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CAPÍTULO 1
El fin de la hegemonía estadounidense y el comienzo de la fragmentación del orden mundial Auge y ocaso de la hegemonía liberal

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Las primeras dos décadas del siglo XXI están caracterizadas por una gradual fragmentación de la hegemonía política, cultural y económica de Estados Unidos, la cual se sustentó a través de la propagación de valores liberales. La hegemonía liberal de Estados Unidos se empieza a resquebrajar paulatinamente a partir de la primera década del siglo XXI, debido a los altos costos económicos y políticos que acarrea mantener la función de potencia dominante en el sistema internacional. El fin de la hegemonía estadounidense está causando una profunda transformación en el orden interno de los Estados y en el sistema político internacional. La aún reciente historia del siglo XXI anuncia que a Estados Unidos le cuesta cada vez más ejercer una hegemonía conceptual y práctica sobre el proceso globalizador.

Es cada vez más difícil para la potencia dominante ejercer el control del circuito global de producción y consumo, ya que las fuerzas económicas que engendran los procesos de interconexión del sistema global no están necesariamente guiadas por la voluntad de sostener el interés nacional de Estados Unidos. Existe una brecha cada vez pronunciada entre la capacidad de los Estados nacionales de implementar políticas tendientes a promover el interés nacional y la voluntad de las grandes corporaciones transnacionales de aumentar su utilidad económica. Por otra parte, los sucesos históricos acaecidos desde el fin de la Guerra Fría indican que la globalización no logró crear uniformidad en las formas de pensar y sentir de los diversos grupos culturales que habitan el planeta. Esta es, en definitiva, la razón principal por la cual el liberalismo ha perdido fuerza como elemento ordenador del sistema político internacional.

Desde el fin de la Guerra Fría, el sistema globalizador estuvo marcado por la voluntad de expandir a todos los rincones de planeta valores del liberalismo clásico como la democracia y la doctrina de los derechos humanos. A su vez, estos elementos del liberalismo clásico se mezclaron con algunas tendencias neoliberales tendientes a promover los intereses corporativos que operan a nivel global. Esencialmente, el neoliberalismo comenzó a guiar de manera cada vez pronunciada el ordenamiento económico interno de los países del Sur global sobre la base de políticas de ajuste estructural que fomentaran un crecimiento económico exógeno, estrechamente ligado a la interdependencia de estas naciones con la economía global. Desde la perspectiva de la teoría de las relaciones internacionales, el liberalismo abogaba por un mayor grado de interdependencia y cooperación entre las naciones, basado en el librecambismo y la adopción de valores políticos y culturales comunes.

Para entender el origen y la evolución del liberalismo como lineamiento ordenador de las relaciones internacionales desde el fin de la Guerra Fría a nuestros días debemos fijarnos en tres hitos de gran magnitud histórica. El primer hito de la historia del siglo XXI es el fin de la Guerra Fría, marcado por el colapso de la Unión Soviética (1991). Su consecuencia directa fue la idea de que era posible armonizar los procesos políticos y económicos de todos los integrantes del sistema mundial. El proceso globalizador se cementaba como consecuencia de la proyección de los valores culturales de Estados Unidos, la potencia hegemónica, sobre el resto del orbe. Esta proyección de valores respondía a la necesidad de consolidar la globalización como fenómeno que sirviera para responder a los intereses económicos y geopolíticos de Estados Unidos en el orden internacional. Los principios hegemónicos que se impartieron desde las postrimerías de la Guerra Fría tenían como motivo principal la imposición de un ordenamiento internacional basado en reglas de conducta comunes y en la proyección de relaciones comerciales librecambistas sobre los países que se unían a la economía global. Esta visión de las relaciones internacionales estuvo influenciada por las ideas liberales promovidas por pensadores como Immanuel Kant, quien abogaba por un sistema de Estados basado en la cooperación, el fomento del comercio y el republicanismo como forma de ordenamiento político.

El alineamiento internacional surgido en las postrimerías de la Guerra Fría se consolidaba en la medida en que la potencia dominante lograba detener el avance de corrientes ideológicas que pudieran hacer mella en los deseos hegemónicos de Estados Unidos. Esto significaba asegurarse la primacía del liberalismo económico y de la democracia liberal como elementos ordenadores del sistema global. Estados Unidos conseguía ordenar al sistema político internacional haciendo hincapié en el precedente histórico de las cuatro décadas que sucedieron al fin de la Segunda Guerra Mundial. En efecto, el auge del liberalismo a partir de la década de 1990 siguió la línea de la política económica trazada por Estados Unidos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. La prosperidad alcanzada por Europa Occidental y Japón luego de la contienda bélica finalizada en 1945 permitió a Estados Unidos contar con el apoyo estratégico de centros independientes del poder económico que brindaban prosperidad a su población y de esta forma evitaba el avance del comunismo sobre las áreas del mundo que estaban bajo su influencia geopolítica. Luego del fin de la Segunda Guerra Mundial Estados Unidos logró crear un sistema de intercambio global que prevenía el establecimiento de espacios económicos autárquicos, los cuales habían originado las circunstancias que llevaron al mundo a una contienda bélica global.

