Читать книгу Los hijos del caos - Pablo Cea Ochoa - Страница 12
ОглавлениеCAPÍTULO 4
Historias alrededor del fuego
PERCY
El viejo tenía el pelo gris, enmarañado y despeinado. Le llegaba hasta los hombros y le tapaba gran parte de la cara. Tenía muchísimas arrugas y cicatrices por toda la cara e iba vestido con una larga túnica blanca y amarilla, que llevaba enrollada sobre sí mismo y que le llegaba hasta los tobillos. Sus pies estaban cubiertos por unas sandalias de cuero viejo. Parecía una persona sabia desde fuera, pero había algo en sus ojos verdes que no me inspiraba nada de confianza.
—No me fío, Kika —le susurré mientras seguía sosteniendo en alto su espada en dirección al viejo. A pesar de su extraño aspecto y de su mirada de cachorrito perdido, seguía siendo un extraño. Y siempre se debe desconfiar de los extraños.
—Haces bien al desconfiar de los desconocidos, pero solo he venido a hablar con vosotros, así que te agradecería que bajaras y envainaras esa espada, muchacho —comentó el viejo. Yo me quedé inmóvil, esperando a que alguien dijera algo al respecto o que alguna de las chicas aportara algo de sentido común a la situación.
—Tranquilo, no pasa nada. No nos hará daño —me dijo Natalie muy convencida, lo cual de por sí ya era extraño—. Además, sabe cosas… —añadió para terminar.
Al escuchar ese último comentario me descoloqué un poco y relajé mi postura, porque sabía perfectamente a lo que Natalie se había referido. Entonces Kika aprovechó ese momento para arrebatarme la espada con mucho ímpetu y tras eso nos quedamos en silencio. El viejo nos miró a cada uno de nosotros de arriba abajo, muy detenidamente y con ojo crítico, lo cual me incomodó bastante.
—Sois especiales. Lo sabéis, ¿no? —señaló el hombre entusiasmado cuando terminó de analizarnos, a nosotros y a nuestro físico.
—¿Especiales? ¿En qué sentido? —preguntó Kika, aunque yo ya me estaba oliendo por dónde irían los tiros tan solo con fijarme en la cara de Natalie. Yo ya había dejado claro en cientos de ocasiones que no quería tener absolutamente nada que ver con las cosas de las que nos iba a hablar el viejo, pero igualmente seguí escuchándole. Quería oír lo que tuviera que decirnos.
—Sois especiales en todos los sentidos —respondió él muy pausadamente y deslizó su mano derecha hacia el interior de su túnica para sacar algo de allí. —Al ver como movió la mano yo me puse muy tenso y Kika agarró con fuerza el desgastado mango de su espada. Cuando el viejo se fijó en nuestras reacciones se rio y volvió a hablar—. No es sano que tengáis tanta desconfianza en un pobre anciano —afirmó irónicamente—. Es más, debería desconfiar yo más de un licántropo que se encuentra en medio del bosque con tres chicas jóvenes —siguió diciendo mientras me miraba al soltar esa insinuación tan horrible.
—¿Qué? espeté mientras me aproximaba al hombre de forma amenazante, sacando pecho y con los brazos hacia atrás. Pero él ni se inmutó. Siguió hablando de una forma tranquila y sosegada.
—Bien, si todos estamos de acuerdo en que puedo hablar —empezó a decir mientras se levantaba—, observad el pasado.
Sacó un montón de polvo negro de su túnica y lo arrojó a la hoguera. Al instante una nube de humo negro, mezclada con brasas y tierra, empezó a salir de la hoguera y a rodearnos hasta dejarnos sin visión.
Cuando la nube se disipó por completo, nos encontramos en otro lugar muy diferente. Estábamos justo en medio de lo que parecía ser una pradera, bajo un cielo azul claro y sin nubes. Y no tardamos mucho en percatarnos de que cerca de nosotros estaba teniendo lugar una pequeña batalla entre lo que parecían ser varios chicos y chicas de nuestra edad y una horda enorme de inferis.
—Esta fue la más importante y la única vez que se creó la Resistencia de Semidioses —explicó el viejo como si estuviera narrando una historia para niños. Kika y Cristina estaban alucinando; no entendían lo que había ocurrido o por qué estábamos en ese sitio. Supuse que esa era la primera vez que habían visto a alguien hacer magia o algún hechizo.
