Читать книгу Bajo el cielo de Alejandría - Olga Romay Pereira - Страница 7
ОглавлениеCapítulo 1:
La mujer que llegó del mar
Una bandada de gansos sobrevoló Menfis cuando Berenice llegó ante la puerta del palacio acompañada de sus tres hijos y una espada macedonia en la mano. Los gansos se posaron sobre la tierra húmeda del jardín del Palacio, picotearon algo entre las flores tropicales y luego alzaron el vuelo sobre las palmeras datileras. Menfis no era su destino, sin embargo, para Berenice Egipto era el final del trayecto.
Los soldados de la guardia se resistieron a detenerla, es más, abrieron las dos puertas de madera y bronce de par en par, como si se hubiese presentado la misma diosa Atenea. Tras las puertas se hallaba un gran patio de ceremonias y al fondo el palacio al que se accedía por una escalera. Una ráfaga de viento hizo flotar el aroma de los jazmines traídos de la India y envolvió su cuerpo como un bálsamo.
Aunque ella hubiese asegurado que estaba allí con la misión de matar a Ptolomeo, los guardianes ni se habrían enterado, estaban tan subyugados por su extraña presencia que le hubiesen franqueado el paso igualmente.
Un ganso rezagado graznó sobre el palacio, siempre hay un ave perdida y desorientada. Berenice alzó la vista y lo vio volar hacia el sur; aunque los gansos habían sido sus compañeros de viaje, era la primera vez que veía a uno de ellos desde tan cerca, por lo general, sobrevolaban el mar a gran altura y raras veces tocaban tierra.
La mujer pronunció varias palabras en griego con voz suave de acento macedonio. Una pluma flotó en el aire y se posó sobre la losa de granito, pero ella la ignoró apartándola con la punta del pie. Se dirigió al hombre que juzgó de mayor categoría, y no erró, se trataba del general Nicanor que se encontraba a la sombra al pie de las escaleras de la puerta del palacio. El general aguardaba al gobernador de Egipto y a su hermano Menelao, que habían salido a cazar montados en un carro. Debía hablarles de cómo marchaba la guerra entre los diádocos, Eumenes el antiguo cuñado de Ptolomeo se encontraba sitiado.
Nicanor vio a Berenice y olvidó al momento el asunto del que quería hablarle a Ptolomeo, ahora todo carecía de importancia en comparación con aquella mujer.
Berenice se aproximó a él y lo vio abandonar la fresca sombra. El general vestía aquel día una túnica bordada, que sólo usaba para visitar palacio, le daba aspecto pomposo y respetable. Ella, sin saber que estaba hablando con el amante de su madre, le dijo con voz suave, la voz que reservaba para ocasiones especiales, que era la prima de Eurídice y deseaba ver a su madre Antígona. Él se quedó sin habla, tragó saliva, se llevó las manos al cinturón de cuero, y mirando al cielo como si esperase una señal, silbó, lo que a ojos de ella le hizo parecer vulgar. Luego, disimulando una media sonrisa y tras meditar sus palabras le respondió:
— No puedes ser tú, Berenice vive en Pella bajo la protección de Casandro. Guarda luto por su esposo.
Sin embargo, sabía que era ella, aquella muchacha compartía con Antígona el mismo rostro. Todo coincidía, se fijó en los niños que la acompañaban, sí, eran los hijos de Berenice. Él sabía por Antígona de su existencia.
Aun así, Nicanor le preguntó:
—¿Y tu escolta?
Ella negó con la cabeza. Parecía que había atravesado el océano sin ningún hombre que la protegiese y con aquellos tres niños a su cargo. Casi un mes de viaje.
—El espíritu del dios Alejandro ha guiado mis pasos y ésta ha sido mi escolta —respondió Berenice, mostrándole el arma con las dos manos—. La espada de mi esposo muerto.
—¿Y has venido desde tan lejos para ver la tumba de Alejandro, o para hacer compañía a tu madre? Es un camino muy largo y la espada de tu esposo muerto es pesada —le dijo Nicanor. Se fijó en una pluma que se había enredado en su cabello, la tomó, jugó con ella y luego sonrió a Berenice con cierta complicidad, y añadió con tono paternal: — las mujeres con tus manos son incapaces de aguantar más peso que el de una pluma, y sólo un soldado entrenado podría empuñar esa arma —Nicanor no era tonto y sospechaba que el motivo de la llegada de Berenice era otro y que sin duda alguien la había ayudado. En otra época y en otro lugar le hubiese sonsacado la verdad, pero se limitó a decirle: —. Avisaré a tu madre. Espera en lo alto de las escaleras, deja que prepare a Antígona.