En las postrimerías de la Guerra Fría, la política comercial de Estados Unidos empezó a reconfigurarse a través de la idea de que la prosperidad y el dominio geopolítico de ese país dependían de la posibilidad de integrar su economía a un sistema global de producción y consumo. Esta visión informó la política exterior del presidente Richard Nixon (1969-1974), quien buscó un acercamiento con la Unión Soviética en materia de política exterior y con China en el ámbito de las relaciones comerciales. En la década de 1980 China empezó a abrir su economía a la inversión extranjera. Este fenómeno sentó las bases de la descentralización de su sistema de producción global, ya que las empresas estadounidenses y europeas trasladaron allí su capacidad operativa, expandiendo así su utilidad económica y proveyendo al consumidor occidental de productos baratos. Las primeras décadas que sucedieron al fin de la Guerra Fría trajeron una gran expansión económica y un boom del consumo en Occidente, fomentado por los productos baratos comprados a China y por una expansión crediticia que permitió a las naciones occidentales experimentar crecientes niveles de bienestar. La derrota del comunismo trajo el fin de la Guerra Fría y la posibilidad de consolidar definitivamente la primacía del capitalismo en el sistema global. Este fenómeno significaba que las cuestiones económicas tendrían primacía por sobre las políticas. En términos prácticos, esto también significaba que el ordenamiento político de las naciones estaría dirigido a crear la posibilidad de generar altos niveles de consumo para la población occidental y utilidades económicas cada vez mayores para los intereses corporativos de alcance global.

A partir de ese momento, se empiezan a erosionar las diferencias ideológicas entre la “derecha” y la “izquierda”, ya que ambas corrientes aceptaron la necesidad de acatar los designios economicistas del sistema globalizador. Para ello, había que reducir la independencia de los Estados nacionales y potenciar la influencia de organizaciones supranacionales que pudieran implantar un proceso de homogeneización en temas económicos. A su vez, la guerra del Golfo (1990-1991) tuvo la particularidad de imponer la idea de que la soberanía es un concepto que no puede ser entendido de manera absoluta. La invasión a Kuwait por parte de Irak consolidó la idea de que la paz mundial solo podía ser garantizada a través de la propagación de normas de convivencia instaladas a nivel global. La respuesta de la comunidad internacional a la invasión a Kuwait evidenció los peligros que podía conllevar una posición revisionista por parte de potencias de mediano rango. Sadam Husein buscaba reivindicar la supremacía de Irak en Oriente Medio y “revisar”, de esta forma, las bases del ordenamiento político y económico impuesto por Estados Unidos y las potencias occidentales en esa región.

A su vez, la propagación de normas de convivencia global aplicadas a través del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (ONU) y las medidas de armonización emanadas del proceso globalizador dependían de la capacidad de Estados Unidos y sus aliados de ejercer la fuerza militar de manera efectiva. Desde esta perspectiva, se entendían las razones por la cuales Estados Unidos y sus aliados comenzaron a intervenir asiduamente en la resolución de conflictos a nivel global, como en el caso de Irlanda del Norte, la ex-Yugoslavia y Oriente Medio. Para lograr este objetivo, desde la década de 1990 se avanzó hacia un concepto de intervención tendiente a homologar patrones de conducta que redujeran el espectro de conflicto en el sistema internacional, aun cuando esto conllevaba la posibilidad de intervenir militarmente en naciones soberanas.