De repente notamos cómo el suelo empezó a temblar bajo nuestros pies y cómo se iba resquebrajando poco a poco. Los chavales dejaron de pelear contra los inferis por un momento, ya que varios de los muertos cayeron en las grietas que se habían abierto en el suelo, acompañados por un par de aquellos adolescentes.
Un fuerte destello de luz blanca apareció y desapareció en medio de la pradera y cientos de metros de hierba quedaron abrasados y calcinados. Entonces una figura gigantesca y bastante parecida a un humanoide apareció en el campo de batalla. Natalie y yo nos miramos durante un par de segundos y nos quedamos helados al ver la silueta del gigante.
—¿Gerges? —alcanzó a decir Natalie, aún intentando recuperarse del shock. Cristina y Kika no entendían nada de lo que estaba ocurriendo. Estaban flipando.
—¿El emperador persa? ¿El de la película esa tan famosa de los griegos? —preguntó Cristina inocentemente.
—No exactamente. Sí, es el mismo nombre, pero este Gerges es el líder de los titánides —puntualizó el anciano antes que yo, justo cuando varias luces centelleantes aparecieron y desaparecieron al lado de la figura del gigante. Unos segundos después había casi una decena de gigantes más, a cada cual más grande y deforme, aunque ninguno era tan grande como su hermano mayor—. Aro, Percival, Rock, Saum, Al, Reus y Zahg. Sí, ocho titánides había hace mil años y ocho sigue habiendo hoy en día. Observad —dijo el viejo sin poder ocultar su entusiasmo. Parecía divertirse al ver esa pequeña batalla.
Los semidioses que quedaban volvieron al combate y cargaron contra los ocho titánides y sus hordas de inferis. A pesar de la corta edad de los jóvenes griegos, plantaron cara a los gigantes y se lo pusieron difícil para matarlos.
—¿Quién vence? —preguntó Kika impaciente, ya que el combate empezó a alargarse, tras unos cuantos minutos viendo a los chicos matando inferis y correteando entre los pies de los titánides.
—Solamente seguid mirando… —respondió el viejo.
Los niños habían conseguido dejar fuera de combate a varios de los gigantes a pesar de no ser lo suficientemente fuertes como para matarlos. Pero cuando parecía que la balanza de la batalla se decantaba por el lado de los semidioses Gerges se agachó y, con toda la tranquilidad del mundo, tocó el suelo con la palma de su mano y este volvió a temblar, pero con aún más fuerza.
Muy próximas a los adolescentes comenzaron a brotar docenas de raíces que se movían violentamente, como si fueran los tentáculos de un pulpo, y tras unos segundos consiguieron inmovilizar a todos los semidioses que aún seguían con vida.
Gerges sonrió y se paseó por delante de sus enemigos, luciendo su extremadamente musculado y escamoso cuerpo repleto de tatuajes dorados. Se rio un buen rato de ellos y de su triste intento de derrotarlo solos y sin ayuda. Pero cuando pasó frente a un niño, el más joven de todos, este consiguió sacar su brazo de entre las raíces y hundió la hoja de una pequeña espada curva en el gemelo del titánide. Al contacto con la hoja de la espada, al gigante se le empezó a ennegrecer la piel de toda la pierna progresivamente. Gerges gritó y su grito retumbó e hizo temblar las piedras y los cadáveres del suelo. Cuando se alejó del niño, rápidamente se sacó la espada del gemelo y la arrojó todo lo lejos que pudo. La lanzó con tanta fuerza que la vimos desaparecer en el cielo sin saber dónde cayó.
—Te arrepentirás de eso —le advirtió con su voz grave y profunda—. Pero antes deja que te muestre cómo mueren todos tus amigos —dijo mientras alzaba su mano abierta.
Cuando cerró su puño, las raíces que inmovilizaban a los semidioses se movieron para estrangularlos, no sin antes partirles todos y cada uno de los huesos de sus cuerpos, y no pararon hasta que se dejaron de escuchar gritos. Entonces fue cuando desaparecieron, dejando a la vista los cadáveres de los chicos, totalmente aplastados y destrozados.
