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LA RED

La mañana estaba sombría y hacía un poco de frío.

Me esperaban unos cuantos trámites. Todo rutinario: ir hasta la oficinas de notificaciones para solicitar las de aquel día, luego a las secretarías de los tribunales para varias peticiones de copias de actas, verificar un par de citas de audiencia, desempolvar viejos expedientes y otras cosas parecidas. Papeleos.

Siempre me ha gustado levantarme temprano. Una costumbre que se estaba mostrando muy útil en este período de mi vida.

A veces conseguía llegar a los alrededores del tribunal poco antes de las 7, con las ventajas añadidas de: encontrar fácilmente sitio para aparcar, no estar angustiado por el retraso y, sobre todo, respirar la atmósfera del barrio en que se encuentra el edificio donde se administra la justicia.

Un barrio popular y populoso, lleno de vida.

Vida que se te escapa, si llegas más tarde de las 9, aplastada por el río de autos ruidosos y rabiosos, con el ojo en el reloj, los minutos contados y el tribunal en parada coronaria: la cola delante de los ascensores, el personal ya estresado y poco inclinado a la cortesía y todo lo demás.

Una hora antes, en cambio, el mismo lugar parece pertenecer a otro mundo. Caminaba lentamente y sentía cómo se despertaba el barrio. El café en un pequeño bar a rebordar, mientras leía un periódico de esos distribuidos de manera gratuita, y luego caminaba entre las aceras limpiadas con detergente, cortinas metálicas todavía cerradas o que apenas se estaban abriendo, furgonetas que descargaban pan, y humanidad de cualquier tipo.

Llegaba, por lo tanto, a las oficinas cuando apenas habían dado las 8.

Todavía estaban cerradas al público pero tampoco había mucha rigidez en lo de observar la prohibición de entrar. Los registros de las audiencias, llamados pandecta15 eran ya consultados sin deber esperar a la cola con otros abogados o, más a menudo, abogados en prácticas como yo, que ya los estaban ojeando mientras buscaban las referencias que necesitaban: fecha de reenvío, nombre del juez, etcétera.

Luego, si había tenido suerte, me cruzaba con alguno de los funcionarios del departamento que, sin atrincherarse tras la frase «abrimos al público dentro de media hora», aceptaba llevar a cabo el encargo por el que me había dirigido allí. En definitiva, algunas veces, incluso antes de las 9, había ya hecho cosas que, si hubiese llegado más tarde, habrían requerido, en total, unas dos horas. Y además sin estresarme.

Pero también había otras ventajas.

Lo admito, no siempre era correcto, porque a veces, si Fanny o Spanna me llamaban al teléfono móvil para saber si tenía tiempo para hacer una cosa, decía que acababa de llegar. Por lo tanto deducían que no habría tenido tiempo para hacer nada más aunque fuese urgente. Ante este obstáculo optaban inevitablemente por la solución alternativa y yo me limitaba a mi trabajo.

Pero este comportamiento mío, non muy limpio, tenía algunos atenuantes.

En el pasado, de hecho, había sucedido que cuanta más eficiencia mostraba más aumentaban los encargos finalmente el llegar temprano se transformaba en una razón para sobrecargarme de encargos. Y sólo porque era madrugador.

Así, con la conciencia en paz, decidí que era justo, digamos que como método de defensa, no revelar que estaba ya libre a las 9, cuando ocurría.

Terminados los encargos, aquella mañana, estaba por entrar en la Secretaría y en ese momento el viejo y eficiente teléfono móvil con forma de Bollycao 16 que tenía en el bolsillo emitió un obsoleto trino.

«Ya empezamos» me dije a mí mismo «será el bufete que intenta endosarme cualquier pesadilla burocrática, quizás, qué se yo, depositar una instancia en la Fiscalía de Mompracen17.» A veces me mandaban a sitios que ni siquiera estaban en el mapa.

Un suspiro y estuve listo para responder con tono cansado, simulando que estaba agotado.

« ¿Quién es?»

« ¡Excelentismo señor abogado18

No era el bufete.

