Читать книгу Bajo el cielo de Alejandría - Olga Romay Pereira - Страница 12
ОглавлениеCapítulo 6:
El pez dorado
Después de varias estaciones en Menfis, Antígona encontró a su hija observando de forma distraída la pintura de la pared de su dormitorio: ánades flotando en un estanque lleno de papiros y peces dorados. La vio acercarse al friso y recorrer con la yema de sus dedos los perfiles de oro de los peces, ensimismada en la escena fluvial. Compartían aquel dormitorio desde que Berenice había llegado a Menfis, y sólo en raras ocasiones ambas coincidían en él, puesto que madre e hija no sentían la afinidad que une a las familias macedonias y puede decirse que discutían más que se amaban.
Aun así, Antígona apreciaba su compañía. Las demás macedonias la aburrían, y sólo Nicanor había logrado sacar de ella canturreos matutinos, que en Antígona significaban felicidad.
—¿Qué opinas de él? —le preguntó de pronto. Berenice se giró abandonando la escena del friso. Sabía que su madre le estaba preguntando sobre Ptolomeo, lo cual a ella le fastidió. Respondió lo que le vino en gana evitando una confesión:
—Reconozco que has conseguido lo imposible: que un hombre como Ptolomeo no haya despedido a nuestra prima Eurídice de un puntapié a los dos días de convivir con ella. Y no sólo eso, sino que haya engendrado cuatro hijos y cene con ella fingiendo ser el mejor de los maridos.
—No me has respondido —insistió Antígona—. Te he preguntado qué opinas de él.
—Me temo que nuestra prima Eurídice carece de inteligencia suficiente para saber que se ha casado con un halcón de bellas plumas acostumbrado a cazar presas más exquisitas que ella. Las demás macedonias hablan mucho en el gineceo, aunque podríamos llamarlo harén, me han puesto al corriente de sus correrías nocturnas. Nada escandaloso, supongo que Ptolomeo es más bien discreto. Dicen que tuvo una esposa a la que amó y que ahora vive en Atenas, recibe una pensión de dos talentos al año. Dos talentos es mucho dinero, eso le honra, un hombre que amó siempre ha de ser generoso.
Salieron al balcón y se asomaron entre dos celosías. En el patio de armas se hallaba el gobernador de Egipto recién llegado de una tarde de caza en el Delta. Jugaba con dos galgos a los que arrojaba un palo curvo que desplegaba una elipse en el aire. Nimlot le había enseñado a manejarlo y le había explicado cómo hacer volar un bumerán egipcio para cazar aves con él, pero Ptolomeo confiaba más en su arco para cazar y el bumerán lo dejaba para jugar con sus galgos.
—¿Te gusta algo de él? —preguntó Antígona a su hija. Intentó averiguar cuáles eran los verdaderos sentimientos de Berenice. Los ojos de su hija vagaron por el alero que daba sombra al balcón. Antígona vio su mirada perdida en las alturas y supo que Berenice iba a mentirle, desde niña tenía costumbre de mirar al techo momentos antes de inventarse una mentirijilla—. No me puedes negar que es un hombre atractivo. Todavía mantiene la frescura de la juventud.
—Es un hombre que puede tener a su alcance todo lo que quiera tan sólo con levantar un dedo y señalarlo, pero le he visto hacerlo con tanta elegancia que, los que le sirven no parecen sentirse ofendidos, sino que se esfuerzan en complacerle. Si me preguntas si me gusta algo de él, te seré sincera: nada, ya he estado casada con un soldado.
Ptolomeo, distraído con los galgos ignoraba que le observaban desde el ala de mujeres. No se hubiese percatado si no hubiese sido porque uno de los prendedores del peplo de Berenice reflejó la luz del sol y el reflejo se movió errante sobre el pavimento del patio hasta topar con los ojos de Ptolomeo. El macedonio bizqueó, se hizo sombra con una mano sobre la frente para poder ver bien e intentó adivinar quién estaba en la terraza del primer piso. Siempre había alguna mujer observando, vivía en el palacio de los mil ojos.
Antígona y su hija dieron un paso atrás para que él no se supiese observado y siguieron hablando protegidas por una celosía. Ptolomeo arrojó el búmeran de madera e impactó en el balcón donde estaban las mujeres, aparentemente parecía haber errado el tiro, pero ya manejaba lo suficientemente bien aquel palo de madera para apuntar y acertar.
—Sus generales le adoran —explicó Antígona a su hija. Tomó el proyectil del suelo de la terraza y prosiguió, ya sabía que Ptolomeo las había visto y jugaba a cazarlas como si fuesen pájaros. Pensó que esa noche en la cena le devolvería aquel juguete de caza a Ptolomeo con una pequeña sonrisa de reprobación. Tenían entre ellos cierta complicidad, en el fondo las travesuras de Ptolomeo la entretenían—. Puede emborracharse con sus hombres y le siguen respetando. Sin embargo, los egipcios están desconcertados con él. Le verás haciendo donaciones en todos los templos de Menfis, pero le tienen miedo, saben que está construyendo en Alejandría un puerto militar y un arsenal lleno de modernos navíos de guerra. Creen que ha venido para quedarse.
—¿Y tú qué piensas de él? —le preguntó Berenice a su madre.
—Que por supuesto ha venido a quedarse. ¡Cuidado con él! —le advirtió levantando un dedo inquisidor y moviéndolo de derecha a izquierda. Luego apuntó a su hija—. Si te señala a ti, tendremos problemas las dos. Es demasiado listo, nadie llega a ser gobernador de Egipto y conseguir que el reino no se rebele. Todos los generales de Alejandro viven en constante guerra menos él.