Todos habían muerto. Todos, excepto una chica algo mayor que los demás, de unos veinticuatro o veinticinco años, la cual se arrastraba por el suelo, dejando un rastro de sangre tras de sí, ya que tenía ambas piernas partidas y aplastadas. Era una imagen bastante dura y desagradable de ver. Pero enseguida Gerges se percató de que había quedado una superviviente y se acercó para atraparla con una de sus enormes manos mientras ella gritaba y agonizaba. Cuando la puso frente a frente con su cara, la chica consiguió reunir las fuerzas y el valor suficientes como para escupirle en un ojo.
—Una pena —lamentó el gigante, limpiándose el escupitajo del ojo con la mano que tenía libre. Cuando terminó puso a la chica frente al niño, que aún seguía atrapado en las raíces, y con ambas manos comenzó a doblar el cuerpo de la joven como si de plastilina se tratara—. Demasiado valiente —terminó de decir.
—¡No! ¡Sarah! —gritaba el niño una y otra vez mientras desde el cielo, que se había cubierto de nubes negras, se empezaron a escuchar truenos. Cuando Gerges terminó con ella dejó caer su cadáver destrozado al suelo para que estuviera al alcance de la vista del niño, el cual seguía pataleando y gritando el nombre de su amiga sin parar.
A Gerges parecía divertirle la situación. Se lo pasaba bien viendo el sufrimiento del niño, pero cuando se hubo aburrido de escucharle gritar alzó de nuevo su mano y cerró el puño. Nuevamente las raíces empezaron a moverse como si fueran boas, ejerciendo una presión tal sobre el cuerpo del adolescente que en cuestión de pocos segundos ya no se escuchaba ningún grito. Cuando vimos que Gerges dejó atrás los cuerpos de sus enemigos y que se alejaba caminando junto con el resto de sus hermanos, aquella nube de polvo negro y brasas comenzó a envolvernos de nuevo mientras veíamos cómo las raíces desaparecían y dejaban el cadáver del niño en el suelo.
Unos instantes después volvíamos a estar todos frente a la hoguera, que ya estaba casi apagada.
—¿Qué ha sido todo eso? —preguntó Cristina, que aún estaba intentando asimilar lo que acababa de presenciar.
—¿Cómo coño has hecho eso? Percy, Natalie, ¿por qué no decís nada sobre esto? —nos interrogó Kika con impaciencia. Se sentía incómoda al no entender nada.
—Esto es a lo que os enfrentáis. Y os lo he enseñado para poder concienciaros de que esos monstruos realmente existen y que son un mal muy real. Tras esos acontecimientos los dioses consiguieron encerrarlos en el Tártaro, pero se han vuelto a escapar y esta vez no pueden contenerlos los dioses en persona. Necesitan que seáis vosotros quienes les plantéis cara —aseguró el viejo.
—¿Dioses? ¿Titánides? ¿De qué va todo esto? ¿Que nosotros qué? —seguía preguntando Kika incesantemente. Entonces mi mirada y la del anciano se cruzaron y supe que había llegado la hora de aceptar mi papel en esta historia de manera definitiva aunque no me hiciera ninguna gracia tener esa responsabilidad.
—Esto va de que sois especiales, porque los cuatro sois semidioses, frutos de la unión entre un dios y un humano, y va de que ahora mismo solo vosotros podéis derrotar a los titánides —explicó el viejo algo cansado. Cuando le miramos todos con caras extrañas siguió hablando—. Sí, en efecto, tal y como lo escucháis: semidioses. Es más, tú seguramente te llames Kika, hija de Zeus —dijo el anciano, animado y con mucha ilusión, dirigiéndose a Kika. En ese momento el premio para la mejor cara de asombro seguramente hubiera sido para mí y no para Kika—. Y, por lo tanto, debes empuñar esta espada. —El hombre extrajo de su túnica una reluciente espada que parecía estar bañada en oro y se la entregó con sumo cuidado a Kika, la cual seguía sin creerse todo lo que estaba pasando.
—Este hombre está delirando, y mucho. Mira, no sé qué tipo de droga nos habrás dado para que veamos eso, pero… —afirmó Cristina, que se levantó del tocón en el que estaba sentada y empezó a dar vueltas, consternada e incrédula, sin apartar la vista del extraño viejo, el cual ahora la miraba a ella sonriente.
