Читать книгу La chispa adecuada - Noemí Quesada - Страница 13

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Bien de Martinis

—¿Qué asiento tienes? —me pregunta Alex poniendo su mano sobre mi hombro.

—Voy en la cola. ¿Y tú?

—El 18C. Me quedo aquí. ¿Quieres que te ayude con el equipaje?

—No, tranquilo. Es una maleta pequeña.

—De acuerdo. Ven a verme luego si quieres, estaré por aquí —me sonríe.

Asiento levemente y camino hacia el final del avión. Tal y como imaginaba, voy en la última fila, pero ya están cerrando puertas, todos parecen estar sentados y no tengo a nadie a mi lado así que, al menos podré estar cómoda.

Una vez en el aire y con la señal de los cinturones apagada, me siento algo más tranquila. Ya no hay nada que pueda hacer hasta que aterricemos. Si de aquí a entonces me arrepiento de mi decisión, solo tendré que comprar un billete de vuelta y todo habrá quedado en una anécdota muy cara. ¿Qué me está pasando? Debo de estar muy mal para tomar una decisión así. Voy en un avión rumbo a Indonesia con alguien a quien he conocido en una cafetería; o, mejor dicho, en una discoteca. Veamos, técnicamente lo conocí en la cafetería, aunque hablamos por primera vez en la discoteca… Espera ¿eso qué más da? El caso es que, sin conocerlo de nada, me lanza una oferta para irme con él y yo voy y la acepto. ¿Estoy perdiendo la cabeza? Necesito hablar con Carol y Cam y que me digan si realmente me he vuelto loca, pero sé que eso no será posible hasta que estemos en tierra.

Esto debe de ser la crisis de los treinta que llega con retraso. Pensándolo bien, nunca he cometido ninguna locura de este tipo, siempre he sido bastante responsable, dedicada a mi trabajo y sin salirme demasiado de la rutina. Quizá esto es lo que necesito, mandarlo todo a tomar viento y comenzar de nuevo… Sé de gente que lo hace, pero siempre después de una gran crisis o de una experiencia traumática. ¿Estoy yo en ese punto?

Intento encontrar a Alex entre todas las cabezas que hay por delante de mí, pero aún no tengo una imagen muy precisa de su coronilla como para distinguirlo entre tanta gente. Me ha dicho que vaya a verlo, pero no sabría qué decirle. No es que yo sea demasiado tímida, pero con él me quedo como alelada. Debe de ser el aura de paz que desprende y su peculiar y fascinante estilo de vida.

—¿Quieres compañía?

Ni siquiera lo he visto acercarse. Parece como si lo hubiese atraído con mis pensamientos y durante un segundo, dudo de si lo he llamado en voz alta.

—Voy a darte tiempo para pensar, pero como digas que no va a ser un poco incómodo ya que vamos a estar metidos en este trasto bastantes horas —arquea las cejas.

Su comentario me saca una sonrisa y es la respuesta que necesita para sentarse a mi lado.

—¿No eres muy habladora, ¿verdad? Yo tampoco es que lo sea, pero paso mucho tiempo solo así que aprovecho cuando estoy con alguien.

Alex sonríe mientras yo sigo callada.

—Hemos tenido suerte, yo también tengo un asiento libre a mi lado. Lo sabrías si hubieras venido a verme —me guiña un ojo—. ¿Sabes? Apenas nos conocemos y ya me has dado calabazas dos veces. ¿Debería darme por aludido?

No sé qué tiene, pero me deja obnubilada. Aparte de lo evidentemente guapo que es, desprende sencillez, nobleza, calma y optimismo. Es amable, simpático, divertido, lo que se conoce como un buen tío. Eso a primera vista, claro. Nunca es oro todo lo que reluce y eso es algo que he aprendido a base de desengaños, pero siendo objetiva, el chico reluce tanto que se hace difícil no sentirse encandilada como una polilla bajo una farola.

—¿Me vas a descuartizar cuando aterricemos? —se me ocurre decirle para forzarme a salir de mis pensamientos.

