Читать книгу Los hijos del caos - Pablo Cea Ochoa - Страница 10
ОглавлениеCAPÍTULO 2
Reencuentros inesperados
PERCY
De nuevo amanecí y vi que me encontraba tumbado en la tienda con Natalie dormida a mi lado. Nos habíamos pasado todo el día anterior los dos juntos sin salir de la tienda, tan solo para comer. Por suerte, los lobos no se habían llevado la carne del ciervo que habíamos enterrado. Al levantarme ese día sentí como si hubiera recuperado todas mis fuerzas, así que probé a incorporarme y, una vez de pie, me miré de nuevo en el espejito de Natalie. Seguía teniendo los ojos amarillos, con las pupilas dilatadas y estiradas, como las de un gato o un reptil. En cierto modo, me gustaba cómo me quedaban, eran bastante intimidantes, pero no me hacía demasiada gracia lo que significaban. Pero aparté esos pensamientos de mi mente y salí de la tienda para respirar aire fresco.
Era una mañana muy húmeda y fría, eso se notaba en el cielo y en el ambiente, pero yo no sentía frío ninguno. A lo lejos, en el horizonte, se veían nubes oscuras que traerían consigo una fuerte tormenta, pero de momento todo estaba en calma. Se podía apreciar el rocío que había caído esa mañana en las hojas de las plantas, se escuchaba muy claramente el piar de los pájaros, incluso creí ver a un par de ardillas correteando y saltando de árbol en árbol. Me sentía relajado, en paz. Desde siempre me había encantado estar rodeado de naturaleza.
Pero justo cuando iba a volver a inspirar ese aire tan puro sentí como una gran punzada en la cabeza, la cual me dolió durante solo unos segundos. Cuando se me pasó el dolor alcé la mirada y me di cuenta de que lo estaba viendo todo como a cámara lenta. Era una sensación extraña, porque me hacía sentir bien, pero a su misma vez me hacía marearme, algo parecido a la sensación de fumar hierba. Era bastante alucinante; parecía como si lo pudiera ver todo: a Natalie durmiendo dentro de la tienda, a unos conejos escondidos dentro de su madriguera o a las aves que se escondían entre las ramas de los árboles. Y también podía oírlo todo, hasta el más mínimo crujido de las ramas o el aleteo de los pájaros que volaban sobre mí. Incluso el olfato se me había agudizado, aunque olí cosas bastante desagradables.
Este cúmulo de sensaciones nuevas me levantó un dolor de cabeza terrible tras un par de minutos disfrutando de ello, pero me hacía sentir bien al mismo tiempo. Era un sentimiento extraño, que rozaba los límites de lo adictivo. Y yo siempre había tenido problemas con ciertas adicciones antes del fin del mundo.
De repente esa visión y ese oído aumentados desaparecieron. Me empecé a encontrar bastante mal, volví a tener tirones en la pierna izquierda y cuando se me pasó un poco alcé la vista y conseguí divisar algo que me llamó la atención. Y es que a lo lejos se alzaba una nube de polvo que ascendía rápidamente en el cielo. Traté de enfocar un poco la vista para averiguar la causa de tal revuelo y gracias a esa visión tan aguda que me había vuelto de golpe pude distinguir como un grupo enorme de esos lobos tan grandes venía corriendo en mi dirección.
—¡Nat! ¡Nat! —grité mientras volvía corriendo a la tienda con una rapidez digna de las olimpiadas a pesar de mi dolor en la pierna—. ¡Levántate! ¡Tenemos que irnos! —le advertí al atravesar el doble fondo de la tienda.
—¿Qué ocurre? —me respondió ella sobresaltada y recién levantada—. ¿Son inferis? —preguntó mientras buscaba su cuchillo de caza y su arco.
—¡No hay tiempo! ¡Vámonos! ¡Ya! —repliqué sin dejar que ella siguiera hablando. Así que ambos nos pusimos algo de ropa todo lo rápido que pudimos. Yo metí todo lo necesario en una mochila, cogí de la mano a Natalie y salimos corriendo enseguida.
Al empezar a correr me di cuenta de que ambos íbamos descalzos, pero eso tampoco nos importó demasiado. Seguimos corriendo a pesar del dolor que sentíamos al clavarnos piedras en los pies. En ese momento lo único importante era ponernos a salvo.
—¡Percy, detente! No puedo más —me dijo Natalie cuando llevábamos corriendo unos minutos mientras se examinaba las plantas de los pies, que estaban llenas de tierra y empapadas de sangre.
No podía dejarla allí sin más, no después de todo lo que habíamos pasado juntos, así que al ver que los lobos y la nube de polvo se iban acercando y que no podíamos escapar de ellos corriendo, opté por subir al árbol más cercano. Era un árbol grueso y viejo, con muchas raíces que sobresalían en su base y muchas ramas secas pero aún fuertes y aparentemente resistentes, al menos lo suficiente como para aguantar el peso de los dos. Cuando llegamos a una altura considerable nos encaramamos a una rama muy gruesa y nos abrazamos mientras intentábamos calmar nuestras agitadas respiraciones.
Los lobos acababan de llegar bajo el árbol y al ver que el rastro de sangre que dejamos se acababa allí empezaron a deambular por la zona confundidos. Cuando varios pasaron buscándonos por debajo del árbol ambos tratamos de contener la respiración, pero justo en ese momento una gota de sangre cayó al suelo y Natalie estornudó cuando una rama le rozó la nariz. Habría sido una situación algo cómica de no ser por la decena de lobos, que inmediatamente alzaron sus cabezas para mirarnos y se pusieron a aullar. Inicialmente me resultó un sonido algo incómodo e inquietante de oír, pero tras unos minutos acabamos acostumbrándonos a los aullidos.