—A pesar de mi avanzada edad, yo no deliro, hija de Poseidón — le respondió rápidamente y también sacó de su túnica una especie de tridente no muy largo, pero sí extremadamente pesado (o eso parecía), que tenía un zafiro incrustado en el medio. Se lo entregó a Cristina, la cual aún seguía incrédula con todo lo que estaba ocurriendo—. Es más, creo que estoy muy bien para la edad que tengo, ¿no es así? —dijo mirándonos a Natalie y a mí. Los dos ya sabíamos perfectamente lo que se nos venía encima, pero desde hacía tiempo éramos conscientes de que ese momento acabaría llegando tarde o temprano—. Natalie, la hija de Artemisa. A ti te hago entrega de este pequeño frasco, cuyo líquido puede curar, sanar e incluso cerrar cualquier herida, aunque sea mortal. Empléalo bien y con sabiduría, porque lo necesitarás —le sugirió al entregarle un frasco de cristal rojo, dentro del cual ondeaba un líquido azul muy espeso. Natalie no dijo nada. Se guardó el frasco en su abrigo para después encogerse de hombros y mirar al suelo. Con esa historia, ver de nuevo a Gerges y ahora esto, ese hombre estaba reabriendo heridas que ya estaban casi cerradas dentro de la mente de Natalie. Y eso no podía traerle nada bueno, ni a ella ni a nadie—. Y cómo no… —agregó mirándome a mí—. Resulta irónico que el hijo de Hades sea licántropo, ya que fue tu padre el que creó esa maldición hace algo más de un par de milenios por encargo de su propio hermano, Zeus. Pero igualmente quiere que tengas estas espadas, sus espadas, las cuales, empuñadas por un hijo de Hades, pueden llegar a matar cualquier cosa. Trátalas con cautela —me dijo en un tono desconfiado mientras sacaba un par de espadas más de su túnica y me las entregaba un poco a regañadientes. Eran pequeñas, pero su forma denotaba que estaban hechas para ser utilizadas con un estilo de combate bastante agresivo. Su diseño me recordaba un poco a la espada que aquel niño le clavó en la pierna a Gerges en la visión.
—¿Y se puede saber quién eres tú? —le pregunté fríamente cuando terminé de examinar las espadas, las cuales tenían sus hojas hechas con un material que no había visto nunca en mi vida.
—Soy un enviado de los dioses y tengo muchos nombres, pero por el momento podéis llamarme Hércules. También soy hijo de Zeus, pero pertenezco a otra generación de semidioses, una mucho más antigua que la vuestra —explicó mirando de reojo a Kika.
Todos nos miramos algo incómodos, pero emocionados en cierto modo por el hecho de tener aquellos objetos de tanto poder en nuestras manos. A Kika y a Cristina se las veía extrañamente tranquilas y emocionadas con todo aquel tema. Pero antes de hacerme algún tipo de ilusiones caí rápidamente en la cuenta de que los dioses no regalaban nada sin esperar algo a cambio.
—¿Y por qué los dioses han querido que nos entregues estos objetos exactamente? Nunca dan nada gratis —pregunté intentando camuflar mi tono insolente todo lo que pude, que no era mucho.
—Ya me advirtieron de lo insolentes y desagradecidos que seríais —respondió Hércules ofendido por mi insinuación—. Aunque he de admitir que no eres tonto, hijo de Hades —reconoció con una sonrisa pícara en el rostro—. Mucho me temo que estoy aquí para comunicaros que los dioses os quieren encomendar una tarea. Y es mi deber acompañar a los que aceptéis el encargo.
—Y supongo que es una tarea sencilla, ¿no? —ironicé nuevamente y noté cómo Natalie me pisó con fuerza en el pie para hacerme entender que debía cortarme un poco a la hora de hablar.
—La tarea consiste en reuniros con los demás semidioses restantes de vuestra generación, junto con sus actuales séquitos, y convencerles para luchar juntos contra los titánides, como hermanos que sois, para poder restablecer el orden en el mundo, acabar con este caos y así poder volver a empezar —detalló haciendo caso omiso a mi comentario.
—Aunque quisiéramos hacerlo, ¿por qué iban a escucharnos? — pregunté con menos insolencia en mi tono de voz. En cualquier caso, yo no tenía ninguna intención de aceptar esa tarea suicida. Aunque me dieran las armas más bonitas del mundo, me seguiría negando a hacerles caso a los dioses.
