Читать книгу Bajo el cielo de Alejandría - Olga Romay Pereira - Страница 11
ОглавлениеCapítulo 5:
La cura egipcia para el rey Filipo Arrideo
Tras años de búsqueda infructuosa, los médicos egipcios encontraron la cura al eterno cansancio de Filipo: la mordedura de una diminuta serpiente traída de las selvas donde se halla la sexta catarata, su efecto eran espasmos en todo el cuerpo. Sin demora alguna, también debía de picarle al enfermo un caracol armado de un espolón que paralizaba a los hombres. El caracol procedía de un mar cálido al este de la India.
Ambos animales en combinación, y sólo así, tenían un extraño poder: curaban por unas horas la apatía y debilidad que asaltaba a hombres como Filipo. Años de pruebas en Ábidos con enfermos que peregrinaban al templo de Osiris buscando una salvación habían logrado que los médicos encontrasen aquel remedio, la mágica unión de dos venenos poderosos. Si le mordían por separado y en momentos diferentes, el enfermo moriría.
Por eso Nimlot cuidaba con esmero a la serpiente y los caracoles. Debían de llegar vivos para su faraón. Contrató a un jinete cuya única misión era traer todos los días agua fresca del mar para los caracoles, era la única forma de mantenerlos vivos hasta que encontrase a los reyes. Le habían dicho que Filipo y Adea se hallaban de camino hacia un lugar llamado Evia en la frontera de Macedonia con el antiguo reino de Épiro.
—¿Dónde está el rey Filipo? —preguntó al llegar a Evia al primer soldado con el que se topó. El hombre señaló un recinto en la mitad del campamento.
Filipo se encontraba solo, en la penumbra de la tienda real. Nimlot podía distinguir su cuerpo enjuto.
—Mi faraón —le dijo y se inclinó hacia el lugar donde se hallaba.
—¿Eres tú Nimlot? —le respondió Arrideo. El acento extranjero de Nimlot era reconocible para él en lugares y tiempos distintos—. La reina no está conmigo, acércate. Ella se halla con las tropas, si agudizas el oído la oirás rugir como un león a todos los soldados. Quiere ser a la vez amazona y reina. Su marcialidad no ha cambiado desde que nos encontramos la última vez en Menfis. Con esta, son ya tres las ocasiones en las que nos hemos visto. ¿Te habrás percatado de mi deterioro? Hay días que no puedo mover ni siquiera los labios para tomar alimento.
—Mi faraón —respondió Nimlot compungido. El rostro del rey había empeorado. Le habían dicho los médicos de Ábidos que debía apresurarse, los hombres como Filipo no vivían más allá de los cuarenta años, y él ya los había sobrepasado—. Traigo conmigo el remedio a tu enfermedad.
Filipo, postrado en una parihuela de campaña, levantó una mano y le indicó que se acercase todavía más. Nimlot cargó con sus bártulos y abrió primero la cesta para que viese la serpiente que dormía pacíficamente enrollada sobre sí misma, luego destapó la vasija e inclinándola, para que Filipo no tuviese que moverse, le enseñó los caracoles.
—Repugnante —respondió Filipo—. Es como si en Egipto decidieseis libraros de mí ya de una vez. Si no fueses tú el mensajero, desconfiaría. Dime Nimlot ¿me dolerá su picadura?
—Sí, mi faraón, te dolerá. Pero antes de que concluya el día estarás montando a caballo y dirigiendo tus tropas.
—Eso que me prometes es tentador, pero yo he vivido con este mal toda mi vida, he tomado todo tipo de pócimas y nada me ha curado. Me han quemado las plantas de los pies, me han hecho vomitar, me han sumergido en agua helada, obligado a beber aguas turbias y amargas; incluso me han cubierto con las cenizas de un volcán. Por no hablar de exorcismos en Babilonia, o de noches en vela bajo estatuas de monstruos o de mujeres que maltrataron mi cuerpo. Nada me queda ya.
—Si yo sufriese tu mal, probaría estos venenos antes que tú para convencerte. Pero en una persona sana significan la muerte.
Se arrodilló ante él y destapó la tapa de mimbre de la cesta, lo justo para que Filipo introdujese su mano. Notó cómo el cuerpo del rey se contraía con la picadura. Se echó hacia atrás en la parihuela y comenzó a sacudirse con espasmos suaves, parecidos a ondas de agua sobre un estanque.
Nimlot sufrió el dolor de Filipo, parecía que ambos participasen del mismo cuerpo. Era lo más extraño que había sentido nunca, el dolor compartido con otro hombre.
—Ahora debes de dejarte picar por los caracoles. Parecen inofensivos, pero esconden un arma dentro de su concha, un espolón largo y fino como una aguja de coser —le dijo agarrándole la mano.
Filipo ya no le oía, ahora se hallaba inmóvil boca arriba en la parihuela, parecía un mar en calma, olía a un bálsamo extraño. Al momento Nimlot lo reconoció: el aliento emitía el olor a tierra húmeda y al limo que dejaba el Nilo en su crecida, era demasiado extraño, ese olor sólo podía sentirse en Egipto.
