Читать книгу Bajo el cielo de Alejandría - Olga Romay Pereira - Страница 10
ОглавлениеCapítulo 4:
La petición de Casandro
Nimlot puso por segunda vez un pie en Macedonia con un hatillo en una mano y una cesta de mimbre en la otra. Era verano, lo cual mejoró su percepción del clima macedonio. Nimlot no guardaba buenos recuerdos de su tormentosa visita seis años atrás.
Giró a su alrededor y vio que la actividad del puerto de Anfípolis era notable. Había barcos de guerra que asomaban sus espolones en los arsenales del ejército y en ese momento tropas con soldados armados estaban desembarcando en el puerto militar. Todo anunciaba una guerra, se preguntó cómo sería una contienda, nunca había visto una batalla, lo más cerca que había estado era cuando en Karnak leían párrafos de un papiro titulado la Guerra del Peloponeso en las lecciones de griego.
Oyó el nombre de Casandro varias veces. Se acordaba de aquel hombre, no le causó buena impresión cuando lo vio en casa de su padre Antípatro en Pella, la capital del reino de Macedonia. Su rostro le recordaba una pequeña comadreja, su espíritu el de un áspid en reposo.
Se preguntó si el poder habría cambiado a Casandro. Desconocía que el poder sólo acentúa los defectos y raras veces hace aflorar la virtud. Su padre, Antípatro, había muerto un año atrás y le había desheredado en el último momento. Se pudo imaginar su rostro encendido por la ira cuando Casandro supo que Poliperconte, uno de los generales de su padre, había heredado en vez suya el reino de Macedonia. El desprecio de un padre en el lecho de muerte es un trago amargo en cualquier país del orbe, y más cuando lo que está en juego es ser gobernador de toda Grecia.
En el muelle del puerto de Anfípolis, Nimlot abrió el hatillo y sacó un recipiente de barro con una tapa de madera ajustada con un trapo, cambió el agua de su interior con cuidado. Allí vivían dos pequeñas caracolas de concha cónica que debía de alimentar con mariscos por lo menos una vez a la semana. Arrancó un mejillón del muelle, rompió la concha contra el suelo y se lo dio a comer a los caracoles.
Luego tomó con mucho cuidado la cesta de mimbre. Allí moraba un animal más peligroso. Abrió rápidamente una ranura del tamaño de un puño e introdujo un ratón vivo que llevaba en un saco y había cazado en la sentina del barco. Esperó a que la serpiente que había en su interior lo mordiera y paralizara con su veneno. El chillido del roedor y el silencio que vino después, le hicieron suponer que la caza y muerte había concluido. La serpiente engullía a su presa.
Su equipaje, que los marineros del barco habían dejado en el espigón, se reducía a un hatillo con ropa de abrigo y un bulto con varios papiros que le había entregado Petosiris. No le enviaba Ptolomeo a aquella misión, aunque debía informarle de lo que iba a suceder. Cargó al hombro sus pertenencias y luego con una mano tomó la vasija y la apretó contra sus caderas y con la otra, la cesta que apartó lo más posible de sí. Temía más a la serpiente.
—¿Dónde están los reyes? —preguntó a un soldado que juzgó como oficial por sus largas plumas negras en el yelmo.
El hombre lo miró extrañado. Desde que Alejandro había iniciado sus conquistas, no era infrecuente ver esclavos de todas las nacionalidades llegar al puerto de Anfípolis, pero rara vez se veía un egipcio, y menos uno que hablase griego y de condición libre.
—Tenemos cuatro reyes, dos griegos y dos persas —le dijo el oficial. Le informó de que un mes antes habían desembarcado en Anfípolis Filipo Arrideo y Adea invitados por Poliperconte. Y poco después, como si jugasen a perseguirse, habían llegado Roxana y su hijo Alejandro desde Persia invitados también por éste.
— Y además de los reyes, ¿quién gobierna Macedonia? —volvió a preguntar Nimlot. Cuando partió de Egipto el gobernador de Macedonia era Poliperconte, pero ahora desconocía qué estaba ocurriendo.
