Читать книгу Bajo el cielo de Alejandría - Olga Romay Pereira - Страница 5
ОглавлениеMenfis, año 319 a.C
Huyendo de los lamentos de su esposa, que se hallaba de luto por la muerte de su padre, Ptolomeo entró en el archivo del palacio de Menfis buscando un refugio. En una mesa de pino de diez codos, se hallaba su secretario Nimlot enredado entre los papiros de la correspondencia. Como había supuesto, allí el silencio era absoluto.
—¿Qué tal van los asuntos de Egipto? —le preguntó el general macedonio barriendo con el antebrazo los legajos que como montañas ocultaban al sacerdote.
Nimlot emergió entre los papiros con los ojos pintados de Khol y su hermosa cabeza afeitada pulcramente como si todavía fuese un sacerdote Uab del templo de Karnak. La mesa se hallaba frente a la galería desde la cual se veía el puerto fluvial de Menfis. El sol de la mañana había obligado al escriba a correr parcialmente la celosía para trabajar sin ser deslumbrado. Vestía su túnica corta de trabajo emborronada de tinta al igual que la yema de sus dedos.
—¿Qué tal va el luto de tu esposa? Veo que has superado rápidamente la muerte de tu suegro — le respondió el sacerdote, enrollando un papiro procedente de Babilonia sellado con la estrella de dieciséis puntas. Ptolomeo al ver la estrella argéada supo que se trataba de algún miembro de la casa real macedonia, y recordó haber leído la víspera una carta del rey Filipo Arrideo, el hermanastro de Alejandro Magno. En efecto, Nimlot la estaba ahora archivando. El egipcio escribió una pequeña nota como resumen de la carta, le hizo un agujero y con un cordel la unió al papiro de Babilonia. Luego recorrió la amplia estancia para colocarlo en el estante de la letra β
—No sé qué vi en ti para confiarte el archivo —añadió Ptolomeo sentándose en la mesa y apartando con su fusta una mosca que le atacaba e ignoraba al egipcio—. Cuando en Macedonia un noble te pregunta algo, tenemos por costumbre responder rápido y breve, y es más, si uno tiene frente a sí al gobernador, respondemos de forma sumisa, cabizbaja y con cierto temblor en los labios. Pero he aquí a mi secretario egipcio que desconoce el respeto.
La mosca volvió a atacar a Ptolomeo y éste se golpeó con la fusta al intentar deshacerse de ella. Nimlot tomó un papiro, abrió un diminuto frasco de alabastro, vertió en él una viscosa gota y la mosca acudió rauda. Al quedarse pegada en la mancha, el secretario aprovechó para aplastarla con la paleta de escritura.
—Si alguna vez llegas a ser faraón, conocerás un infinito respeto y no habrá moscas donde tú vayas.
—Esta tarde te espero en el salón de las Ánades donde me informarás sobre los asuntos de guerra, reyes y generales —ordenó Ptolomeo abandonando su asiento en la mesa. Nunca se enfadaba con las impertinencias de Nimlot, más bien le divertían. Iba a marcharse, pero se volvió fastidiado, se había olvidado de un asunto doméstico y era necesario tratarlo. Cabeceó como quien se resiste a tragarse un sapo y tamborileó con los dedos en la mesa del secretario—. También deseo conocer los asuntos de mis dos primeras esposas.
—Haces bien en interesarte, es un problema a la vez irritante y molesto, son las consecuencias de ser rico y elegir esposas manirrotas, te advierto que te enfadarán sus gastos —le explicó Nimlot ladeando la cabeza y añadió sabiendo que le enojaría aún más—¿Y quieres saber también cómo van las obras en Alejandría?
—Sí, sí, claro, las obras de Alejandría, se me olvidaba. Pero te lo advierto, ya no eres sacerdote en Karnak, y yo me aburro con facilidad. Necesito un informe breve. Usaré una clepsidra de agua, creo que es costumbre en Atenas para medir el tiempo en los discursos. En cuanto la última gota de agua caiga, espero que ya me hayas informado de todo.
—Y supongo que también querrás un informe sobre la familia real macedonia.
