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Roma

La última vez que estuve en Roma hizo tanto calor que me dije a mí misma que nunca más volvería en verano. Estamos a principios de marzo y lo máximo que he podido conseguir ha sido una semana de vacaciones. No es gran cosa, pero creo que será suficiente. Esta vez me alojo en un apartamento situado justo enfrente de la Fontana di Trevi. Para su inmejorable ubicación no es excesivamente caro, supongo que se debe a que es un minúsculo quinto piso con unas enormes escaleras de piedra que me van a poner el culo como el de El David de Miguel Ángel. Massimo, el casero, ha sido muy amable dándome diferentes planos de la ciudad, recomendaciones de restaurantes y demás, pero yo ya tengo claro lo que voy a hacer primero.

Piazza Navona, tal y como dicta la tradición. Para mí es el lugar perfecto para sentir de lleno la ciudad. El palacio, la iglesia, La Fuente de los Cuatro Ríos y un helado de chocolate del sitio de siempre. Los helados de Roma son lo mejor de este mundo y probablemente, el paraíso, si es que existe, esté lleno de ellos. Una eternidad comiendo pizzas y helados y sin engordar ni un gramo, eso sí que sería el paraíso. ¿Otro paraíso? Poder tener uno de estos cafés italianos a mi disposición, cómo y dónde yo quiera. Siempre vengo a la misma cafetería, me pido un espresso y me siento a degustarlo mientras observo a la gente. Trato de que me dure lo máximo posible, pero es inevitable acabármelo en dos tragos. La cafetería debe de ser de las más antiguas de la ciudad, está decorada en tonos blancos y dorados, tiene un enorme mostrador de helados y siempre está a rebosar. Sé que es de las buenas porque los romanos vienen aquí a tomar su café, siempre de pie junto a la barra. Los turistas, en cambio, preferimos tomarlo sentados. Te cobran algo más, pero merece la pena.

A mí lado hay una mesa de chicos, deben rondar los veintitantos o treinta. Son tres, pero se ve claramente quién lleva la voz cantante. El rubio con ondas surferas y ojos azules. Es el típico chico que aparece en los anuncios a la orilla del mar con su tabla de surf y una sonrisa que brilla más que el sol. Están hablando de un nuevo deporte acuático que no me suena ni de lejos. Por lo visto les tiene ganas a las aguas de Australia, pero primero quiere descubrir algunas islas de Indonesia. Los otros dos lo miran como obnubilados y no me extraña. No solo es su cara o su sonrisa, es el aura que desprende. Tiene lo que se conoce como carisma, algo atrayente que le surge de manera tan natural que es imposible no mirar. Mi rostro reflejado en el espejo que tengo enfrente me hace levantarme de un salto y poner rumbo hacia la calle como quien huye del hombre del saco. Al parecer, yo tenía la misma mirada bobalicona que sus amigos, pero por suerte, ellos ni han reparado en mí.

Me paso los dos días siguientes visitando los típicos monumentos, desde el Coliseo y el Foro Romano, hasta el Castillo de Sant’ Angelo, que se puso de moda por aparecer en la película de El código Da Vinci. Por supuesto, la subida a la claustrofóbica cúpula del Vaticano es visita obligada y no puedo evitar reír al recordar el patinazo de Cam.

No tengo ningún problema con viajar sola, al contrario, me encanta pasear a mi aire, observar a los romanos, los turistas, impregnarme del olor a albahaca, mozzarella, café… Por las noches antes de dormir, me quedo mirando la Fontana desde mi ventana hasta que se me cierran los ojos. Es uno de los monumentos más impresionantes que existen. Recuerdo cómo me cortó la respiración la primera vez que lo vi. Aún me la sigue cortando, pero las primeras veces solo ocurren una vez. El arte es tan subjetivo, tan impresionante, tan bello. Por eso lo elegí o por eso me eligió él a mí; al fin y al cabo, uno no elige lo que le gusta, simplemente lo disfrutas y te hace feliz.

—Cari, ábrenos la puerta —canturrea Cam al otro lado del teléfono.

—Eh… ¿qué puerta?

—El enorme portón de color azul que tengo delante, estoy deseando darme una ducha.

—Dime que estás delirando o que lo estoy yo, porque no entiendo nada.

—Venga, ábrenos, ¡tenemos hambre! —oigo gritar a Carol.

—No me lo puedo creer. ¿En serio estáis aquí?

Salto de la cama y me apresuro a apretar el botón que abre la puerta, sin estar segura de si estoy soñando. Cam quejándose de las enormes escaleras y Carol quejándose del peso de la maleta son la irrefutable prueba de que realmente están aquí.

—¡Sorpresa! —gritan al unísono.

—¡Pero estáis locos! ¿Qué coño estáis haciendo aquí?

—Queríamos revivir nuestro primer viaje, ¡hace tanto de eso! —me abraza Carol para después dejarse caer sobre la cama.

—¿Y ese flequillo? Te queda genial, pero me sorprende que salgas de tu corte clásico de siempre.

—Me apetecía cambiar —contesta como si no fuese un gran cambio para ella.

—Mi amor —interrumpe Cam—, lo de los italianos es para volverse loco. ¿Has visto que elegancia? Parecen salidos de un anuncio de perfumes. Necesito uno en mi vida. ¡No! ¡Mejor dos!

—¿Pero tú no estabas con el tal Pedro?

—¿Qué Pedro ni qué Pedra? Nada, nada, de aquí vuelvo con un italiano como que me llamo Cameron Martínez Pons.

Carol y yo no podemos evitar reírnos, como cada vez que pronuncia su nombre completo. Entre el nombre inglés, el apellido que no puede ser más español y que es negro como el chocolate más puro, no me extraña que él haya resultado ser una mezcla de lo más ecléctica.

—Venga, nos pegamos una ducha y nos vamos de marcha. ¿Conoces algún sitio que merezca la pena? —pregunta levantando los brazos al ritmo de una música que no existe, dejando claro que tiene gana de fiesta.

—Como puedes ver, señorito Martínez, estoy en pijama. Ganas, lo que se dice ganas de juerga, como que no tengo.

—Un pijama anti-morbo total, por cierto, que hasta tiene pelotillas —dice despegando algunas de ellas mientras Carol se ríe como una hiena.

—¡Oye! ¡Que es mi pijama favorito! Son bebés de medusa —digo tratando de hacerlo atractivo.

—Es el mejor anticonceptivo que he visto hasta la fecha, así que ya estás metiéndole fuego y pintándote los labios de rojo putón. Carol, ¿qué me dices? ¿Verdad que quieres conocer la noche romana?

Carol, con su típico gesto de ojos en blanco, mirada al cielo y aplausos casi sordos a toda velocidad, se suma al carro de Cam.

—¡Fiesta, fiesta, fiesta, fiesta!

Los dos hacen un ridículo baile y repiten la palabra «fiesta» hasta que deja de tener sentido. Cuando estos dos se alían, sé que no tengo nada que hacer, así que me quito el pijama y me pongo lo más decente que llevo en la maleta: unos vaqueros y una camiseta negra. Ellos se pegan la ducha más rápida de la historia y al mirar el reloj compruebo que apenas son las diez de la noche y yo ya pensaba meterme en la cama. ¿Se puede ser más deprimente?

La chispa adecuada

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