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Una nueva formulación del Nuevo Orden Mundial
ОглавлениеLa primacía de lo económico por sobre lo político y la centralidad del hiperindividualismo de corte liberal en el ámbito doméstico está llevando a una nueva formulación del Nuevo Orden Mundial creado al fin de la Guerra Fría. No existe ya la amenaza de un sistema económico que pueda reemplazar al capitalismo como principal sistema de producción de bienes y servicios. Es por eso que los sucesos que afectan al orden mundial deben ser vistos como una puja entre actores de gran relevancia, como Estados Unidos, China y Rusia, para determinar la forma en la cual se relacionarán los distintos espacios geopolíticos y la manera en la cual el sistema capitalista influirá sobre ellos.
No se está discutiendo si habrá o no globalización, sino la manera en la cual se encuadrará el proceso de producción y consumo y quiénes serán los actores que saldrán beneficiados por el reacomodamiento internacional que está teniendo lugar como consecuencia del resquebrajamiento del liberalismo. Estamos efectivamente en los albores de la segunda Guerra Fría, en la cual Estados Unidos y China medirán fuerzas en el campo comercial, tecnológico y militar. El resultado de esta contienda determinará, en buena medida, el tipo de organización económica y política que prevalecerá en el orden global por el resto del siglo XXI. Por otra parte, la nueva formulación del Nuevo Orden Mundial deberá estar basada en un reacomodamiento en la forma en que las diversas ecúmenes culturales organizan su ordenamiento interno.
El declive geopolítico estadounidense y el ascenso de China trajeron consigo un reperfilamiento del esquema de política exterior de Estados Unidos. El pensamiento geopolítico de Estados Unidos en el marco de lo que seguramente será la segunda Guerra Fría está informado por la puja de dos bandos ideológicos altamente diferenciados. El primero incluye a pensadores como Richard Haass y Graham Allison, los cuales abogan por un rol parecido al que el país tuvo con respecto a la Unión Soviética durante buena parte de la primera Guerra Fría. Este pensamiento está basado en el reconocimiento de la legitimidad de los intereses geopolíticos de China y en un permanente contacto con la clase política de esta nación, en el marco del interés mutuo y de la prevención del conflicto militar. Esta perspectiva fue la propulsada por el gobierno de Barack Obama, quien a través de su secretaria de Estado Hillary Clinton consideró necesario el “pivotaje” hacia Asia en cuestiones de política exterior. Hillary Clinton afirmaba en 2014 que era esencial para Estados Unidos forjar un modus vivendi en Asia, una región del mundo con una estructura económica sólida que estaba en pleno proceso de construcción de una arquitectura de seguridad propia. Según las declaraciones de Hillary Clinton, Estados Unidos debía contribuir a solidificar ese proceso, el cual redundaría en un continuo liderazgo de Washington durante el siglo XXI. Durante la última etapa del gobierno de Obama, se deducía que había un parangón entre la construcción de la alianza transatlántica luego del fin de la Segunda Guerra Mundial y la posibilidad de encuadrar a Estados Unidos como una potencia de la región del Pacífico en el siglo XXI.8
Hay quienes rechazan la idea de un acercamiento con China. Este bando, que incluye a Stephen Bannon, otrora asesor de Donald Trump, aboga por una posición más agresiva, basada en la voluntad de acabar con las prácticas mercantilistas chinas y en morigerar su expansión geopolítica en América Latina, Europa y Asia. Desde esta perspectiva, la política exterior de China se ve como profundamente hostil debido al tamaño de su población y economía y su política exterior, basada en la extensión de su poderío comercial en el hemisferio sur. La segunda Guerra Fría tiene ribetes diferentes del conflicto ideológico entre Estados Unidos y la Unión Soviética, debido al hecho de que lo que está en juego no es la posible victoria de una alternativa al sistema capitalista. Lo que sí está en juego es la capacidad de Estados Unidos de dirigir el sistema de producción y consumo, no solo en el orden internacional sino también dentro de sus fronteras. El recambio generacional que está teniendo lugar en Estados Unidos hace que la idea de un sistema capitalista dirigista pueda constituirse en una verdadera alternativa ideológica al sistema de laissez faire que impera en el país. A todo esto, la primacía estadounidense se ve amenazada por el creciente poderío de potencias revisionistas como China y Rusia. Es por eso que el gobierno de Donald Trump se cree en el legítimo derecho de imponer condicionamientos que puedan frenar el avance del poderío económico chino.