Nicanor se volvió. Los guardas permanecían expectantes, necesitaban una orden, les inquietaba no saber qué hacer con aquella mujer, en principio inofensiva, pero que portaba una espada macedonia como si en ello le fuese la vida.
—Nada debéis temer de esta mujer —les dijo Nicanor a los guardias—. Dejadla pasar.
Los dos hijos varones de Berenice, incapaces de permanecer quietos, comenzaron a corretear por el patio de armas; las losas de granito, tantas veces pulidas por el uso, los hacía resbalar. Los soldados les observaban con la misma curiosidad que a la madre.
Su algarabía alertó a los otros hijos de Ptolomeo que salieron por la escalera de entrada para ver a los intrusos. Pronto organizaron un juego que consistía en tirar piedras a una de las almenas, quien hiciese blanco en un disco de bronce era el ganador.
Tras los hijos de Ptolomeo apareció Nimlot, se había dejado crecer el pelo descuidadamente y tenía cierto aire de león flaco. Su intención era regañarles, aquel no era un disco cualquiera, se trataba de una representación del dios solar Ra y al amanecer del solsticio de verano debía producir un reflejo que atravesase la puerta del palacio. Si los niños dañaban el bronce y lo movían, aunque fuese sólo un grado sobre su eje, el dios no bendeciría al faraón.
El sacerdote se lo explicó muy serio, los niños se rieron y se burlaron de su griego pronunciado con acento egipcio. Cuando estaban solos jugaban a imitarlo, a él no le importaba, sabía que no había malicia en su pantomima. Pero cuando Nimlot les dijo que caería sobre ellos una maldición, los hijos de Ptolomeo se asustaron y buscaron otro objetivo para sus pedradas.
Una vez que el disco de Ra estuvo a salvo, Nimlot se giró en redondo y subió las escaleras hacia la puerta principal ensimismado en sus asuntos hasta que Nicanor lo agarró por un brazo. El macedonio le hizo un gesto con la barbilla para que observase a Berenice, como si entre hombres no fuese necesario usar palabras para hacerse entender.
Mientras el sacerdote observaba a la recién llegada, Nicanor a su lado ordenó:
—Abrid las dos puertas. Ptolomeo está a punto de llegar —lo hizo levantando sus brazos, con todos los aspavientos que usan los griegos y que a los egipcios les parecen una exageración.
Con una puerta hubiese bastado para que cupiese la biga de Ptolomeo, pero algo le decía a Nicanor que Ptolomeo necesitaba una gran entrada ese día, algo ruidoso, una gratuita demostración de poder. Es lo que a él le hubiese gustado si fuese el gobernador de Egipto y hubiese una mujer como Berenice en la puerta del palacio.
—¿Acaso crees que Ptolomeo no tiene suficientes amantes? —le dijo Nimlot al oído—. Si Antígona se entera de que una mujer como esa se halla en lo alto de la escalera del patio de armas, vestida con un traje de Afrodita y esperando a Ptolomeo, la echará a patadas.
—Me temo que esta vez Antígona no puede echarla a patadas —respondió el general divertido y rio de forma ostentosa—. ¿No sabes quién es esa muchacha verdad? Vigílala mientras yo aviso a Antígona.
Berenice sospechó que estaban hablando de ella, pero se mantuvo firme, se propuso parecer fría y digna, se peinó el cabello con las yemas de los dedos, compuso el vestido y con la palma de la mano retiró el sudor de su cuello. No era momento de acobardarse e implorar.
En la espera, una esclava que se encontraba en la terraza del primer piso que daba al patio de armas, vio a Berenice y corrió a comentárselo a su ama, Antígona. No tenía ni idea de quién podía ser la visitante, pero le describió con detalle el rostro, talle y traje de Berenice.
Antígona pensó que se trataba de una suplicante, a veces las esposas de los soldados pedían la protección de Ptolomeo cuando se quedaban viudas. Como estaba afanada con otra cosa, no le dio importancia y se olvidó de ella. Pero en su cabeza comenzaron a atarse algunos cabos de forma lenta pero persistente, y al rato tuvo cierto presentimiento, una extraña y alarmante sospecha: ¿podría tratarse de Berenice? ¿Es que su hija viuda se había atrevido a dejar Macedonia y buscar refugio en Egipto? Al principio lo negó, era absurdo, una viuda con tres hijos viajando sola por el Egeo, no concebía nada tan peligroso.