El concepto de soberanía establecido por la comunidad internacional desde el fin de la Guerra Fría también estuvo dirigido a reducir las externalidades negativas producidas por conflictos internos y la errática administración económica por parte de los países periféricos, a través de las medidas de ajuste estructural promovidas por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Los Estados nacionales que no estuvieran en condiciones de autoadministrarse de manera efectiva y que no pudieran ejercer un control efectivo sobre su territorio serían considerados “Estados fallidos” (failed states) y por lo tanto sujetos a ser intervenidos militarmente por la comunidad internacional. Esta es la visión derivada del segundo hito importante del ordenamiento internacional que sucedió al fin de la Guerra Fría: la guerra contra el terrorismo. La amenaza del terrorismo islamista hizo que se viera a los “Estados fallidos” como posibles desestabilizadores del sistema global, debido a su putativa colaboración con grupos terroristas. Esa es la razón por la cual Estados Unidos y sus aliados ejercieron la intervención militar en países como Afganistán (2001), acusado de albergar terroristas pertenecientes a Al-Qaeda e Irak (2003), al cual Estados Unidos acusaba de poseer armas de destrucción masiva.

El período de “hegemonía liberal” de las dos primeras décadas que sucedieron al fin de la Guerra Fría le dio a Estados Unidos la posibilidad de usar su poderío militar para reconfigurar al mundo de acuerdo con sus preferencias geopolíticas. El concepto “hegemonía liberal” se sustenta en la idea de que, a nivel doméstico, los Estados deben regirse de acuerdo con principios políticos liberales, como la democracia, el estado de derecho (rule of law) y el respeto por los derechos humanos. A nivel internacional, el orden liberal se caracteriza por la apertura económica (bajas barreras al comercio internacional y fomento de la inversión extranjera) y un esquema de relaciones interestatales reguladas por instituciones supranacionales como la Organización Mundial del Comercio (OMC).

La hegemonía liberal de Estados Unidos se empieza a resquebrajar como consecuencia de la gran crisis financiera de 2008-2009. Este tercer hito del ordenamiento internacional que sucedió al fin de la Guerra Fría erosionó el prestigio del sistema capitalista estadounidense, además de originar una merma en los niveles de vida de los habitantes de ese país y de la mayoría de las naciones occidentales. Aquí se produce un fenómeno importante: el ocaso de la hegemonía liberal, el cual abre una nueva etapa en el orden internacional. El concepto de hegemonía liberal fue usado por los gobiernos de Bill Clinton (1993-2001) y George W. Bush (2001-2009) para mantener la posición de superioridad de Estados Unidos en el sistema político internacional. El concepto de hegemonía liberal se sustentaba en una idea bastante optimista acerca de la capacidad de Estados Unidos de poder reconfigurar el funcionamiento interno de otras sociedades y una subestimación acerca de la capacidad de los actores más débiles del orden internacional de repeler los objetivos estratégicos estadounidenses. Los gobiernos de George W. Bush y Bill Clinton operaban bajo la premisa de que era posible expandir valores políticos y económicos que reconciliaran los intereses de Estados Unidos con los de la comunidad internacional.

El proceso de difusión tecnológica y la liberalización del comercio internacional, además del intervencionismo militar, hicieron mella en la capacidad de Estados Unidos de mantener la supremacía del orden global. La liberalización del comercio internacional benefició a los intereses corporativos globales mucho más que a la ciudadanía, la cual se vio perjudicada por la descentralización del sistema de producción y consumo. La orientación de la política exterior de Estados Unidos comienza a cambiar debido a factores ligados a la merma en la calidad de vida de su población luego de la gran crisis financiera de 2008-2009, el ascenso geoeconómico y geopolítico de China y la creciente autosuficiencia de Estados Unidos en materia energética, lo cual permite el abaratamiento de costos y la repatriación de cadenas de producción a América del Norte.

El reacomodamiento del sistema político internacional nos está llevando a un esquema de relaciones internacionales de suma cero. Desde esta perspectiva realista de las relaciones internacionales, un beneficio obtenido por un actor del sistema internacional siempre ocasiona una pérdida para otro actor. Esto lleva a las grandes potencias a maximizar su posición relativa dentro del orden internacional de manera continua. Esta visión de la política internacional se contrapone a las ideas de la corriente liberal, la cual ve en la cooperación política y económica entre las naciones un instrumento para moderar el espectro de conflicto.

El ocaso de la hegemonía liberal está íntimamente ligado a la voluntad de Estados Unidos de recuperar su posición dominante en el sistema internacional, gravemente amenazada por una creciente multipolaridad ocasionada por el ascenso de competidores económicos de gran importancia, como China. Esto implica el abandono parcial de una política exterior globalista y la creciente relevancia de principios realistas, que tienen como propósito maximizar el interés nacional estadounidense sin bregar por la armonización de patrones políticos y económicos a nivel global. Más allá de la coyuntura creada por el gobierno de Donald Trump, Estados Unidos se enfrenta a la contrahegemonía china, sustentada en una política comercial neomercantilista. El gobierno de Trump busca reinstaurar el sistema de librecambio desde una perspectiva centrada en la repatriación de las cadenas de producción y la imposición de una política librecambista (en la medida en que estas promuevan al interés nacional estadounidense) a las regiones del mundo donde opera una orientación mercantilista, como China y, en menor medida, la Unión Europea. Para conseguir este objetivo, se abandona la idea de instigar un acercamiento geopolítico hacia China. También se obliga a los países europeos a contribuir al menos con el 2% de su presupuesto nacional a temas de defensa, so pena de moderar el compromiso estadounidense con la Organización del Atlántico Norte (OTAN).

