Читать книгу Bajo el cielo de Alejandría - Olga Romay Pereira - Страница 9

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Capítulo 3:

El judío de Alejandría

Después de diez días de viaje por tierra, Ptolomeo esperaba encontrar grandes avances en Alejandría. Pero en aquel viaje todo parecía salir mal.

Primero estaba el asunto del canal que unía el Nilo con la ciudad. La última vez que había viajado por él era practicable y sólo faltaba excavar el trayecto final de doscientos estadios de longitud. Ahora, un año después, tras la crecida, se había convertido en un lodazal lleno de cañas, que inexplicablemente habían proliferado hasta alcanzar la altura de una sarisa macedónica. La riada lo había convertido en un camino fangoso lleno de insectos y animales de las aguas.

Paralizado por la selva invasora, tuvo que volver sobre sus pasos hacia el Nilo e intentar llegar a Alejandría por el mar. Pero encontró una violenta resaca que impedía a los barcos acercarse a la costa una vez que se abandonaba el Delta. A ello se unió el asunto de los vientos que soplaban del continente. Llegar al puerto de Alejandría se convirtió en una empresa titánica.

Cuando al fin desembarcó, después de un esforzado avance a remo, se encontró una ciudad dormida bajo arenas y barro.

Nada se había avanzado en aquel último año. Poleas, rampas, y puntales, se pudrían por efecto del salitre. Cuerdas de lino colgaban de los edificios bailando al son de una fresca brisa. Remolinos de arena se formaban en lo que debían de ser avenidas enlosadas. Las palmeras, destinadas a dar sombra en las avenidas, habían perdido la mayoría de sus hojas y lucían sus penachos secos como la calvicie de un hombre maduro.

El espléndido gimnasio con su patio porticado se hallaba cubierto de guano de gaviota. Los mosaicos habían sido sepultados por la suciedad, sólo dos columnas de mármol conservaban rastros de policromía, el resto habían perdido su barniz de rojo bermellón y desconchadas lucían tan desgarbadas y feas como harapos a merced del viento.

Las murallas meridionales se habían hundido producto de algún deslizamiento del suelo. Las cisternas, que debían traer agua del Nilo, estaban anegadas con barros putrefactos de alguna infiltración del lago Mareotis, y los andamios del techo del templo de Zeus habían ardido por culpa de una hoguera encendida por los obreros para calentarse un día frío de invierno.

—Un desastre —se dijo Ptolomeo llevándose las manos a la cabeza. Allí donde mirase, la ruina amenazaba con destruir quince años de inversiones—. ¿Dónde están los capataces?

Frente al palacio proyectado en la colina de Loquias, los tres arquitectos atenienses que Ptolomeo había contratado para sustituir a Absalón al frente de las obras, se echaron las culpas mutuamente.

—Imbéciles —les dijo Ptolomeo—, ni siquiera el palacio cuenta con una habitación habitable. Ni un techo, ni agua, ni puertas —el enfado del gobernador se debía en parte a que su amante Mirto había abandonado Alejandría diciendo que no podía alojarse en aquel lugar inhóspito. Se había unido al general Ofelas y había partido con él a una guerra en el norte de África—. Sólo veo ante mí una escalera y unos muros que la próxima tormenta se llevará por delante. ¿Dónde pensáis que me aloje esta noche? ¿En una cuadra para el ganado? ¿Pensáis que es un lugar digno para el gobernador de Egipto? ¿Por qué la tumba de Alejandro no tiene ni el basamento de las columnas?

Mientras reprochaba a aquellos gandules todos los retrasos, Ptolomeo se imaginaba cual irritado se mostraría Alejandro al saberlo. A su vez, en una sincronización entre hombre y dios, Alejandro se manifestó y la cicatriz de su brazo le produjo una molesta irritación, como si Alejandro le recordase que aquella gran tumba, a la que llamaban el Sema, debía concluirse cuanto antes. El difunto rey macedonio estaba harto de tener su morada en aquel mausoleo de estilo egipcio, él quería algo nuevo y deslumbrante en una ciudad griega.

Con aquel dolor persistente en su brazo, el macedonio contempló cómo los arquitectos farfullaban. Al final decidieron ofrecerle al gobernador sus casas de forma servil para mitigar su ira. Después se pelearon nuevamente para decidir en cuál de las tres viviendas se debía alojar Ptolomeo.