—¿Es que no sabes que tenemos una guerra entre Poliperconte y Casandro? —le respondió el oficial. Señaló a un hombre que se aproximaba: —. Estás de suerte ahí tienes a Casandro. Esta semana él es el gobernador de Grecia, apresúrate, mañana puede serlo Poliperconte.
Casandro apareció caminando a grandes zancadas desde el arsenal donde los barcos de guerra estaban siendo sacados del agua cuidadosamente y puestos a secar. Los esclavos del puerto esperaban sus órdenes para comenzar a limpiar los cascos de moluscos y algas y calafatearlos para una nueva singladura. Todo olía a brea, que se calentaba en unos grandes calderos. La serpiente de Nimlot se revolvió en su cesta horrorizada por el olor nauseabundo.
—Casandro —gritó Nimlot a su paso, esperando que se acordase de él. Pero Casandro no recordaba al sacerdote que había cenado en casa de su padre con motivo de los esponsales de Eurídice. No solía recordar a los hombres que juzgaba insignificantes. Aun así, Nimlot no había atravesado el Egeo para ser despreciado por aquel macedonio. Sacó fuerzas de sus pulmones y le gritó: —. Traigo un mensaje para ti de tu hermana Eurídice desde Menfis.
Casandro, que ya desaparecía por el muelle seguido de una corte de generales y diversos varones más parecidos a banqueros que a soldados, frenó al instante su enérgico paso. Se volvió en redondo y viendo a Nimlot en la distancia esgrimiendo un papiro, movió la cabeza como aquel que ha sido sorprendido y hablándole a uno de sus oficiales le señaló al egipcio. Al momento, los guardias escoltaron al sacerdote hasta donde se encontraba Casandro, incluso uno de ellos cargó con el cesto de mimbre y la vasija.
—¡Cuidado! —le dijo Nimlot al hombre—, si la cesta se abre te morderá la serpiente, pero si la vasija se rompe, te matarán los caracoles. Son para el rey Filipo, con ellos se convertirá en un nuevo Alejandro.
El hombre rio. Había visto a Filipo Arrideo cuando había desembarcado en Anfípolis y sabía que su cura era imposible. Luego dijo algo obsceno sobre el rey que Nimlot no pudo entender. Nadie en Karnak le había enseñado el dialecto soez farfullado en los puertos, su griego era el de los poetas, la lengua de Homero.
Casandro dio orden de que lo alojaran dentro de la fortaleza de Anfípolis. Se trataba de un lugar siniestro, más parecido a una caverna de habitaciones oscuras y pasillos laberínticos. Le dejaron abandonado a su suerte entre el moho y la podredumbre de una sala de recepciones deshabitada y sin más muebles que una mesa de piedra y una silla robusta, que en su día debió de pertenecer a la familia real porque tenía dibujada una descascarillada estrella Argéada en su respaldo.
Casandro no tardó mucho en ir a su encuentro, ansiaba noticias de Egipto, había enviado embajadas para que Ptolomeo se uniese a él en aquella guerra, y pensaba que, al fin, el aliado más deseado se había decidido. La tétrica iluminación de la fortaleza deformó el rostro del gobernador de Macedonia transformándolo en aristas y surcos oscuros. Tomó la carta de Eurídice y rompió el sello con fuerza golpeándolo con la mesa de piedra.
A la luz de una tea, Casandro leyó la carta de su hermana con grandes esperanzas.
—Un cuarto hijo en camino —dijo mirando el papiro—. Un tornado de arena, una fiesta en palacio. ¡Por Zeus, mi hermana sólo habla de banalidades!, sigue siendo igual de estúpida que cuando vivía con mi padre en Macedonia. Estar casada con Ptolomeo no le ha servido para nada. La desposa el hombre más listo de toda Grecia y se sigue preocupando por asuntos tan ridículos como si sigo acudiendo a visitar a sus primas o que le busque la mejor adivina para que le diga qué le produce callosidades en el pie izquierdo.
—Las mujeres, ya se sabe —le respondió Nimlot condescendiente. Había aprendido esa frase a costa de oírsela a los griegos. Casandro le parecía fascinante, la leyenda de que había ordenado la muerte de Alejandro parecía seguir flotando sobre él. Buscaba los rasgos del asesino en aquel rostro, pero se le escapaban. Sólo sintió una vez un vértigo igual ante un peligro, cuando una vez en Tebas su padre le llevó a ver un león domesticado y acarició su hermosa pelambrera sin saber si ronronearía como un gato o lo mataría de un zarpazo. Jugó a adivinar si Casandro ronronearía o le arrojaría su zarpa.