Pasamos allí subidos muchas horas, tantas que hasta creí escuchar repetidas veces la palabra «matadlos», pero sabía que seguramente sería mi imaginación jugándome una mala pasada. Igualmente, no le quise decir nada a Natalie sobre eso; ya estaba suficientemente exhausta y asustada. Nosotros estábamos acostumbrados a tratar con inferis, pero los lobos eran algo nuevo para los dos.
Pasaron las horas y los lobos, que al principio intentaban subir al árbol, se fueron rindiendo poco a poco y algunos se sentaron a esperar a que bajáramos. Otros no dejaban de dar vueltas al árbol para buscar algún medio de llegar hasta nosotros, pero todos acabaron por sentarse o tumbarse a esperar. Pensamos en intentar arrojarles ramas secas o algo para espantarlos, pero algo me decía que no eran simples animales y que no se asustarían así como así.
Pasó otro par de horas. Los lobos seguían esperando inquietos a nuestros pies y la rama en la que estábamos sentados comenzaba a ceder y no llegábamos a alcanzar la siguiente. Nos habíamos quedado sin más sitios a los que agarrarnos y los lobos lo sabían.
Cuando la rama estaba en las últimas, los lobos empezaron otra vez a dar vueltas en círculos justo debajo de nosotros, esperando inquietamente la inminente caída. Pero de repente vimos como uno de los animales, el más grande de todos, cayó desplomado en el suelo con una flecha en el cuello, que había impactado justo en su yugular, haciendo que se desangrara a los pocos segundos. Uno tras otro, los lobos empezaron a caer muertos al suelo y al no saber de dónde procedían los proyectiles se acabaron viendo obligados a retirarse, aunque no sin aullarnos una última vez.
Tras unos segundos llenos de confusión e incertidumbre, vimos cómo un par de figuras humanas se bajaron de un salto de los árboles paralelos al nuestro. Llevaban ropas viejas y desgastadas y también tenían unas capuchas que les quedaban tan holgadas que lo único que se podía saber de esas personas era que se trataba de chicas, jóvenes seguramente.
—¡Ya podéis bajar! —gritó una de las dos chicas cuando llegaron al lugar en el que hacía un par de minutos estaban los lobos.
Un segundo más tarde, la rama en la que estábamos sentados se rompió y caímos al suelo. La caída se suponía que sería severa por la altura, pero realmente no nos hicimos ningún daño más allá de un par de cortes y rasguños. Cuando nos pusimos en pie, Natalie y yo nos miramos. Ambos sabíamos que desconfiar de los extraños era una regla esencial para los supervivientes, ya que muchas veces las personas llegaban a ser peores que los muertos, pero supuse que si nos habían ayudado en aquella situación tan comprometida habría sido por algo.
Nos acercamos a las figuras encapuchadas y según recortamos la distancia empezamos a poder distinguir las caras de aquellas chicas, que al parecer serían de nuestra edad, unos diecinueve o veinte años. Supuse que me tuve que quedar con la boca abierta cuando les vi los rostros, porque Natalie me pegó un fuerte codazo para que reaccionara antes de estar frente a ellas.
Ambas eran extremadamente guapas a pesar de sus vestimentas y su olor rancio, propio de todos los supervivientes, ya que no podíamos bañarnos o ducharnos cada mucho tiempo. Me quedé helado al darme cuenta de que yo sabía quiénes eran esas dos chicas…
—¿Kika? ¿Cristina? —pregunté no muy seguro, ya que eran dos personas que no veía desde hacía ya muchos años.
—Hola, Percy —contestó Cristina, que me sonrió tras quitarse la capucha y después, sin previo aviso, me abrazó. Por su parte, la otra chica, Kika, se limitó a asentir con la cabeza mientras volvía a colgarse su arco en la espalda.
—¿De verdad sois vosotras? —dije tremendamente sorprendido y confuso, sin creerme lo que veían mis ojos—. ¿Qué hacéis aquí? —Aún no terminaba de asimilar que nos hubiéramos encontrado ahora, después de tantos años. Cuando nos contaron que llevaban vigilándonos desde hacía un par de días les presenté a Natalie, aunque a mi compañera no le hicieron mucha gracia las dos chicas.
Natalie volvió a mirarme con su famosísima cara de que quería y exigía explicaciones, pero ignoré por el momento eso y me limité a hablar con Cristina de lo contento que estaba de haberlas encontrado vivas. Aunque se me hacía bastante raro haberlas encontrado en la otra punta de Europa.
—Bien, ¿ya hemos terminado? Porque tenemos prisa. Seguidme —nos pidió Kika en un tono muy firme, casi militar. Con ella no me llevaba igual de bien que con Cristina. En el pasado ocurrieron cosas entre ambos y nos separamos.
Nos quedamos muy serios, sin saber qué hacer, pero cuando nos entregaron un par de botas a cada uno, que sacaron de sus mochilas, nos las pusimos y las seguimos sin poner objeciones.
Habían cambiado muchísimo desde la última vez que las vi, incluso su manera de andar. Ahora se movían ágilmente entre los árboles. Eran supervivientes, igual que nosotros, y habían aprendido a adaptarse al mundo.