—¿Crees que si ese fuera mi plan te lo diría? ¡Tendrás que esperar para saberlo! —se frota las manos divertido—. La verdad es que estás muy loca para hacer algo así. Te lo digo ahora que ya no puedes huir —susurra junto a mi oído erizándome la piel.

—Lo sé, nunca había hecho nada parecido y no tengo ni idea de cuál va a ser el siguiente paso.

—Bueno, tenemos por delante más de doce horas de vuelo, no tienes que pensarlo todavía.

—Supongo…

—¿Quieres saber algo? De todas las chicas a las que he invitado a viajar conmigo, eres la primera que me dice que sí. Me pregunto si en lugar de tener miedo tú de mí, debería tenerlo yo de ti.

De repente me siento una estúpida por haber caído en su red. ¿Se dedica a recolectar chicas para sus viajes? La cara se me transforma y cojo aire para escupir de todo por mi boca.

—Estaba bromeando, Emma —dice ante mi evidente enfado.

—Te juro que estaba entrando en cólera. ¿Siempre eres tan graciosillo?

—El sentido del humor lo es todo, aunque puede que no nos conozcamos lo suficiente todavía como para que entiendas mis bromas. Si te quedas más tranquila, eres la primera que acepta porque eres la primera a la que se lo digo.

—Y ¿qué te ha hecho lanzarme la invitación? Uno no va por la vida haciendo ese tipo de cosas, al menos alguien normal.

—No sé, me pareció que la necesitabas. Intuición, supongo —dice clavando sus ojos en los míos—. ¿Qué te ha hecho a ti decir que sí a última hora?

—No he sido yo, han sido mis piernas —sonrío tímidamente.

—¿Tus piernas?

—Han podido más que mi cerebro y han echado a correr en tu dirección, así que la culpa es de ellas y tuya —bromeo.

—Sabía que me ibas a echar a mí la culpa de esto, pero reconoce que yo no tengo nada que ver —me apunta con el dedo.

—¿Ah, ¿no? Si no me hubieras dicho lo de Indonesia, yo no estaría aquí.

—Y si tú no me hubieras mirado así en la cafetería, yo no te habría dicho lo de Indonesia.

Nos miramos unos instantes sin saber qué decir y se crea un silencio incómodo que nos envuelve por completo. La voz de la azafata preguntando si queremos algo de beber nos viene como anillo al dedo y creo que ambos lo agradecemos.

—Agua, gracias —responde primero.

—¿Tienes algo con alcohol?

—¿Es que piensas emborracharte?

—¿Qué quieres que haga? Estoy metida en un avión con un desconocido, rumbo al fin del mundo. Si esta no es una buena ocasión para emborracharse, ya me dirás cuál lo es.

—Me has convencido, cambio mi agua por un Martini —le dice a la azafata.

—Otro para mí.

—Debo decirte que no suelo beber, solo lo hago por solidaridad —dice mientras alzamos los botellines y brindamos.

—Y yo no suelo beber Martini, pero lo hago por solidaridad.

El brindis produce un cruce de miradas y un par de sonrisas tontorronas.

—¿Qué te ha parecido Roma? ¿Es la primera vez que viajas a Italia? —le pregunto.

—Nunca había estado. Es fascinante. Llevo todo el viaje intentando encontrar una palabra que la defina, pero ninguna está a la altura.

—¿Majestuosa? ¿Grandiosa? ¿Imponente?

—E increíblemente bella. Deduzco que si has subido a este avión es que no has encontrado lo que buscabas —arquea las cejas esperando mi respuesta.

—Creo que no te entiendo…

—En la discoteca me dijiste que habías ido a Roma para intentar reconectar con el arte, que estabas en un punto muerto. Si no vuelves a Madrid, tu trabajo en el museo…

Alex deja la frase a medias y espera a que la acabe yo, pero me cuesta un poco reaccionar.

—Tienes buena memoria —digo al fin.

—Y tú piensas demasiado.

—¿Y eso?