Antígona desconocía que Berenice había remontado el Nilo esa misma mañana. Como al llegar a Menfis su aspecto era desmañado y sus hijos estaban cansados por el largo y frenético viaje desde Macedonia, habían tomado una habitación en el barrio griego donde habían dejado sus pertenencias. Berenice decidió ponerse su mejor vestido, aquel que le había entregado su primo Casandro la víspera de partir en circunstancias tan desesperadas.
Al vestirse con él, maldijo a Casandro, era un traje de prostituta persa, ceñido, escotado y de color coral. Pequeñas cadenitas con monedas colgaban cosidas de la cadera, sin duda las ganancias de una ramera de lujo. Cuando andaba dejaba ver sus tobillos y aunque no se había visto al espejo, Berenice sabía que había en el traje algo irresistible porque los soldados de Ptolomeo se encontraban cada vez más revolucionados. De hecho, comenzaron a llegar de una y otra parte del palacio hombres y más hombres sólo por el gusto de verla.
Cargaba pesadamente con la espada de su difunto marido. Era lo único de valor que dejó al morir, todo lo demás fueron deudas. El gobernador de Macedonia, su tío Antípatro, se había encargado de todo, era el jefe de la familia, y además se lo había prometido a Antígona. Pero Antípatro llevaba muerto casi un año y su hijo Casandro le dijo que su asignación sólo se mantendría bajo ciertas circunstancias. Después su primo se encargó personalmente de ahuyentar a todos los pretendientes de Berenice, impidiéndole casarse nuevamente en buenas condiciones, incluso sin dote.
Hasta que no se vistió esa mañana Berenice no supo cuan inapropiado era aquel traje. Al verla en el atrio, su casero del barrio griego le dijo que conocía muchos hombres que pagarían por sus servicios, pensando que se trataba de una hetaira griega.
—¡Por Hera! ¿Es que no respetas a una viuda con tres hijos? ¿No te das cuenta de que no soy una prostituta? —le respondió ofendida. Sospechó que el rojo coral y la seda liviana atraían a los hombres como la miel a las moscas.
—Si cambias de opinión, avísame —insistió el casero. Como respuesta obtuvo un portazo de la macedonia.
Al poco de salir de la casa donde se alojaba se creó una enorme expectación, como si Berenice en realidad estuviese paseando por las calles de Menfis desnuda y con la piel cubierta de polvo de oro. Pero ya era tarde, no tenía otro vestido y no podía presentarse en el palacio con los harapos del viaje con los que se había ocultado para que ningún hombre reparase en ella. Ni siquiera poseía un manto decente para taparse, ni una litera que la llevase al palacio oculta de las miradas. Su poco dinero se había terminado de gastar esa mañana en el mercado de telas de Menfis, donde compró túnicas de lino para los niños, que ahora les otorgaban un aspecto reluciente.
El mayor, Magas, hubiese querido portar la espada, pero su madre se lo impedía, sabía que llevar entre sus manos el arma de su marido la hacía parecer respetable. Necesitaba un aspecto de viuda honorable, a pesar del atuendo dudoso de ramera persa.
Esperó a que apareciese alguien en las escaleras que partían del patio de armas y conducían a la puerta principal. Se suponía que habían acudido tres esclavos a buscar a su prima Eurídice y a su madre Antígona. Su hijo mayor le dijo:
—Madre, tal vez la prima Eurídice no se acuerde de nosotros.
Su segundo hijo añadió:
—¿Y si no nos quiere recibir? Ahora es la mujer del gobernador de Egipto. Tal vez Ptolomeo le diga que tenemos que volver a Macedonia.
—¡Callaos ya de una vez! —les dijo furiosa—. Nadie nos va a echar, esta noche dormiremos en el palacio y recibiréis un buen baño. La abuela intercederá por nosotros, tiene gran influencia sobre la prima Eurídice y su marido Ptolomeo.
Nimlot y Nicanor, apostados en la barandilla de las escaleras la miraban expectantes a cierta distancia. Se preguntaban por qué tardaba tanto Ptolomeo y hacían conjeturas entre ellos adivinando qué le había retenido más de lo normal aquella tarde que había salido de caza. Ignoraban que la rueda del carro se había hundido entre el barro del Delta, obligando a los dos hermanos a empujar y sumergir sus brazos en el lodazal para desatascarlo.
La prima Eurídice también fue informada de que había una mujer esperándola. La esclava olvidó decir el nombre de la visitante y Eurídice le dijo despreocupadamente:
—Dile que hable con Nimlot, se encarga de las suplicantes. No me molestes.