El reacomodamiento del sistema político internacional atañe también a la composición del orden interno de las sociedades. Es poco probable que la tendencia soberanista, basada en una supuesta “colaboración de clases” que hace acordar al fascismo y otras ideologías de “tercera posición”, pueda ayudar a resolver los problemas que aquejan a las sociedades modernas. El “soberanismo” manifiesto en el pensamiento político de Trump o el fenómeno Brexit (y también en el capitalismo autoritario y la gobernanza iliberal de países como Rusia y China) deben verse como tentativas de cabalgar el proceso de globalización de forma que este responda al interés nacional. El “soberanismo” no es un fenómeno que tenga como propósito ulterior acabar con el proceso globalizador; es un concepto utilizado por los países que capitanean los espacios geopolíticos dominantes para mantener su relevancia estratégica y no perder posiciones con respecto a sus competidores. Su concepto también indica una voluntad de concebir el espacio público de acuerdo con los valores heredados por una tradición cultural específica, en lugar de nociones de derechos civiles de aplicación global.
El Nuevo Orden Mundial que se viene reconfigurando desde 2016 está creando un ordenamiento geopolítico que se parece mucho al mundo descripto por el escritor británico George Orwell en 1984, novela distópica que retrata un mundo dominado por potencias autoritarias que no logran establecer una hegemonía universal. Los principales polos geopolíticos de la tercera década del siglo XXI son (1) la anglósfera, representada por la tradición librecambista de Estados Unidos y el Reino Unido; (2) el espacio geopolítico europeo, con un mercado único de bienes y servicios regulado, y abierto al comercio internacional de manera restringida; (3) China, la cual ha basado su ascenso económico en el establecimiento de relaciones geoeconómicas relativamente simétricas con otros países en vías de desarrollo, y (4) Rusia, la cual mantiene una posición dominante en el plano militar, situación que se traduce en una hegemonía geopolítica de envergadura en el espacio euroasiático. Inevitablemente, este sistema internacional rompe el proceso de globalización y lo reemplaza por un sistema de hegemonías regionales adecuado a las necesidades geopolíticas de cada una de las potencias dominantes. Estos polos chocarán entre sí, pero les será muy difícil obtener hegemonía más allá de su espacio geoestratégico natural.
Hay una gradual disonancia entre el proceso globalizador y los intereses geopolíticos de Estados Unidos, la potencia que engendró el sistema internacional establecido a fines de la década de 1980. Este fenómeno, sumado al ascenso de potencias revisionistas como China y Rusia, hace que haya un reacomodamiento del orden político internacional sobre la base del establecimiento de espacios geopolíticos que permitan a las potencias instaurar una hegemonía regional. La creación de espacios geopolíticos diferenciados limita la posibilidad del proceso globalizador de instigar una convergencia política y económica de gran magnitud. En efecto, vemos un repliegue de los valores liberales que informaron el proceso globalizador durante las primeras tres décadas que sucedieron al fin de la Guerra Fría. Esta reformulación del sistema político internacional puede ser el precursor de un orden global basado en el establecimiento de espacios geopolíticos que adopten su propia forma de organización política y económica y resistan a la idea de un “último hombre” universalizado.
1. Joseph de Maistre, Sobre la soberanía popular: un anticontrato social, Pozuelo de Alarcón, Escola y Mayo, 2014, p. 195.
2. Ver Immanuel Kant, ¿Qué es la Ilustración? [1784], Madrid, Alianza, 2013.
3. Ver Arthur Koestler, The Yogi and the Commissar and other essays, Londres, Macmillan, 1946.
4. Karl Marx, El capital [1894], Ciudad de México, FCE, 2000, vol. III, sección séptima, cap. XLVIII, p. 759.
5. Francis Fukuyama, Identity: The demand for dignity and the politics of resentment, Nueva York, Picador, 2019, p. 251.
6. Ferdinand Lasalle, The Working Man’s Programme, Londres, The Modern Press, 1864 (archive.org).
7. Ferdinand Lasalle, Open Letter to the National Labor Association of Germany, Cincinnati, Socialistic Labor Party, 1879, p. 2.
8.Hillary Clinton, “America’s Pacific Century”, Foreign Policy, 11 de octubre de 2011, (foreignpolicy.com).