Desde la otra parte de la línea, la voz amiga de Gennaro, el amigo del instituto, actualmente conductor al servicio del Ayuntamiento, pero entrenado en cuestiones de seguridad. Había servido durante años con parlamentarios y otros cargos del Estado. Un auténtico piloto en versión urbana. Luego, por razones particulares, había querido volver a toda costa a Bari y había aceptado el encargo para el que una profesionalidad como la suya era claramente exagerada. Contento él, contentos todos, obviamente.

«Te escucho como si estuvieras corriendo, abogado, puede que te llame en otro momento»

«Eh, no, Gennà19. No, tranquilo, puedo hablar. Dime.»

«Nada, era por hablar. Estoy cerca de tu bufete y si estuvieses libre te propondría algo. Tengo novedades.»

«Estoy en el tribunal pero he acabado ahora mismo, y si quiero puedo estar libre. ¿Qué novedades tienes?»

«Puedes estar libre…» Pausa. « ¿Incluso por un par de horas?»

«Sí, incluso por un par de horas»

«Perfecto. Entonces espérame en la esquina del bar frente a la entrada, dentro de cinco minutos paso a por ti. Vamos a un sitio.»

« ¿A qué sitio, Gennà

«Después te lo digo. Hasta luego.»

Vabbuò.20 Gennaro, no hace falta decirlo era de origen napolitano.

También conocía al abogado Spanna, por pura coincidencia. Pero es verdad que se tardaría menos en hacer una lista de las personas con las que Gennaro no se relacionaba. Todos eran, misteriosamente, amigos suyos, más o menos. Y nunca había entendido cómo lo hacía, pero siempre había alguien que le decía «con respecto a aquello todo está arreglado» o era él que se lo decía a otro.

Nunca he estado en Nápoles pero si tuviese que sacar conclusiones por la manera de ser de Gennaro creo que tendría que mudarme a allí. Aparte del hecho de que siempre me la describía de manera entusiasta siempre me ha fascinado como lugar. Algunas ciudades son hermosas, otras son feas: Nápoles, en cambio, es la única en el mundo que se puede definir como sexy. Seductora, encantadora, atrayente.

El automóvil de Gennaro apareció después de cuatro minutos, exactamente, y se paró.

Después de tirar la cartera en el asiento de atrás, me subí al auto.

« ¡Excelentísimo señor abogado! ¡Buenos días!»

« ¡Eh, Nuvolari21! ¿Quieres un café?»

«No, Alessandro. Mo’ 22vamos que debo hacer una cosa. Al café nos invita una amiga, más tarde. »

Atravesamos el tráfico infringiendo medio código de circulación. Si conducía Gennaro, era lo que ocurría. Poco después estábamos en la carretera de circunvalación. Dirección Brindisi, el mar a la izquierda.

«Genna’, a veces pienso que tu tienes un concepto sobre las señales de tráfico semejante al de mobiliario urbano. Mira que todas estas luces de colores no son para hacer bonito. Se llaman semáforos. Y esas cosas triangulares y redondas no son cosas publicitarias, se llaman señales de tráfico. Sirven para regular el tráfico, y en teoría se deberían respetar. »

«Exagerado. No es para tanto Además hemos salido del centro en un tiempo record, ¿no? Si todos hiciesen como yo habríamos eliminado el tráfico.»

«Sí, Genna’. Siempre que el tráfico no nos elimine a nosotros antes….»

Era una batalla perdida, la mía, y lo sabía perfectamente. También porque la arrastraba desde hace años. Por lo demás, creo que conducir por trabajo te lleva, efectivamente, a modificar la visión de las carreteras. Es necesario ver el territorio urbano en términos operativos, para ser eficaces...Y términos operativos significa, algunas veces, reglas elásticas. Sobre todo si estás, como en su caso, entrenado para la seguridad.

«Bien, ¿a dónde vamos?»

«A casa de una amiga, Alessandro. Pero no deberás revelar a nadie la existencia de este lugar. Jamás. ¿Te acuerdas de la señora que te he enviado?»

Si, me acordaba, ¡y cómo!, de aquella señora.

***

Apareció por mi estancia una mañana.

Llevaba una vestimenta sobria. No sonreía pero la sentía serena. Sus ojos tenían algo de especial. No era el color, ni la forma o el maquillaje. Una extraña luz, más que otra cosa.

Entró con decisión y se sentó.

Yo dije: «Buenos días.»

Ella dijo: «Hola, abogado.»

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