Mientras se enzarzaban en una vergonzosa riña, Ptolomeo, que estaba en el punto más alto de Alejandría, la colina de Loquias, pudo contemplar el trazado reticular de las calles. Sabía, sin que se lo dijesen, el uso de todos y cada uno de los edificios de la urbe y las razas que se alojarían en los barrios. Lo había planeado con Absalón, horas y horas decidiendo gastos, materiales y planos.

—¡Por Zeus!, ¿veis todos aquellos edificios? —les dijo señalando a lo lejos. Los arquitectos callaron asustados, la voz de Ptolomeo, unida a la ira que mostraba su rostro y a los músculos de su brazo derecho extendido, lo hacían parecer un Poseidón enfurecido a punto de arrojar un tridente. Señaló un templo de arenisca de factura egipcia con dos pilonos y un estanque de aguas azules que brillaba en la distancia. Las banderas que colgaban de los pilonos se agitaban con la brisa que venía del desierto.

Los arquitectos atenienses cubrieron sus ojos del deslumbrante sol del mediodía y miraron entre sus dedos entrelazados hacia donde se hallaba el templo de Isis, en el barrio donde se habían establecido los ciudadanos de raza egipcia. Se erigía como un oasis en medio de la ciudad en construcción, una soberbia demostración de la arquitectura del país del Nilo que los griegos tanto denostaban.

—Es el templo más hermoso de toda la ciudad. ¿Y sabéis por qué? Porque está terminado. Cuenta incluso con un estanque de aguas transparentes, en una ciudad donde las cisternas están putrefactas. Veo un muro encalado donde están dibujados en vivos colores los dioses egipcios. No veo en él polvo ni arena, derrumbes ni escombros. ¿Veis su cubierta blanca desde aquí? ¿Por qué es el único techo de losas de mármol de toda la ciudad? Seguro que lo sabéis, no podéis ignorarlo. Os lo diré yo, es el santuario de Isis, sólo hay mujeres en él. Le he mandado a su suma sacerdotisa el dinero personalmente y ella es la única que ha conseguido terminar el templo. Una mujer, idiotas, una mujer ha administrado los fondos, ha contratado a los obreros, ha vigilado las obras, ella sola ha conseguido hacer más que tres arquitectos atenienses, que lo único que han conseguido es que la mitad de lo que estaba construido en Alejandría se haya convertido en una ruina. Una mujer, lo oís, deberíais avergonzaros. Esa mujer se llama Ipue, y tal vez desconozca las matemáticas, la aritmética y las artes de los griegos. Es una simple sacerdotisa, ¿me oís? Si no fuese mujer le daría en este momento el mando de todas las obras de Alejandría.

Los tres arquitectos se mordieron los labios y luego balbucieron excusas ante Ptolomeo.

— ¿No os dais cuenta de que los egipcios son capaces de terminar un templo en menos de un año? Vosotros los griegos, con todos vuestros cálculos matemáticos lo único que habéis conseguido es enfangar la ciudad.

Ptolomeo mató de un manotazo una mosca que se había posado en su brazo. Anduvo errante entre los muros sin techo ni suelo de su palacio y los corredores quemados por el sol. Se apoyó en los capiteles sin columnas que se esparcían de forma aleatoria por el suelo de la colina de Loquias, abandonados entre la arena que había traído el viento. Una gaviota en lo alto le graznó y dejó sus excrementos manchando uno de los muros.

Meditó sentado en una piedra de granito rosa que una cuadrilla de obreros había dejado abandonada en la puerta del que sería su salón de recepciones. Luego, se levantó, salió a la cara oeste del palacio donde le esperaban los tres arquitectos. Sin irritarse les dijo:

— ¿Veis ese barco que acaba de llegar al puerto? —desde la colina se divisaba el espolón inconcluso que había de unir Alejandría con la isla de Faros—. Pues espero que os embarquéis en él antes de que atardezca, y desaparezcáis de mi vista antes de que os mande matar por imbéciles.

Luego bajó la colina y enérgicamente se dirigió a la casa de Absalón. Los arquitectos griegos se quedaron en el palacio compungidos por su defenestración, echándose en cara unos a otros su desgracia. Las esposas, que ya sabían lo sucedido, se unieron a ellos y a ratos lloraban y a otros se gritaban entre ellas como si fuese obligado defender a sus maridos a voz en grito.

Hubo un último intento de arañazos y patadas, una de las esposas desgarró el peplo a otra y terminaron medio desnudas en el puerto frente a los barcos que condujeron a las tres parejas a Atenas. Los soldados de Ptolomeo las arrastraron a la cubierta sin darles oportunidad de recoger sus pertenencias. Más tarde encontraron en sus casas todo lo que habían robado en arcones repletos de dracmas áticos.