El auge de la hegemonía liberal coincidió con una sensación de optimismo causada por el triunfo del liberalismo en la contienda con la Unión Soviética. El triunfo de la concepción racionalista en las relaciones internacionales implicaba la imposición de un contrato social que regulara no solo la interacción entre los Estados sino también el orden interno de los países que se unían al sistema global, asegurándose de que estos se ordenaran internamente sobre la base de valores como la democracia, el estado de derecho y la doctrina de los derechos humanos. La nueva formulación del sistema internacional se caracteriza por un ascenso en el nivel de conflicto entre Estados Unidos y sus competidores comerciales y geopolíticos y un marcado descenso en el proceso de homogeneización política y social a nivel global.

En efecto, una de las manifestaciones del ocaso de la hegemonía liberal es la aplicación de la regla citada por Joseph de Maistre, a propósito de los designios progresistas de la Revolución Francesa: “Nunca se debe preguntar cuál es el mejor gobierno pues no existe uno que convenga a todos los pueblos. Cada nación tiene el suyo, del mismo modo que tiene su lengua y carácter, y ese gobierno es el mejor para ella”.1 La desglobalización del sistema político internacional es el resultado de la imposibilidad de extender normas que puedan ser acatadas por todas las naciones de manera uniforme. Los sucesos ocurridos desde el inicio de la guerra contra el terrorismo indican que la imposición de un modelo homogeneizador motorizado por la fuerza militar tiene consecuencias negativas para la propia potencia que lo propicia.

El ocaso de la hegemonía liberal de Estados Unidos responde a la necesidad de recobrar la personalidad política del país, la cual se basa en un sentido de “excepcionalismo” con respecto a otras naciones de Occidente. En el actual contexto internacional, el “excepcionalismo estadounidense” busca influenciar al sistema político internacional a través de la confrontación con las naciones que cierran sus puertas al librecambismo indiscriminado, como China y los países del espacio económico europeo. Estados Unidos se ve como una nación moralmente superior a los países de Europa. Este sentido de superioridad moral es un factor fundamental para entender por qué Estados Unidos ha sido propenso a utilizar la fuerza militar para protegerse de ideologías y prácticas que amenazan su posición hegemónica.

El ocaso de la hegemonía liberal es resultado inmediato de la incapacidad del sistema capitalista de proveer una mejora económica sostenida para todos los sectores de la población. La gran crisis financiera de 2008-2009 mostró de manera evidente la viabilidad del sistema de producción que prevalece en países como China, que posee un sistema político autoritario y un sistema económico mercantilista que logra dar respuesta a las aspiraciones de movilidad social de su población de manera mucho más efectiva que las naciones occidentales. Esta alternativa ideológica al sistema capitalista estadounidense tiene consecuencias geopolíticas de gran importancia. El ascenso de China es evidencia de los beneficios de su sistema económico. Este ascenso también da lugar a la posibilidad de que otros países adopten ese sistema, lo cual reduciría el espectro de dominancia de Estados Unidos en el sistema político internacional. El ocaso de la hegemonía liberal no implica un renunciamiento a las aspiraciones globales de Estados Unidos. Más bien, la oposición del gobierno de Trump a la hegemonía liberal debe ser vista como la voluntad de establecer los lineamientos que puedan restaurar la dominancia de Estados Unidos en el sistema global. Se quiere, a través de la coerción política y económica, pasar de un sistema normativo multilateral a otro que sea ordenado bilateralmente a través de un sistema de incentivos, castigos y recompensas.