— Ni una sola palabra de nuestra alianza, ni un tratado, pero ¿qué es esto? —enrolló el papiro enfadado y lo agitó en el aire. Luego se lo lanzó a Nimlot con violencia. Carecía de las noticias ansiadas. Ni siquiera se molestó en leer el mensaje hasta el final—. ¿Has venido desde Menfis sólo para traerme una carta de mi hermana? ¿Y Ptolomeo, no tiene nada para mí? ¿Cuál es su respuesta a mis solicitudes? Yo soy el legítimo gobernante de Macedonia, he de suceder a mi padre, él debe apoyarme. Tengo a los reyes conmigo, Filipo y Adea, soy su custodio, su tutor, ellos ya no quieren saber nada de Poliperconte, él les ha traicionado.
—No hay mensaje de Ptolomeo —respondió Nimlot que había cazado el papiro en el aire. Se preguntó por qué extraña razón todos los macedonios se comportaban de aquella forma violenta—. No hay respuesta a tu solicitud. Él apoya a los reyes, pero no se implicará en tu guerra, ni en la de ningún otro.
—Pero está casado con mi hermana —respondió Casandro. Como si no se hubiese dado cuenta hasta aquel momento de que Nimlot era un extranjero, de pronto reparó en ello y se arrepintió de haber hablado—. Y el resto de los generales de Alejandro me apoyan a mí, Antígono el Tuerto es mi aliado. ¿Qué le ocurre a Ptolomeo? ¿Es que Egipto le ha hecho olvidarse de sus amigos? ¿Qué le retiene en Menfis que es tan importante además de toda esa prole de hijos que viven con él en el palacio?
—Tu hermana lo ha convertido en un hombre de familia. Eurídice vuelve a estar embarazada por cuarta vez, si hubieses terminado la carta lo hubieses sabido. Ella es feliz, desde que ha llegado a Macedonia su prima Berenice su rostro se ha iluminado. Supongo que tu hermana ha descubierto que Egipto puede ser un verdadero hogar. Ahora ve el mundo a través de los ojos de su prima que tiene sobre ella más influencia que su esposo Ptolomeo, más incluso que Antígona, en la cual ha encontrado el consejo de una madre experta. El palacio de Menfis está habitado por las macedonias, mujeres que se bastan entre ellas, sólo piensan en los hombres a ratos. A Ptolomeo le gusta vivir en un palacio habitado por mujeres y niños.
—¿Berenice? ¿Has dicho Berenice? —le preguntó a Nimlot acercándose a la luz de una tea, la única fuente de calor y luz de aquella sala. Sus ojos se transformaron en brillantes espejuelos ambarinos que le daban aspecto de mochuelo abalanzándose sobre su presa. Extendió una mano para recuperar el papiro y leer las últimas líneas. No daba crédito a las palabras de aquel egipcio. Al poco, atónito por su contenido, volvió a enrollarlo y lo dejó olvidado encima de la mesa.
—Dime sacerdote, ¿entonces es verdad que mi prima Berenice está en Menfis y ahora es una de las damas de compañía de mi hermana?
—Sí, así es —dijo Nimlot sorprendido. De pronto Casandro había adoptado un tono de voz inquisitivo, como si Berenice importase gran cosa para él.
—Ya veo —Casandro se cruzó las manos a la espalda y se puso a andar pensativo—. Dile cuando la veas…—interrumpió su paso meditabundo, buscaba una frase de la que luego se arrepintió porque no llegó a salir de sus labios—. No, a ella no has de decirle nada, es con Ptolomeo con quien debes de hablar y trasmitir mi mensaje. ¿He de traerte un estilo y una tablilla de cera para que lo reflejes fielmente?
Nimlot le dijo que no era necesario, su memoria estaba bien entrenada.
—Has de decirle a Ptolomeo que reclamo a Berenice por robo y prostitución, y que ordeno que mi hermana Eurídice no la frecuente nunca más. Dile a tu general que ella ha de volver inmediatamente a Macedonia para recibir su castigo y devolverme medio talento.