Ptolomeo llegó hasta la casa de Absalón y la aporreó. Esperó, nadie respondía. Parapetado dentro de su casa Absalón se reía de Ptolomeo. Vivía en una sólida construcción de piedra encalada y cerrada sobre sí misma, con una puerta de madera repujada de hierro y una diminuta ventana cerrada con una contraventana. El hebreo sabía ya que Ptolomeo se hallaba en Alejandría, y sabía incluso que se hallaba colérico por la catastrófica marcha de las obras.

A cada golpe violento en su puerta, más mejoraba el humor vengativo de Absalón.

Pero Ptolomeo era insistente, estaba dispuesto a tragarse su orgullo, si quería que Alejandría se terminase, aquel era su hombre, aunque cinco años atrás hubiese estado dispuesto a dejarle tullido. El gobernador no recordaba por qué razón le quiso cortar la mano, olvidaba los agravios con facilidad. Además, Absalón siempre le había gustado.

Absalón abrió la puerta y al verlo, se plantó con las piernas abiertas y los brazos cruzados debajo del dintel:

—¿Has venido a echarme de tu ciudad? —preguntó el judío. Ya no reía, ahora era el momento de fingir indiferencia e ironía, una actitud que sabía que Ptolomeo no soportaba—. ¿O tal vez a cortarme la mano?

—Podría. Soy el gobernador de Egipto, bien lo sabes —le retó Ptolomeo. Los dos hombres competían en orgullo y soberbia.

—¿Entonces? —le preguntó Absalón abriendo su palma como si esperase un donativo. No le permitía entrar en su morada, le gustaba ofender al gobernador de Egipto con una retadora pose en jarras.

—Debes terminar la ciudad —le dijo Ptolomeo ignorando las palabras de Absalón. Le puso su mano en el hombro descolocándolo, como si de pronto fuesen amigos íntimos—. Los atenienses son toda una calamidad.

— Supongo que desconoces la palabra ruego. Es fácil, sólo hay que decir las palabras por favor —respondió Absalón y se quitó aquella mano de encima. Hizo un amago de entornar un poco la puerta, fingiendo que iba a echarlo como si fuese un mendigo molesto. Ptolomeo adelantó su pie derecho para impedírselo y emitió una sonrisa condescendiente, la de un hombre que sabe que va a conseguir lo que se propone. Siguió escuchando al hebreo que le decía: —. Vaya, se me olvidaba que los hombres que han conquistado el mundo no piden favores, sino que toman lo que desean. ¿Es que el gran Visir de Egipto quiere que sea su administrador ahora que le han engañado los atenienses?

Una voz de mujer brotó del interior de la casa preguntándole quién era. Absalón giró su rostro y respondió en egipcio que nadie importante.

—¿Qué le has dicho? ¿Es Ipue la que habla verdad? —preguntó Ptolomeo.

—Le he dicho que hay un hombre en mi puerta que tiene rostro de traidor. Un hombre que ya no significa nada para mí.

Luego ella respondió a Absalón que no le creía y que había oído que Ptolomeo estaba en Alejandría. Su voz cada vez se oía más próxima, Ptolomeo pensó que se estaba acercando a la puerta y sería su oportunidad. Alzó su cabeza por encima del hombro de Absalón para que ella le oyese.

—¿Sabes que, al mes de conquistar Jerusalén, tus compatriotas enviaron una embajada a Menfis para solicitarme permiso para instalarse en Alejandría? Ptolomeo no debe de ser tan terrible como para considerarme un invasor —lo dijo con cierto sarcasmo y esperó a ver si el rostro de Absalón se irritaba.

—Hiciste mal en recibirlos. Supongo que serían los samaritanos, esos que se creen judíos pero que en realidad no lo son —respondió Absalón mintiendo—. ¿Quieres que te informe quienes son los samaritanos y así puedas invadir su templo sagrado? No te costaría mucho, puedes emborracharme y te daré gustoso la información, ya sabes lo floja que tengo la lengua.

Desde dentro la voz insistió. Quería saber con quién hablaba su marido. Como Absalón lo ocultaba, Ipue se personó en la puerta. Al ver a Ptolomeo se arrodilló, besó sus rodillas y le llamó Sóter, que es como los griegos llaman a los salvadores.