—¡Por supuesto! —exclamó Ptolomeo—, y no olvides decirme qué está tramando la madre de Alejandro.
—Permíteme entonces que sean dos clepsidras y prometo no aburrirte.
—Está bien —le dijo el macedonio —dos clepsidras, eso será todo o te devolveré a Karnak y te sustituiré por un griego.
Nimlot sabía que había menos probabilidades de devolverlo a Karnak de que el Nilo se secase.
Con rapidez, el sacerdote buscó entre las estanterías varias cartas y dedicó el resto de la jornada a trabajar firmemente, mientras Ptolomeo la dedicaba a entrenarse con la espada y el arco en el patio de armas del palacio de Menfis junto a su hermano y los demás oficiales. Las mujeres del palacio deambulaban por los salones fingiendo formar un cortejo fúnebre.
A media tarde, Ptolomeo, aseado y con una amplia túnica de lino que usaba en el palacio cuando no había banquetes ni ejercicios militares, se sentó en la silla egipcia de ébano y marfil regalo del sumo sacerdote de Karnak y que el gobernador usaba para los asuntos del país del Nilo. Nada recordaba a la rígida pompa de Babilonia, en Egipto todavía carecían de ejércitos de funcionarios y protocolos, Ptolomeo dirigía su satrapía como quien dirige un cuartel y su lema rezaba: en asuntos de gobierno hay que ir al grano, pocos consejeros y decisiones prácticas.
Un soldado macedonio abrió la puerta a Nimlot y la cerró tras el egipcio para evitar oídos impertinentes. Nunca se sabe dónde hay un espía.
—Ya veo que tienes lista la clepsidra —dijo Nimlot entrando en la sala de las Ánades. Vestía túnica blanca de biso y olía a aceite de sándalo. Las manchas de tinta habían desaparecido de sus dedos.
Dos recipientes a distinta altura se hallaban preparados. El primero lleno de agua y el segundo vacío esperando el agua que caería del primero.
El sacerdote alzó la vista y se maravilló de los coloridos frescos de aves, y aunque se trataba de una pintura, el secretario imaginó el aleteo de las ánades levantando el vuelo sobre el trono donde se sentaba el gobernador. Completaba el efecto óptico el reflejo de un estanque que se hallaba justo debajo de la galería del salón y producía deslumbrantes juegos en el techo.
—Cuando quieras, Nimlot. Tú mismo puedes abrir la espita—dijo el gobernador apoyando los codos en las rodillas y la mandíbula sobre las manos, como hacía cuando debía concentrarse en los informes de Nimlot.
Nimlot abrió la primera clepsidra y el agua comenzó a correr:
—Al norte de Egipto la guerra continúa entre los generales macedonios sin un ganador claro. Todos los diádocos del difunto Alejandro desean verte tomar partido, pero siguiendo tus órdenes les he dado largas. El más insistente es tu cuñado Casandro, el gobernador de Macedonia, cree que al haberte casado con su hermana Eurídice, os une una alianza militar. Le he escrito tal como me ordenaste, explicándole que la alianza era con su padre, pero fallecido éste, nada te une a él.
El agua seguía su curso, pero Nimlot tenía calculados los tiempos. Prosiguió:
—En Babilonia el hermanastro de Alejandro Magno, Filipo Arrideo, vive rodeado de intrigas en el ala este del palacio de Darío. Su esposa Adea, más viril que el débil rey, ha asumido muchas de sus funciones intentando protegerle, pero no le ha dado un heredero. Nuestro hombre en Babilonia nos informa que los sátrapas persas consideran a Filipo un rey débil, opuesto en virtudes a su hermanastro Alejandro, no le respetan y conspiran contra él. Roxana, la viuda de Alejandro el Macedonio, continúa ocupando el ala oeste del palacio de Nabucodonosor en Babilonia. El hijo que tuvo con Alejandro ha cumplido cuatro años y se cría sano y fuerte.
—¿Y Heracles? —preguntó Ptolomeo.
—Supongo que te refieres al hijo que Alejandro Magno nunca reconoció. El bastardo de Alejandro, Heracles, sigue viviendo en Pérgamo y ya cuenta con once años. Lo cría su madre Barsine ayudada por sus tías y el eunuco Bagoas. Si quieres ahora te hablaré de tu primera esposa que también vive en Pérgamo y es la tía del niño.