Como la espera se alargaba, Nicanor se presentó en las habitaciones de Antígona y agarrándola por la cintura le dijo:
—¿Adivina quién está en la puerta del palacio? La he visto y es tan fea como tú, debe ser algo de familia —como Antígona no parecía acertar, Nicanor se la llevó al balcón para que se asomase a verla.
El estruendo del carro de Ptolomeo precedió al gobernador de Egipto. Llevaba a los hombros un arco y un carcaj. El resto de su cuerpo era barro seco, sudor y polvo. Nicanor abandonó a su amante y corrió a la escalinata para recibir a Ptolomeo. Se puso al lado de Nimlot, y como dos amigos que esperan a unos huéspedes, sonrieron y se dieron codazos de complicidad.
Al ver el aspecto desaliñado de Ptolomeo, el sacerdote se tapó con su mano derecha los ojos como reproche. Le recordaba a los obreros que amasaban el adobe. No era el mejor aspecto que podía ofrecer el gobernador de Egipto, otra prueba más de que los macedonios nunca sabrían comportarse, ninguno tenía madera de faraón.
Su hermano Menelao llevaba al hombro la caza: dos ánades y un pato atadas por las patas.
Un esclavo de las cocinas salió corriendo y alcanzó en el aire las presas que Menelao le arrojó. Formarían parte de la cena. Un soldado tomó las riendas de la biga que Ptolomeo le entregó y la condujo a las caballerizas del palacio. Los dos hermanos bajaron del carro y bebieron los vasos de vino que otros sirvientes solícitos pusieron a su alcance para mitigar su sed. Eran los amos de Egipto, gozaban de todos los privilegios con los que un hombre puede soñar en época de paz: caza, carros y un palacio lleno de mujeres.
Los galgos, que solo comían de la mano del gobernador, salieron ladrando del palacio a recibirlos. Los gatos, que siempre dormían a la sombra del patio, huyeron en cobarde retirada al oír los ladridos de los perros. Ptolomeo sonrió satisfecho de la vida, aquella era la mejor hora del día.
El macedonio pensó en quitarse las sandalias y nadar en el estanque del jardín entre las carpas. Se olvidó de sus planes al ver a Nimlot y a Nicanor. Nimlot, le esperaba en el primer escalón como de costumbre, pero había algo en su rostro que le inquietó.
—¿Algo nuevo en el país del Nilo? —le preguntó Ptolomeo distraído jugando con sus perros. Solía informarle de los asuntos nada más llegar.
—No sé muy bien qué responder, mi visir —le dijo Nimlot con cierta ironía en su voz, cabeceando y jugando con el estilo que siempre llevaba en la mano —. Tal vez tengamos una pequeña tormenta. Caerá sobre ti en cuanto llegues a lo alto de la escalera.
—Es absurdo —le respondió el macedonio sospechando algo extraño en sus palabras, el sacerdote a veces le parecía críptico—. Nunca llueve en Menfis.
—¿Y tú? —le preguntó a Nicanor— ¿Tienes algo de lo que informarme?
El general le respondió que lo que tenía que decirle ahora carecía de importancia y se lo podría decir en cualquier otro momento.
Ptolomeo subió los escalones distraído hablando de asuntos de caza con su hermano. Entonces, casi chocó con Berenice. La miró, fijó su vista en la espada, luego se percató de aquellos niños a su lado, que aparecieron corriendo como si su madre necesitase protección frente a aquel desconocido sucio, musculoso y de andares marciales. Se apretaron junto al cuerpo de su madre.
El gobernador de Egipto necesitó unos instantes para comprender qué estaba sucediendo. La mujer le dejó perplejo, es más, tocó el brazo de su hermano para asegurarse de que él también la había visto.
—Pero ¿quién eres tú? —fue lo único que se le ocurrió decir abriendo los ojos de par en par. La elocuencia le había abandonado, siempre le ocurría con las mujeres hermosas.
Berenice, que tenía preparado un pequeño discurso consistente en decir que era la prima de Eurídice y la hija de Antígona, se quedó sin habla. Aquel hombre sucio le pareció tremendamente soberbio. Como defensa se aferró a la espada, y por primera vez en su largo viaje consideró la posibilidad de no ser bien recibida en el palacio de Menfis. Puso cara de enfado, pero sólo logró un puchero que le dio aspecto cómico. Los hermanos aguantaron la risa.