Absalón la agarró con fuerza y la obligó a incorporarse. Los esposos discutieron en egipcio, y Ptolomeo dedujo que ella deseaba invitarlo a pasar mientras que él le recriminaba haberse arrodillado ante un hombre.

Después, ante la recelosa mirada de Absalón, la sacerdotisa abrió triunfante la puerta de dos hojas de par en par, tomó de la mano al gobernador de Egipto y se llevó a un dócil Ptolomeo al patio donde los esclavos sirvieron vino e higos cogidos directamente de la higuera que daba sombra a los divanes y las mesas bajas. Sacaron agua fresca del pozo y la mezclaron en una crátera con vino ante los ojos de Ptolomeo.

—Pero ¿cómo habéis conseguido abrir un pozo? —preguntó a la pareja—. Los arquitectos llevan tres años intentando excavar un aljibe y lo único que han conseguido es una zanja cenagosa donde podrían vivir los cerdos.

—Los arquitectos atenienses te han robado mucho más de lo que piensas —le dijo Absalón. Le ofreció una bandeja con aceitunas en salmuera—. Pero no pienso arreglar tus asuntos. Prueba estas aceitunas, las traen desde Esparta.

Absalón también tomó una y dejó el hueso sobre la mesa.

—¿Es que vas a guardarme rencor toda tu vida? En definitiva, no te quedaste sin mano. Pídeme lo que quieras, lo que más desees, ahora estoy en posición de concedértelo —le dijo el macedonio. Comió una aceituna y lanzó su hueso como hacen los niños al jugar, con tan buena fortuna que golpeó al hueso de Absalón haciendo que saliese despedido. Añadió orgulloso, señalando la mesa—. Siempre he tenido buena puntería, ¿no te parece?

Absalón miró a Ipue y esta le devolvió una sonrisa, como aquella madre que consiente las diabluras de su hijo.

—¡Oh, los macedonios, os creéis los dueños del mundo! Te crees que todo es tan fácil como apuntar con un hueso de aceituna a otro. Tengo un hijo en alguna parte de Cartago, ¿puedes conseguir que le vuelva a ver? No, ni tú, ni el rey de Persia, ni tu dios Alejandro.

—¿Y si lo consiguiera? Conozco un dios poderoso que puede hacerlo. Tengo buenas relaciones con él. ¿Y si te digo si tu hijo vive o está muerto? ¿Y si te digo dónde está? ¿Accederías a ser el nuevo administrador?

—Entonces, no sólo sería tu administrador en Alejandría, sino que te convertiría en un hombre rico como deberías de serlo en este momento —le respondió retador señalándole con una copa de vino en la mano—. ¿Por qué extraña razón no has acuñado una moneda? Podrías hacerlo, un país sin moneda es como un granero sin grano —luego, después de beber un sorbo, le dijo con tristeza—. Pero ese dios del que hablas no puede encontrar a mi hijo. Ni tus dioses, ni los dioses egipcios pueden emitir un oráculo que lo encuentre. Sólo mi dios podría decirme cual es el camino, pero te recuerdo que estoy maldito por tu culpa desde que has conquistado Jerusalén.

Ptolomeo no sabría decir si Absalón todavía seguía enfadado con él. Ipue a su lado acariciaba la mano de su esposo hebreo para tranquilizarle. Si no hubiese sido por ella, el judío hubiese cerrado la puerta de un portazo ante las narices de Ptolomeo.

Después los dos hombres bebieron y dejaron que Ipue hablase de su templo. Ptolomeo sonreía. Le gustaba aquella sacerdotisa, había algo en ella beatífico, como si con su suave acento egipcio le bendijese cada vez que se dirigía a él. Estaba exultante de hermosura, la maternidad la había transformado. Sabía que tenían una hija, y pidió verla. Cuando la trajeron, Ptolomeo le puso su collar de oro al cuello, del cual colgaba un león de malaquita y le dijo que lo considerase un regalo.

Ptolomeo regresó esa misma tarde a Menfis. Debía visitar la tumba de Alejandro.

Cuando se marchó, Absalón pasó el resto de la tarde arrojando huesos de aceituna a una bandeja. ¿Cómo diablos conseguía Ptolomeo aquella puntería?

—Déjalo ya —le regañó Ipue—. Te comportas como un niño.

Desconocía que su esposo tenía un hijo en alguna parte, y una esposa fenicia que había perdido tras el sitio de Tiro. Luego ella se dijo cuan estúpida había sido por no haber considerado la posibilidad de que su esposo pudiese tener un pasado.

Bajo el cielo de Alejandría

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