Ptolomeo asintió.
—Me informa el eunuco Bagoas, que tu primera esposa, la persa Barsine y sus hermanas viven en Pérgamo rodeadas de lujos gracias a la asignación que le envías cada año. Entre las tías, malcrían al bastardo de Alejandro. En Pérgamo creen que Heracles es hijo del difunto rey. El resto de los generales macedonios lo desprecian y lo juzgan como un falso aspirante al trono. Ahora te informaré de tu segunda esposa la griega Thais: después del divorcio se ha convertido en una celebridad en Atenas y organiza banquetes donde asombra a los filósofos con sus historias sobre cómo Alejandro conquistó Persia. Mi hombre en Atenas me informa de que es una buena madre y tu hija Irene goza de buena salud.
La clepsidra se vació. Nimlot se agachó, cerró la primera vasija y la llenó con el agua de la que estaba por debajo de ella. Cuando Ptolomeo le hizo una señal, volvió a correr el agua.
—Hablaré ahora de tu molesto vecino del norte, Demetrio y su padre el gobernador de Frigia.
—Ya sabes que Demetrio desgraciadamente también es mi cuñado —le interrumpió Ptolomeo.
—Eso me temo —añadió Nimlot. Recordó que al padre de Demetrio lo apodaban El Tuerto y resolvió llamarlo así—. El Tuerto tiene a Cleopatra prisionera y alimenta a más de cien elefantes en un parque, cada uno con su mahout indio. El hijo, es decir Demetrio, tu amado cuñado, lo han descrito tus espías como caprichoso y voluble. Preveo grandes conflictos con ese muchacho, no por su carácter fogoso sino porque se dedica a construir máquinas de guerra y barcos de muchos remos. Conviene estar a bien con toda la familia de tu mujer. Si desean invadir Egipto por tierra, el Sinaí será nuestra protección, pero deberíamos para ello destruir los aljibes de agua de la ruta de Horus para que los elefantes mueran de sed en el trayecto por el desierto. Si vienen por mar, les costará remontar el Nilo.
Nimlot leyó en el rostro de Ptolomeo que no le gustaba nada el asunto. No se equivocaba, la idea de que un general ambicioso invadiese su reino le preocupaba. Pero mientras todos los diádocos estuviesen en guerra entre ellos, sabía que le dejarían en paz.
—Alejandría sigue sin ser habitable. Tu palacio no tiene ni cinco codos de alto, las cloacas diseñadas por Dinócrates son una acequia embarrada y los templos carecen de cimientos. En el puerto duermen en desorden los bloques de piedra llegados desde las canteras de la primera catarata del Nilo. Se dice que en la ciudad de Alejandría los arquitectos superan a los obreros y los primeros han construido con tu dinero lujosas viviendas. Urge encontrar a un hombre capaz. Desde que defenestraste al judío Absalón, todo está sin hacer. Tal vez el gobernador de Egipto desee ser magnánimo y le perdone, Absalón está ofendido porque invadiste Jerusalén durante el Sabbat, los judíos son muy irritables, pero también saben perdonar si se les llena la bolsa. Y para terminar, me gustaría informarte de Olimpíade, la madre de Alejandro Magno, pero me temo que su vida es un misterio y sus intenciones no están claras, me siento incapaz de formarme un juicio sobre ella.
—Gracias Nimlot —dijo Ptolomeo—tus informes son tan exactos como el tiempo de la clepsidra.
Y diciendo estas palabras, la última gota de agua se escurrió del recipiente.
—Eso ha sido todo mi visir. Cuando gustéis os hablaré de cómo va ese dios que os habéis inventado y que se llama Serapis —le dijo y mientras se retiraba añadió—.Parece ser que se trata de un dios ambicioso, ya ha empezado a exigir templos y sacerdotes.
—¿Y de esa mujer que amaste, nunca me vas a hablar? Podemos invitarla al palacio—le preguntó intrigado el macedonio.
Obtuvo el silencio por respuesta.