Nimlot se quedó estupefacto. Preguntó algo, pero Casandro parecía hermético y cambió al momento de tema de conversación.
Luego, extendiendo sobre la mesa un mapa hecho sobre piel de cabra, Casandro informó a Nimlot de dónde se hallaban los reyes: en la ciudad de Evia.
Llamó a un oficial y le presentó a Nimlot como embajador de Ptolomeo. Le dijo que el oficial le acompañaría. Casandro se demoraría en Anfípolis varios días, esperaba a las tropas que había convocado para unirse a los reyes.
—Llegarás a Evia en dos días —le dijo Casandro al egipcio. Tomó de una mesilla que estaba enfrente de él unas patas secas de calamar frito que fue engullendo una a una. Crujían ligeramente cuando masticaba con la boca abierta.
Luego, dirigiéndose al oficial añadió:
—Acompañarás a este hombre hasta que encuentre a los reyes. Cuando estés frente a la reina Adea has de decirle que ocurra lo que ocurra no ose enfrentarse a Olimpíade. Debe esperarme y resistir allí donde esté, por mucho que ella le provoque. Esa batalla la debo ganar yo. Odio a esa vieja bruja.
Después, como si recordase que Nimlot se hallaba allí, se volvió y le dijo:
—¿Sabes que la madre de Alejandro dice que entrará en Macedonia y se hará cargo de su nieto? La ha llamado Poliperconte y le ha dicho que se encargue del heredero y de Roxana. No puedo imaginar peor aya en el orbe para el hijo de Alejandro. Olimpíade nunca fue madre y ahora pretende ejercer de abuela. El heredero va a ser criado por la mujer más malvada nacida bajo las estrellas.
—¿Puede Olimpíade superar a Roxana? —preguntó Nimlot aparentando ingenuidad.
—Vamos, sacerdote ¿es que en Egipto nunca habéis oído hablar de Olimpíade? —respondió Casandro y arrugó la nariz como si quisiese ofenderlo con un gesto de desagrado.
Hizo una pausa para mirarlo inquisitivamente, luego cambió de postura en la silla, se recostó indolente poniendo los pies sobre la mesa, aplastando el papiro con el mensaje de su hermana y le dijo:
—Es la segunda vez que nos vemos, si no recuerdo mal. La primera, pensé que eras un bárbaro y que Ptolomeo estaba flojo de personal para tener que enviarte de embajador. Sigo opinando lo mismo de ti, aunque hables y te vistas como un griego, es obvio que nunca serás un macedonio. Tal vez, la tercera vez que nos veamos, tu piel se haya aclarado y tu lengua refrenado, sigues siendo demasiado díscolo, como si te sintieses superior al resto de los hombres.
—Hago grandes esfuerzos para ser más servil —le respondió Nimlot cruzando los brazos sobre el pecho para despedirse de Casandro—. Servir a Ptolomeo es cualquier cosa menos aburrido, me envía a lugares remotos a conocer a reyes, príncipes y gobernadores. Tiene un excelente sentido del humor: cuando le describo con mis palabras díscolas lo que veo con mis ojos impertinentes, siempre se ríe. Es de los pocos macedonios que no juzga a los hombres por su raza. Si tuviese una gota de sangre real, ya le hubiésemos nombrado faraón.
—Vete ya de una vez a ver a los reyes. Y no olvides mi mensaje a Ptolomeo —le respondió Casandro irritado moviendo su mano derecha como si estuviese espantando a una mosca. No soportaba oír todos aquellos halagos sobre Ptolomeo, sentía oleadas de envidia. Luego mandó entrar a los generales que le informarían de cuántas tropas habían reunido para combatir a Olimpíade.
— Berenice debe de regresar a Macedonia lo antes posible, aunque sea que me la devuelva atada con grilletes —le dijo gritándole cuando salía por la puerta.
—Por supuesto, los grilletes serán muy apropiados —le respondió también a gritos para que le oyese entre el barullo de los soldados que ya habían entrado y abarrotaban la sala. Luego hablando para sí mismo añadió—: Al verla ya supe que era peligrosa.