Читать книгу Bajo el cielo de Alejandría - Olga Romay Pereira - Страница 13
ОглавлениеCapítulo 7:
Diamantes o esmeraldas
Berenice fue abandonada a su suerte por el esclavo, que abrió la puerta de la estancia y la dejó en la semipenumbra de un dormitorio.
Al principio no pudo ver a Ptolomeo, sólo el atardecer en las ventanas. Se oía cómo las golondrinas piaban y se recogían bajo los aleros del palacio organizando un gran estruendo. Luego apareció él a su espalda descorriendo una cortina y portando una larga vara con la que fue encendiendo las lámparas colgantes de los candelabros de su dormitorio. Ni uno ni el otro se atrevían a hablar, era tan violento para ambos, que buscaron cuidadosamente las palabras, y cuando al final se decidieron, él le dijo:
—Te preguntarás porqué te he llamado.
—Desees lo que desees, la respuesta es no.
Dijeron sus frases al unísono. Luego callaron. Se miraron a los ojos y después rehuyeron las miradas. Pero ya se habían visto y el verse y hablarse les trastornó.
—No —repitió ella.
—¿No deseas acaso oír lo que voy a decirte? —preguntó él. Por un momento se arrepintió de haberla hecho llamar. Se estaba poniendo nervioso, la boca se le secó como sucedía antes de que la trompeta llamase a la batalla.
—No —volvió a decir Berenice. Miró con curiosidad a su alrededor, al entrar había intuido que aquella estancia estaba ricamente decorada, y ahora gracias a las lámparas podía ver aquella sala de tesoros. Se giró lentamente y en su recorrido contempló, ahora con más luz, los objetos extraños procedentes de mundos lejanos: estatuas, pátinas, mesas, lámparas, cofres, arcones y divanes.
Cuando terminó su giro, allí estaba Ptolomeo de pie frente a ella. Pensó que el macedonio había sido rápido en componerse, se había lavado y puesto una túnica limpia, todavía tenía gotas de agua entre los rizos del cabello. Dedujo que habría alguna bañera en alguna parte de aquellas estancias. El macedonio se había perfumado. Ella se sintió insegura, con las prisas no había podido acicalarse y se sentía en desventaja.
— Eurídice lo sabrá mañana por mis labios —le dijo Berenice asumiendo que él iba a intentar seducirla. La mirada de Ptolomeo era la de un hombre que inicia un cortejo—. Mi madre me ha dicho cosas terribles de ti, cómo te llevas a tus amantes a Alejandría, y allí las obligas a buscar las perlas que arrojas en el mar, luego ellas exhiben su trofeo como rameras y presumen que se las dio Ptolomeo. No pienso terminar así, no ambiciono un collar de perlas.
—¿Eso te ha dicho Antígona? —le respondió Ptolomeo divertido, se palmoteó las piernas mientras reía. Pensaba que era un secreto, y ahora descubría que Antígona sabía que Mirto y él habían compartido muchas tardes en las playas desiertas de Alejandría. Pero Alejandría estaba ahora tan habitada que era impensable encontrar una playa desierta donde una mujer desnuda se bañase sólo para sus ojos.
—Mirto ha vuelto a Menfis y dice que eres un émulo de Zeus, siempre persiguiendo mujeres.
—Ya te he tenido entre mis brazos una vez en Macedonia, y si no recuerdo mal, en aquella ocasión llorabas y te agarrabas a mí pidiendo socorro. Eras una niña encantadora, incluso te sorbías los mocos con gracia —le respondió Ptolomeo. Se imaginó por la cara de sorpresa que Berenice no sabía a qué se refería—. ¿Tu madre no te ha contado lo que sucedió en la boda de Cleopatra?
Berenice negó con la cabeza, él le acercó un escabel y ella se sentó mientras Ptolomeo le hizo un breve resumen de su encuentro veinte años atrás.
Cuando el macedonio terminó de hablar, le explicó la procedencia de sus tesoros y la llevó a sus favoritos: las tablas pintadas por Apeles y Zeuxis que representaban distintas batallas ganadas por Alejandro. Ptolomeo la dejó contemplar unos instantes la habitación, ahora ella parecía más tranquila.
—¿Crees que puedo hacerle mal alguno a una mujer que rescaté cuando tenía cinco años? —le dijo—. ¿Crees que soy del tipo de hombre que seduce a la favorita de mi mujer arrojándole perlas al mar? ¿Crees que, a la hija de Antígona, a la que respeto como si fuese de mi familia, puedo forzarla a ser mi concubina? ¿Qué tipo de hombre piensas que soy Berenice? No; es para esto para lo que quería que vinieses.
Le mostró una mesa, levantó una tela que la cubría y Berenice pudo ver entonces dos collares.
—Son muy valiosos —le explicó el macedonio y dispuso varias lámparas alrededor de las alhajas para que Berenice los contemplase con mayor claridad—. Aunque soy un hombre rico, sólo puedo permitirme uno de ellos. Son para mi amada esposa y como no hay nadie que conozca sus gustos mejor que tú, he pensado que podrías ayudarme a elegir uno de ellos.