Entonces se oyó una voz familiar desde lo alto de una terraza por la que ascendían flores de madreselva y donde jaulas de aves de colores colgaban de los techos. Allí estaba su madre, entre cortinas flotantes y celosías de madera con espejuelos de plata que brillaban al sol. El ala de las mujeres en la segunda planta gozaba al este de vistas al patio de armas y por el oeste a los jardines y al Nilo.
—Berenice —gritó Antígona y gesticuló—. Aquí, estoy aquí.
—Es mi madre — le dijo como toda explicación a Ptolomeo que seguía allí esperando una respuesta de la joven desconocida. El general arqueó una ceja. Tampoco sabía qué hacer, si invitarla a pasar o esperar la llegada de Antígona.
Un papagayo amaestrado echó al vuelo desde alguna parte y se posó sobre el hombro de Ptolomeo que se deshizo de él con un manotazo. Aquel no era momento para jugar con los pájaros de su esposa.
La estampa de aquel hombre musculoso con un arco y carcaj al hombro y el pájaro exótico echando el vuelo sobre él, hizo que Berenice abriese la boca asombrada. Alargó su mano para tocar las plumas azules del ave, pero ya había volado. Definitivamente Egipto era una tierra deslumbrante.
Los hijos de Ptolomeo, que ya consideraban sus colegas a los de Berenice, arrastraron a los niños hacia dentro del palacio, querían enseñarles algo parecido a una comadreja que habían amaestrado y que llevaban en una pequeña jaula de mimbre. La dejaron sola con su hija pequeña que se aferró a las faldas de su madre, intentando arrancar alguna moneda de su cadera.
—Bienvenida Berenice. Bienvenidos sean tus hijos también —dijo Menelao. Tomó la espada y le dijo que le siguiese. Ella se fijó en su brazalete de oro y pensó que estaba ante Ptolomeo, viéndolos así, no había diferencia entre ellos. Luchó con Menelao para que no le arrebatase la espada de su marido muerto y le dijo:
— Ahora pertenece a mi hijo Magas —y recuperando su espada la aferró contra su pecho—Sólo tiene diez años y le falta poco para poder llevarla.
Menelao iba a responderle que los únicos que portaban armas en aquel palacio eran los soldados macedonios, pero entonces llegaron de no se supo dónde las damas de compañía de Eurídice. Rodearon a Berenice, la besaron, tomaron a su hija en brazos, le hicieron mil preguntas y Ptolomeo y su hermano tuvieron que apartarse de la mujer.
Antígona tardó un poco más en hacer su aparición. Cuando logró acceder a ella se la quedó mirando sin saber qué decir.
—Nada me ha preparado para esto, mi hija Berenice en Egipto —le dijo abrazándola y hablándole al oído —. Bienvenida seas.
Luego abandonó el abrazo, la apartó de sí y le hizo girarse para verla al completo.
—¡Por Hera!, ¿de dónde has sacado este traje? —las monedas tintinearon, al girar parecía que el cuerpo de Berenice había nacido para la danza. El ruido llamó la atención de los dos hermanos que se negaban a entrar en el palacio, seguían observándola a una prudente distancia.
—No tenía otro —le respondió Berenice susurrando.
—Tendrás que quemarlo —le dijo su madre con un tono de voz que no permitía réplica—. Te buscaré algo más apropiado para esta noche. Ahora es mejor que entremos en palacio, has de saludar a tu prima Eurídice, darle el pésame por la muerte de su padre y decirle que la última voluntad de Antípatro fue que irías a verla a Egipto. Eres una insensata, siempre lo supe, tus ganas de ver mundo te han echado a perder.
Agarradas del brazo parecían la imagen del amor filial. Se hablaban en secreto al oído para que nadie las escuchase y fingían risas y estar hablando de recuerdos felices.
Entraron en palacio acompañadas de las demás macedonias. Ptolomeo y Menelao iban tras ellas como dos lobos persiguiendo a su presa, valorando hasta qué punto ella se dejaría acorralar. La presencia de Berenice había sido lo más extraordinario que había sucedido en el palacio en años. Todavía no sabían qué pensar.
—Te habrás dado cuenta de que lleva un puñal atado a la pierna y que siempre mira quién tiene a su espalda —le dijo Menelao a Ptolomeo. Su hermano asintió con la cabeza y emitió media sonrisa. El traje era tan liviano que, por debajo de las monedas de su cadera podía verse el filo de un arma al andar.
Luego los hombres y las mujeres tomaron caminos diferentes y Berenice no volvió a ver a los hijos de Lagos hasta más tarde.
—¿Ves? —dijo Nimlot sobre el hombro de Ptolomeo—. Ya te dije que iba a haber tormenta.