—Bueno, sueles hacer parones a mitad de las conversaciones y pones tu cara de escudriñadora, así que una de dos: o piensas demasiado, o te suelen dar micro derrames.

Su graciosa ocurrencia hace que me atragante con el Martini, lo que nos provoca un ataque de risa aún mayor.

—Lo primero es que estoy deseando pillar wifi para comprobar si existe la palabra «escudriñadora» y lo segundo es que tú…

—¿Yo, ¿qué? —me pregunta mirándome fijamente con su ya característica sonrisa comedida.

Alex es muy risueño, pero sonríe más con los ojos que con la boca. Tiene los dientes perfectos, alineados, blancos y un poco pequeños, como a mí me gustan. Sus labios son finos, pero no demasiado. Los ojos los tiene súper expresivos, de color azul intenso, ligeramente rasgados y con unas pestañas bastante pobladas. Tiene ojos de pillo, de eso no hay duda. Se le marcan unas leves patas de gallo, supongo que de tanto sonreír y estar expuesto al sol. Imagino que el tono dorado de su pelo también debe de ser por las horas que pasa en la playa. Es como si no se peinara, pero al mismo tiempo le quedan perfectas las ondas así, algo alborotadas. Además, me atrevería a decir que es rubio natural porque la barba de tres días, pestañas y cejas también son claras.

—¡Pues tú! Que te pones a hablar y te piensas que eres el rey de los mares y, además, me pegas muchos cortes, que lo sepas —me hago la indignada, ya que no tengo por donde salir.

—Yo no me creo el rey de nada —se ríe ante la encerrona que me ha hecho y mi cuestionable respuesta—. Por cierto, ¿quién era el rey de los mares?

Alex parece que sabe que me ha apretado demasiado las tuercas y opta por una conversación más neutral, lo cual me tranquiliza.

—Poseidón según la mitología griega y Neptuno según la romana.

—Eres una cerebrito, ¿verdad? Tienes pinta de serlo.

—No me quejo —le agradezco el cumplido con una de mis mejores sonrisas.

—A mí siempre me ha gustado el arte, pero nunca he profundizado demasiado, así que, si me quieres dar algunas nociones, soy todo tuyo. A cambio, yo te puedo enseñar a surfear.

—Esto… Me lo pensaré, pero no me veo encima de una tabla de surf.

—Estarías genial.

—Permíteme que lo dude.

He perdido la cuenta de los botellines que nos hemos tomado. No hemos parado de hablar ni un segundo y al ir al baño compruebo que han pasado más de seis horas de vuelo sin apenas enterarme. Para mi vergüenza, también compruebo que el avión está a oscuras y la gente dormida, ya que, entre conversaciones y risas, nos han dado las seis de la mañana sin enterarnos.

—Es súper tarde —me susurra nada más abrir la puerta del baño mientras espera a que yo salga para entrar.

—Lo sé, acabo de mirar la hora.

Me deslizo con mi espalda pegada a la pared para darle paso a él. Nuestros cuerpos están a menos de diez centímetros de distancia y él no aparta su mirada de la mía. Me viene a la mente la típica escena de película en la que se lo montan en los baños de un avión y de pronto, no sé dónde esconderme.

—Creo que voy a intentar dormir un rato —le digo activando mi escudo protector, el cortafuegos y una valla de seguridad.

—Sí, deberíamos dormir.

Vuelvo a mi asiento y me recuesto ocupando los dos sitios libres que hay junto al mío, sin darle más opción que la de volver al suyo. No pienso dormir junto a él y me parece que ya he bebido y hablado suficiente. Cam estaría orgulloso de mí. Mis escudos siguen activados, pero al menos hemos entablado conversación, tal y como él me sugirió, aunque esta situación dista mucho de la original. Oigo abrirse la puerta del baño y me hago la dormida para que pase de largo. Entreabro un poco los ojos y le veo alejarse mientras se pasa las manos por el pelo. Creo que se lo ha mojado un poco.

La chispa adecuada

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