—¿Y qué ocurre con nuestra prima Eurídice? Me he dado cuenta de que sufre espasmos cuando él está presente.
— Necesita una confidente joven como tú, alguien que le dé seguridad. Eurídice siempre sintió gran admiración por ti. No le dejes que te cuente sus detalles íntimos con él, es aburrido y tedioso, terminarás por odiarla, te lo aseguro por experiencia. Puede pasarse horas hablando de algo que ella piensa que es amor. Nunca le confieses qué sucedió con Casandro, Eurídice adora a su estúpido hermano, y si osas revelarle la verdad, te expulsará del palacio de un puntapié, me lo prometes, ¿verdad?
Berenice asintió con la cabeza. Protegida por la celosía pudo ver cómo el gobernador de Egipto entraba en el palacio. Iba entonando las últimas estrofas de una vieja canción macedonia que se cantaba en las bodas antes de que los esposos se retirasen al tálamo nupcial. Pero Berenice también sabía que cuando los hombres fanfarronean solían cantarla para presumir de que iban al encuentro de una amante; no supo si Ptolomeo había elegido la canción al azar o si se reía de ellas.
Los galgos le siguieron y retaron a los gatos a su paso. Berenice pudo oír a los animales peleándose en el vestíbulo. Luego contempló a los galgos salir por la puerta del palacio y huir hacia un rincón apartado donde había una pequeña choza con comida y bebida. Los gatos se habían adueñado del palacio de Menfis, lo mismo que las damas de compañía de Eurídice del ala de mujeres.
—Y por supuesto, ocurra lo que ocurra, apártate de Ptolomeo y busca un marido entre sus generales cuanto antes. Sé, aunque no voy a decirte cómo, que los hay interesados en ti, desde tu primera noche causaste una buena impresión en el palacio. Tu luto ha pasado, y tienes tres hijos a los que hay que alimentar.
Luego llamaron a la puerta. Un esclavo pidió hablar con Berenice y le comunicó casi en un susurro un breve mensaje.
Berenice se volvió para decirle algo a su madre, pero las palabras se negaron a salir de sus labios. Encogiéndose de hombros abrió las manos en expresión de no saber qué hacer. El esclavo aguardaba tras la puerta.
Adivinando lo sucedido, Antígona le preguntó a su hija:
—¿Ptolomeo o Menelao?
—Ptolomeo —le dijo Berenice al oído a su madre recobrando el habla. Antígona cerró la puerta para que los oídos indiscretos del esclavo no supiesen sus planes.
Tapó los labios a su hija para que mantuviese silencio y le dijo:
—Ve y dile que volverás a Macedonia si te toca. Dile que yo me iré contigo. Dile que mañana relataré a su esposa que se ha acostado con muchas de sus damas. Bueno, no le digas eso, o díselo, haz lo que desees, basta que él sepa que su vida será un infierno, él lo entenderá. Pero ocurra lo que ocurra dile que no. No aceptes sus regalos. No creas sus mentiras. Hay una larga lista de mujeres que le creyeron. No he criado a una hija para que sea la concubina de un hombre, por muy gobernador de Egipto que sea. Ahora ve, enfréntate a él y recuerda todo lo que te he dicho.
Después le dio un beso y la abrazó. Se mordió los labios con los dientes mientras Berenice recorría el palacio hacia las habitaciones de Ptolomeo siguiendo al esclavo y a su antorcha. La noche había caído sobre Menfis sin que se diesen cuenta.
En un palacio tan habitado eran muchos los hombres y mujeres que transitaban los corredores. Para no dar que hablar, ya que la escoltaba un esclavo doméstico de Ptolomeo y si la veían sospecharían cuál era su destino, Berenice se cubrió prudentemente el rostro con el manto. Fue inútil, al cruzarse con Nicanor, éste la reconoció al instante.
El general estuvo a punto de hablar con ella, pero pensó que sería mejor hablar primero con Antígona. La madre de Berenice le recibió en ascuas.
—¿La ha llamado Ptolomeo verdad? —le preguntó el hombre a Antígona entrando en su dormitorio y abrazándola—. Sabías que sucedería, era inevitable. Ptolomeo no va a forzarla, no es de ese tipo de hombres. Se limitará a meter la mano en el estanque y ver si Berenice es un pez de los que huye o muerden. Le fascinan esos peces hermosos y gráciles que aparecen de vez en cuando en Egipto procedentes de Macedonia.
—Claro que no la forzará —le respondió Antígona—. Es el gobernador de Egipto, el compañero de Alejandro, el hijo de Lagos. Él ha conquistado el mundo, no necesita forzar a las mujeres. Se limitará a observarla de cerca. Le contará algún embuste para justificar que la ha llamado. Como bien has dicho le gusta saber qué pececillos nadan en su estanque, y mi hija es un pececillo dorado, ingenuo, joven e impresionable —para reafirmar sus palabras, se acercó a los animales del fresco, y demarcó, como momentos antes había hecho su hija, el perfil de oro de una carpa—. La que me preocupa es ella, no él. Berenice ha tenido dos declaraciones de matrimonio desde que ha llegado a Menfis, y las ha rechazado para mi disgusto. Me temo lo peor, he tenido una conversación con ella esta tarde, y aunque lo niega, sé que Ptolomeo la tiene fascinada.