cerrada mientras pasaba. Él las puertas las atravesaba sin abrirlas. Ahora ya estaba seguro.

Volví con mis pensamientos.

El día había sido muy largo y comenzaba a sentir el cansancio. Debía terminar todavía el examen de un expediente. Un problema de vecinos. Un tema realmente poco emocionante.

Pero Spanna había dicho que debía hacer yo los informes de este nuevo contencioso que había sido pescado por el bufete hacía poco. El cliente se había enfadado con el abogado que lo asistía poco antes y nos lo había confiado a nosotros. Era experiencia y debía hacerlo, e incluso bien.

Con el mismo entusiasmo de un condenado que se dirige al patíbulo, comencé a leer la voluminosa documentación de una causa que duraba ya años. Después de, más o menos, tres horas, sabía casi todo aquello que competía a los gastos comunitarios concernientes a los frentes de los balcones y los canalones.

Ya era bastante, decidí.

***

Tenía hambre, estaba cansado y Fanny estaba apagando el ordenador. Señales claras de que por aquella tarde había sido suficiente. Me esperaba mi cena preferida.

Fanny, mientras tanto, estaba casi en la salida y me mandó una mirada interrogativa mientras se ponía en bandolera la bolsa sobre el hombro.

«Sí» dije respondiendo a su pregunta silenciosa «también yo me voy. Por hoy ya es suficiente.»

Ella sacó las llaves y, después de cerrar la puerta, se pegó al teléfono móvil. Se despidió con un gesto en cuanto estuvo fuera del portal, mientras todavía escuchaba a su interlocutor de la otra parte de la línea y desapareció rápidamente en la penumbra de las calles del centro.

Yo pensé en las anchoas, la cerveza, y me fui también. Vivía con mi padre. Un tipo tranquilo, desde hacía poco tiempo jubilado.

Mi cena preferida, la que me esperaba, estaba compuesta de anacardos, anchoas en aceite, albaricoques secos y cerveza helada. Comería lentamente delante del televisor, intrigado por el espectáculo de la gente que, más allá de la pantalla, se peleaba por convencer a la gente que estaba de la parte de acá. Hace tiempo se llamaba lucha libre. Ahora se dice debate: un competición entre campeones de la nueva lucha del siglo. El presentador/árbitro anuncia con orgullo el primer asalto y a los grupos contendientes: «Esta tarde tenemos en el ring al hombre-mierda, por el equipo de los granujas, que inicia el combate contra la mujer misteriosa, del equipo de los que parecen-buenos.» Sorprendentemente ágil y divertido a pesar de la figura rechoncha, con la pajarita y las mangas de la camisa remangadas hasta el codo, el árbitro daba la señal de comienzo.

Me producían curiosidad estos encuentros.

Entre un anacardo y una anchoa, observaba las técnicas: golpes por debajo de la cintura moral, agarres bloqueando el razonamiento, puñetazos verbales en ráfagas. Todo cosas que, de hecho, en el adversario no provocaban ningún daño real.

Los miraba enfrentándose mientras simulaban golpes mortales, tomando impulso en las cuerdas del ring para, a continuación, lanzarse sobre el antagonista. De vez en cuando los protagonistas de la pelea, exhaustos, se alternaban con otros compañeros de equipo, y en ese caso no se entendía una mierda.

El combate, habitualmente, acababa de esta manera, entre ropas hechas pedazos y trozos de cabello sueltos: el grupo vencedor se decidía a través de la autoridad competente, tal como yo lo veía, y el combate tenía el regusto de un tongo colosal. Sin embargo, al día siguiente, en el bar se podría comentar la feroz pelea: « ¿Viste cuando el hombre-carroña ha aferrado por los conceptos al hombre-grisino?» decía un tipo grueso a su amigo.

« ¡Sí!» respondía entusiasmado el otro. «Lo ha cogido y golpeado más veces en la cara contra sus afirmaciones irrefutables. ¡Qué leñazos, chicos!»

Llegado a este punto casi siempre llegaba un tercer amigo del café y entraba de manera impetuosa: «Olvidaos… la mujer-rapaz ha estado genial cuando ha hecho el movimiento de los razonamientos en doble espiral envolvente contra las dos gemelas-corruptas… ese movimiento ganó el combate.» ¡Que me trague la tierra! Pocos minutos más tarde en el bar ya no se entendía nada. Insultos, encogimientos de hombros para mostrar condescendencia, frases hechas y repeticiones de ideas cogidas prestadas, clientes que eran discretos pero que acababan por adherirse a un grupo un poco más tarde, después de haber dicho: «Yo no he querido intervenir, con esos paletos, pero te lo digo: la mujer-escort tenía razón.». Algunas veces se equivocaban al valorar el equipo del interlocutor, y la pelea comenzaba en otra parte de la ciudad.

Spaghetti Paradiso

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