Estados Unidos comienza a abandonar parcialmente el multilateralismo ya que este deja de influir positivamente en la capacidad de la potencia hegemónica de poder dictar los lineamientos del orden global. Esta perspectiva de conflicto nos hace pensar en una alineación del orden internacional mucho más propensa a ser influenciada por conductas jerarquizantes. La historia, en definitiva, refleja un orden jerárquico en el cual unas pocas naciones mandan y la mayoría obedece. Desde la perspectiva de las relaciones internacionales, se deduce que el sistema de Estados es “anárquico” porque no existe un ente capaz de implementar todas las normas del derecho internacional en todo momento y en todo lugar. Los regímenes internacionales establecidos luego del fin de la Guerra Fría lograron morigerar la posibilidad de conflicto entre las naciones sobre la base de una expansión de normas comunes de conducta. En el actual contexto, se nota un fenómeno inverso. En efecto, las naciones preponderantes manifiestan una voluntad cada vez mayor de deshacerse de los compromisos políticos que provienen del acatamiento a las normas del derecho internacional.

Además, si bien la era de la globalización produjo progreso material, este no logró ser distribuido equitativamente. El ocaso del orden liberal tiene como resultado inmediato el fin de la idea de un progreso material lineal que pueda abarcar a grandes esferas de la sociedad y a todos los países del orbe de manera equitativa. La democratización de las economías de Occidente, la cual tuvo lugar luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, ha tocado techo. Los nuevos procesos de producción, los cuales no requieren una gran cantidad de trabajadores, son incompatibles con la idea de sistemas políticos que puedan crear los mecanismos para llevar progreso material a las masas. El proceso de destrucción creativa que es parte intrínseca del capitalismo moderno crea también un sentido de impermanencia que impide la construcción de un contrato social de larga duración y que pueda abarcar a las mayorías. En efecto, la implementación de las nuevas tecnologías en el proceso de producción tiene como resultado inmediato la merma en la calidad de vida de vastos sectores de la población, debido a la necesidad cada vez menor de incorporar trabajadores a la economía.

La idea de progreso material que reguló las relaciones sociales de Occidente luego del fin de la Guerra Fría estuvo informada por un sentido de optimismo promovido por un aparato cultural que difundía a través del cine, el arte y la música la idea de una continua democratización del bienestar. Desde los centros de producción de sentido, se promovía la idea de que el individuo debía atender no solo a sus necesidades materiales básicas, sino también a sus incesantes deseos. Este sentido de optimismo panglosiano sentó las bases de los graves problemas económicos que desencadenarían en la gran crisis financiera de 2008-2009, además de la fragmentación que aqueja a las sociedades de los países occidentales. Tanto el sistema político como la cultura popular de la “bella época” liberal establecieron la idea de que todos los individuos están en condiciones, si así se lo proponen, de obtener un nivel de progreso material cada vez más elevado. El ocaso de la hegemonía liberal es un momento de revelación: habrá progreso material, pero no será para todos ni distribuido de forma equitativa. La productividad no está ligada al empleo de personas físicas, sino a la creciente digitalización de la economía y a la introducción permanente de formas más efectivas de producción y consumo. La pandemia global de COVID-19 es un importante acelerador de las grandes transformaciones del proceso económico. Estas transformaciones, guiadas por el concepto de eficiencia económica, indican que no volveremos a experimentar los mismos niveles de ascenso social vistos durante la Guerra Fría.

El hiperindividualismo y la idea del consumo ilimitado de bienes y servicios terminan debilitando el tejido social y creando importantes grietas ideológicas entre los diversos sectores de la población. A su vez, el sentido de obsolescencia y fluidez generado por el sistema capitalista posmoderno no es capaz de llevar bienestar a todos los estamentos de la sociedad.

El ascenso de potencias revisionistas –aquellas que rehúsan acomodarse a los intereses de Estados Unidos– como Rusia y China, las cuales son vistas como ejemplos elocuentes de los beneficios que trae el respeto por las formas tradicionales y carismáticas de organización económica y social, es otro elemento que augura el fin del orden liberal tal cual lo conocemos. Kant hablaba de la necesidad de que las naciones puedan ser mancomunadas a través de reglas de convivencia que puedan traer prosperidad a todos los individuos. Esta visión prolija y lineal de la historia ha informado el sistema político internacional creado luego del fin de la Guerra Fría. En efecto, el sentido de sociabilidad entre los pueblos y la idea de una mancomunidad universal están profundamente influenciados por la noción de que es posible gestionar las inclinaciones naturales del individuo de forma ordenada y racional. En la visión liberal, hay una tendencia a ver la historia como un proceso que permite resolver los problemas que afectan al orden interno de las naciones y a las relaciones interestatales. Los acontecimientos que actualmente informan el sistema político internacional parecen no darle la razón a la visión liberal. La recurrencia del conflicto, sumado al progreso político y económico desigual entre las naciones, hace que vuelva a relucir una idea menos optimista de la historia.2

Auge y ocaso de la era liberal

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