El sacerdote se forzó a mantenerse sereno ante el estado catatónico de Filipo. Los médicos egipcios le habían advertido cómo sucedería la metamorfosis del rey. Debía apresurarse, Nimlot volcó con cuidado la vasija sobre el estómago del macedonio y los caracoles marinos cayeron sobre él. La tienda olía ahora a baja mar, el charco salado sobre el estómago de Filipo fue absorbido por su fina piel. Al quedarse sin agua, uno de los moluscos despertó de su letargo y comenzó a reptar perezosamente sobre el cuerpo de Filipo, buscaban un resquicio de piel donde picarle. Con la misma lentitud de movimientos, desplegó su arma secreta que salió de su pie viscoso y se clavó en la yugular, como si supiese que allí tienen los hombres su punto débil. El otro se introdujo por una de las mangas de su túnica y desapareció en las profundidades para clavar su espolón.
Al poco, el cuerpo de Filipo se contrajo en dos convulsiones. Gimió. Luego vino el silencio, incluso parecía que el griterío de las tropas había cesado. Nimlot comenzó a sudar, el rey hizo lo mismo. Volvían a estar en una extraña comunión del dolor, como si Filipo estuviese compartiendo la sangre con Nimlot reproduciendo en su cuerpo los síntomas terribles de aquellas picaduras.
Soportando el dolor, el sacerdote comenzó a implorar una oración a Path. Canturreó de rodillas las estrofas, inclinando su cuerpo hacia delante y hacia atrás con los brazos cruzados sobre el pecho.
Los caracoles volvieron sus cabezas y reptaron hacia él, y como si estuviesen embrujados por el cántico del sacerdote regresaron mansamente a su vasija. Nimlot sin dejar de cantar cerró la tapa y comenzó a pasear por la tienda alrededor de la parihuela donde su rey se consumía de sudor.
Esperó a su lado mucho tiempo. Entró Adea, que volvía de hablar largamente con el oficial de Casandro. Le reconoció al instante y le saludó. Luego, al ver a Filipo inmóvil pensó que había muerto, lo agitó y gritó. Nimlot la abrazó para calmarla, y obligando a que reposase su cabeza sobre sus hombros le explicó lo sucedido.
— ¿Se convertirá en un hombre? —le preguntó la reina.
—Ya es un hombre —le respondió Nimlot—. Siempre ha sido un hombre atrapado en un cuerpo agotado. Si todo va bien, antes de que anochezca montará a caballo a tu lado.
—¿Vendrá a ayudarnos Ptolomeo? —preguntó Adea.
—No me envía Ptolomeo sino el sumo sacerdote de Karnak, Petosiris. Casandro está en camino, él será tu ayuda.
Ella ya sabía por el oficial de Casandro que no debía presentar batalla a Olimpíade, pero lo que luego sucedió le hizo cambiar los planes.
De pronto Filipo abrió los ojos. Cerró los puños con fuerza una y otra vez, y tomando aliento se irguió en su parihuela hasta quedarse sentado. Como estaba descalzo, Nimlot se arrodilló a su lado y le puso con ternura sus sandalias.
—No, ponme las botas de montar —le respondió Filipo.
Al oír su voz, Nimlot lo supo. Supo que los médicos de Ábidos habían encontrado el remedio, aquella era la voz de un hombre sano y fuerte. Filipo apoyó su mano en el hombro del sacerdote y añadió:
— Trae mi coraza y mi yelmo.
Adea se quedó sin habla, pero le ayudó a ponerse sus armas. Se dio cuenta de que Filipo parecía medir mucho más de lo habitual. Su cuerpo, encogido la mayor parte de las veces, se erguía ahora soberbio. Era un émulo de su hermano Alejandro.
—Mi espada y mis grebas —pidió. Entre Nimlot y Adea pusieron las grebas en sus espinillas y la espada en el cinto. El rey tomó por sí mismo una de las lanzas de la reina y salió de la tienda. Vio a un jinete y le ordenó desmontar, se subió al caballo y con la lanza en alto ordenó que alguien le trajese un escudo. Las tropas se volvieron locas y le vitorearon llamándole Filipo de Macedonia.
Adea corrió tras él. El rey cabalgaba entre los batallones, que anonadados pensaban que el mismísimo Alejandro había vuelto de entre los muertos para combatir con ellos.
—Acabemos con esa bruja —gritó con la lanza de Adea en alto. Les ordenó ponerse en formación, y sin bajarse del caballo fue pasando revista al ejército. Supo al momento que las tropas eran insuficientes. Él había visto los enormes ejércitos que dirigía su hermano, y allí con un cálculo rápido, contó sólo cuatro mil hombres; oteó nuevamente y añadió otros mil soldados si podían considerarse como tales a los campesinos armados con hondas y lanzas que se les habían unido desde su llegada a Macedonia.
—La mataremos, y mañana pisoteará su cuerpo todo el ejército. Lo que quede de Olimpíade se lo daré a comer a los lobos.
Nimlot corrió hacia donde estaba Adea, que miraba a su esposo pasmada. La agitó por los hombros para sacarla de su ensimismamiento. La intentó convencer de que refrenase a su esposo, el egipcio no sabía nada de la guerra, pero si Casandro les había advertido de que le esperasen, sería imprudente hacer lo contrario. En definitiva, Casandro tenía experiencia en la batalla y los reyes ninguna. Atacar ellos dos solos, sería una muerte segura.
—Cállate de una vez sacerdote —le dijo ella empujándolo de un manotazo que le hizo caer. La osadía de que un extranjero le diese consejos, la irritó— ¿Qué sabrás tú de la guerra? Mi esposo es ahora un hombre, y debe cumplir su destino, reinar en Macedonia.