Berenice se quedó hipnotizada mirando las joyas. Tocó uno de los collares con la punta de los dedos como si temiese romperlo. Tras ella, a una distancia prudencial, deseando no asustarla, estaba Ptolomeo.
—No es el juicio de Paris —le dijo de forma paternal viendo su indecisión. Berenice dudaba, parecía azorada, como una niña pasando la yema de sus dedos de un collar a otro. Al general le pareció encantadora, si la veía hacer un puchero la besaría—. Sólo se trata de elegir un collar.
Ella al fin se decidió y señaló uno:
—No hay nada más hermoso que un collar de esmeraldas —le dijo con aplomo—. ¿Hay alguna causa de celebración para un regalo tan hermoso?
—Vamos a tener otro hijo. Será el quinto —le respondió Ptolomeo—. Así que prefieres las esmeraldas a los diamantes, ¿verdad?
Berenice desconocía que Eurídice hubiese concebido.
—Debo entonces ser la primera en felicitarla—le respondió Berenice.
—Todavía no, ella no está embarazada aún. Pero lo estará en breve. Será una sorpresa. Quiero ver cómo le sentará.
—¿El collar o el embarazo? A las mujeres ambas cosas nos sientan bien.
—El collar, por supuesto —se rio él—. El embarazo le sentará igual de mal que los otros, siempre vomita, se marea y debe guardar reposo.
Luego tomó de la mesa el collar elegido por Berenice y se lo puso al cuello con suavidad posando las yemas de sus dedos sobre la piel de la muchacha. Pensó ufano que la tenía encandilada, no ofrecía resistencia alguna. Se apartó ligeramente para verlo.
—Perfecto. Tenías razón, las esmeraldas son más apropiadas —le dijo. Pero no estaba mirando el collar, miraba los ojos de Berenice. Le apartó un rizo, luego, tras unos instantes de duda, la rodeó y tomando por la espalda su cabello buscó la cinta con la que las mujeres lo recogen en la nuca formando un moño. Tiró levemente y la cabellera de Berenice cayó sobre la espalda.
Ella se mordió los labios y añadió:
—¿Nunca te has preguntado por qué hui de Macedonia? ¿Qué es lo que hace recorrer medio mundo a una mujer con tres hijos y buscar refugio en Egipto?
Le pidió la cinta que tenía en sus manos y se recogió el cabello. Luego se sacó el collar del cuello y lo dejó sobre la mesa.
—Habla pues —le pidió Ptolomeo.
—Prometí a mi madre no hablar de ello nunca. Lo que allí sucedió sólo lo sabremos Casandro y yo. ¿Vas a ser tú un segundo Casandro para mí? Dime que no, ya no hay reino donde refugiarme, Egipto es el fin del mundo.
—Tú no conoces el mundo, Berenice, el mundo es mucho más grande de lo que piensas. Yo estuve en la India y todavía hay muchos reinos más allá del río Indo. Pero no temas, yo no soy Casandro. Nunca me ha sido simpático, ni él ni su hermano Yolao —le tomó las manos y se las besó. Notó cómo ella temblaba al retirarlas, sí se dijo, este pececillo no parece morder. Añadió bajando la voz hasta ser sólo un susurro: —. Me has ayudado en la elección. Las esmeraldas que has elegido son para una mujer extraordinaria. Los diamantes son para una mujer de segunda categoría, tenía que haberme dado cuenta antes. Aun así, creo que compraré los dos, cada uno debe de ser para una mujer. Ahora lo he visto claro.
Llamó a un esclavo y le ordenó que la acompañase a sus habitaciones. Él sabía ya qué pensar de ella, pero Berenice se sentía más desconcertada que nunca.
Al llegar a su dormitorio la esperaba su madre acompañada de Nicanor. Parecía que los dos aguardasen un parte de guerra. Berenice entró con aire indiferente, como si hubiese estado recogiendo flores en el jardín y nada importase.
— ¿Y bien? —preguntó Antígona cruzando los brazos. Exigía un informe completo, debía saber qué armas había utilizado el enemigo.
—No ha sucedido nada —le respondió Berenice por dos razones. La primera porque desde niña gustaba tener a su madre en ascuas. Y la segunda y más poderosa, porque no era tan estúpida para relatar delante de un general de Ptolomeo cómo éste había intentado seducirla.
—Déjanos a solas —le dijo Antígona a Nicanor. Si iba a haber alguna confesión indecente, prefería que él no se hallase presente.
Antes de irse, el general le dijo al oído a su amante:
—Hubiese sido mejor que él hubiese intentado seducirla a la fuerza. Ella se hubiese resistido y allí habría acabado todo. Pero aparentemente Ptolomeo no la ha forzado. Tú conocerás a tu hija mejor que yo, pero puedo asegurarte que, si él está interesado en ella, Berenice ya está nadando hacia su red sin saberlo.