—Lo harán porque vosotros tres —dijo señalándonos a Kika, a Cristina y a mí— sois los hijos de los tres dioses más importantes. No sabemos si ellos aceptarán la tarea o si ya lo han hecho, pero lo que es seguro es que os escucharán. Siempre y cuando les habléis con respeto —aclaró mirándome de reojo y con desdén—. Además, según el oráculo del Olimpo, si consiguierais aliaros con ellos contaríais con un ejército de casi diez mil hombres y mujeres dispuestos a morir con tal de acabar con los inferis y sus creadores —terminó de decir, pero a mí todo me sonaba a cuento chino. Ya había tenido el trato suficiente con los dioses como para saber que nada de lo que dijeran sería verdad al cien por cien. Y a mí nunca me gustaron las medias tintas
—¿Diez mil? —repitió Kika asombrada—. Bien, entonces lo haremos. Mañana emprenderemos la búsqueda de esos tales semidioses —afirmó la hija de Zeus, que parecía haberlo asimilado todo extrañamente rápido, igual que Cristina, que también aceptó encantada la proposición de Hércules sin saber dónde se metían ni lo que se les vendría encima al tomar esa decisión.
Entonces yo miré a Natalie y al ver la expresión de su cara supe que se estaba planteando seriamente aceptar la petición. Cruzamos miradas y yo negué con la cabeza, tratando de convencerla, ya que ambos nos hicimos una promesa muy seria poco después de que murieran nuestras familias a manos de los titánides. Esperaba con toda mi fe que rechazara la oferta y devolviera el frasco con ese líquido tan raro. Pero no fue así.
—¡Y yo! Yo también iré —aseguró Natalie decidida.
Yo la miré sorprendido, ya que la promesa que nos hicimos constaba de dos partes: una, que nunca nos separaríamos, pasara lo que pasara; y segundo, que no nos meteríamos en este tipo de asuntos de dioses y monstruos. Así que ahora todos me miraban a mí impacientes. Yo no quería aceptar, pero si Natalie iba yo también. No podía alejarme de ella.
—Está bien —concedí resoplando y todos se alegraron de escuchar esas palabras. Todos, menos yo. Sabía que me acabaría arrepintiendo de tomar esa decisión.
—¡Bien! ¡Muy bien! —gritó Hércules eufórico y acto seguido volvió a meter sus huesudas manos en su túnica para sacar un mapa enorme, que tuvo que extender en el suelo, cerca de la hoguera, para que pudiéramos verlo bien.
Era un mapa de todo el mundo y, según él, los semidioses de nuestra generación estábamos todos en Europa aunque algunos de ellos no fueran europeos. Hércules dijo que, si el oráculo del Olimpo no se equivocaba, había una chica china, un chico sudafricano y otro sudamericano, pero el resto estábamos todos en Europa: Inglaterra, Noruega, España, Francia y, obviamente, Grecia.
—¿Y tenemos que encontrarlos a todos? —preguntó Natalie confusa. Eso era algo que también me preocupó en un principio, cuando vi el mapa del mundo. Si tuviéramos que viajar por el mundo para reunir a todos esos semidioses tardaríamos muchos años en lograrlo.
—Si así fuera moriríamos todos antes de terminar de reunirlos. No, a ellos también se les han enviado emisarios. Todos acabarán por acudir a la reunión en el punto acordado, donde varios de vosotros os criasteis y pasasteis gran parte de vuestras vidas. Justo aquí —dijo el viejo señalando con el dedo un punto en el centro de España.
—¿Y qué lugar es ese? —quiso saber Cristina, que era de nacionalidad francesa, aunque sabía hablar varios idiomas con muchísima fluidez. A ella también la conocí en los mismos campamentos que a Kika. Es más, en la foto que tenía con Kika montando a caballo ella aparecía con nosotros. Siempre fue su mejor amiga dentro del campamento, aparte de mí. Y en aquella época había muchas cosas que me indicaban que ellas dos ya se conocían desde hacía mucho tiempo, pero ninguna de las dos habló nunca de ese tema con nadie.
—Yo sé dónde está eso. Estuve allí una vez —anunció Kika mirándome de reojo y haciendo referencia a aquel día en el que le partí la nariz a su ligue.
—Sesenya… —tercié yo, que empecé a ir encajando las piezas del puzle que tanto tiempo llevaba desarmado dentro de mi cabeza. Parecía como si toda mi vida hubiera sido una sucesión de coincidencias enormes que me habían llevado hasta este preciso momento, obligado a aceptar una misión que me llevaría al lugar en el que había pasado toda mi infancia y mi adolescencia.