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IV

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Me despierta un alboroto, un rumor de pasos, y la voz de Teresa que me pide permiso para entrar en el dormitorio.

—Pase… —digo desenredándome de entre las sábanas, tanteando la mesa de luz en busca de mis lentes—. ¿Qué significa todo este lío?

—Buenos días, señora Irene. Le pido mil disculpas. Son los chicos, los chicos haciéndome renegar. Usted sabe, son así.

—¿Chicos?— pregunto mientras me cubro con el déshabillé.

—Mis hijos, señora. La Yoli y el Rulo. ¿No se acuerda? Usted me pidió que se los traiga, que tenía cosas para darles. ¿Se siente bien, señora?

—No pasé una buena noche. Dígales que me aguarden en la cocina. Usted, comience con lo suyo.

Me llegan carcajadas, insultos entrecortados. Cuando abro la puerta de la cocina hacen silencio. Una amargada directora de escuela a punto de reprenderlos.

La Yoli y el Rulo. Ni siquiera logré que Teresa los nombre como es debido. Dos años sin verlos. Están tan crecidos que debo hurgar en la memoria para reconocerlos. La chica —me resisto a llamarla Yoli— me saluda con un ademán inexpresivo sin dejar de jugar con su collar de plástico naranja. A sus dieciocho años luce avejentada. “Desgastada”, sería la palabra correcta. Vicios de vieja traductora, supongo.Me sobresalto al descubrir una redondez bajo su remera: debe estar de tres meses. Ruego que los lentes oscuros disimulen mi estupor.

Junto a ella está sentado su hermano. A los catorce tiene las facciones delicadas de un angioletto de Bellini. ¿Por qué la madre insistirá en llamarlo Rulo, si tiene el pelo lacio? Desearía poder recordar su verdadero nombre.

Les ofrezco algo para desayunar. El chico emite un bufido, en tanto su hermana ni siquiera se digna a responder: displicente, se examina con desdén las uñas pintadas de un fucsia chillón.

Les acerco dos vasos de leche con vainillas y les pregunto por sus vidas. Ella, adoptando una voz maliciosa, me cuenta que su hermano dejó la escuela.

—¡No dejé tres carajos, pedazo de mogólica! —grita el angelito, la cara enrojecida—. Me pasé a la nocturna, que es otra cosa.

—¡Sí, sí, seguro! —grita ella. Lanza una risotada, y encima de la mesa sacude los pechos como en una bacanal—. ¡Y yo soy la Coca Sarli!

Aparece Teresa. Le propina al hijo un coscorrón y grita todavía más fuerte:

—¡No me hagan quedar mal frente a la señora! ¡No sean animales, que no están en casa! ¡Otra vez comiendo! ¿Quién les dio permiso para agarrar todo esto?

—¡Por favor, Teresa! No los trate así. Solo conversábamos. Hágame un favor: vaya a enrollar las alfombras, que en una hora las pasarán a retirar.

—No son malos, señora —dice yéndose, mientras esgrime una mueca entre colérica y resignada—. Son así. A mí no me hacen caso, qué sé yo a quién salieron.

Me preparo un café, preguntándome cómo establecer algún vínculo con estos chicos. Descubro que él parece haber heredado las cejas tupidas de su abuela. Se lo menciono, pero mi comentario lo incomoda.

—Tu abuela fue una mujer muy importante en mi vida —le digo acercándole más vainillas—. Comenzó a trabajar en esta casa apenas llegué de Italia, en el año treinta y ocho, hace casi cuarenta años. Yo era una jovencita.

—¿Usted, jovencita? —dice la hermana con una sonrisa de suficiencia.

—Yo era una jovencita —sigo contando, ignorando su sorna—, y ella nos ayudó sobremanera tanto a mí como a Gianluca, mi marido —el recuerdo de Lila me conmueve—. Tu abuela, aún hoy, me hace falta. Mucha falta.

—No me acuerdo nada de ella —dice el chico con la boca repleta de comida, los labios sembrados de azúcar.

—¿Y cómo mierda te vas a acordar, si se murió cuando tenías un año? —dice la hermana revolviéndose en la silla—. Yo sí me acuerdo. Muy bien me acuerdo. Por casa no se la veía nunca, se la pasaba todo el día acá encerrada.

Desearía pasar la mañana con los dos para contarles quién fue Lila. Hablarles de aquella gruesa matrona capaz de abrir sin esfuerzo los frascos que vencían a mi marido para, un suspiro después, sacudirme el cabello y susurrarme: “No me llore, m’hijita. Levánteme ese mentón, que muy prontito se me va a poder volverse a su Venecia querida”.

¿Cómo contarle a Yoli que su abuela pasaba mucho tiempo fuera de su casa porque aquí encontró un hogar? ¿Cómo explicarle que en la misma mesa donde ella ahora está desparramada, al terminar su horario de trabajo, su abuela aprendió a leer y a escribir? “Hagamos una cosa, m’hija”—me dijo una mañana mientras le sacaba el polvo a los libros del estudio—.“Yo le cuento el secreto para hacer mermelada casera, y usted agarra y me enseña a leer y a escribir”. Desde ese mismo día, se quedaba a mi lado hasta tarde en la noche balbuceando sílabas, copiando con letra infantil los títulos del diario.

Desearía que estos chicos supiesen cuán sabia fue su abuela. En toda su vida no usó más que vestidos acampanados de algodón, pero sabía indicarme cuándo mis aros no concordaban con el chal o la cartera, o si mi perfume era el adecuado para determinado encuentro. Jamás bebió otra cosa más que agua de la canilla o mate, pero le bastaba descorchar una botella para advertirle a mi marido: “Este vino está agrio para su gusto, don Gianluca. Ya le voy diciendo que no le va a gustar nada, nada”.

Al morir Gianluca, ella se quedó a vivir aquí, conmigo.

“No la voy a dejar, m’hija. Usted no se me preocupe, que yo nunca la voy a abandonar. Acá siempre va a tener un palenque donde rascarse”.

Amaba a mi hijo, sentía adoración por “el Ignacito”. Solamente le faltó amamantarlo. Con los años me recluí cada vez más en mí misma, en las traducciones y en la escritura, y fue Lila quien lo crió y lo cobijó. Eran muy compañeros. “Compinches”, decía ella. Eran capaces de pasar tardes enteras conversando y riendo.

Una noche, estando yo desvelada después de una de las tantas discusiones que tenía con mi hijo, me dijo acercándome un té a la cama: “Usted no se haga mala sangre, que el Ignacito es un buen chico. ¿Pero sabe una cosa? Él es como esos árboles cachorros que para salir derechitos necesitan de un tronco que los sostenga. Él perdió al padre. Pero usted no se me ponga mal, que entre las dos lo vamos a sostener fuerte, bien fuerte, hasta que al gurí le haga falta… ¡Ya va a ver que le va a salir fuerte el potrillo!”.

Como a toda mujer de campo, los médicos no le despertaban más que temor y desconfianza. De manera que me ocultó durante años diversos dolores, y cuando al fin accedió a dejarse revisar, le diagnosticaron cáncer de útero. Debieron internarla, y fue su hija Teresa quien se hizo cargo de las tareas de la casa. Los últimos días, Lila me rogó que la sacara del sanatorio. Deseaba volver aquí, a mi casa. A nuestro hogar. Falleció a los pocos meses, vuelta un capullo en mi propia cama.

El día de su muerte también perdí a mi hijo: sin Lila, nos volvimos dos extraños. Nuestras diferencias se volvieron más profundas, como sucede, tras morir los padres, con los hermanos que no se aman. No lo sabíamos, pero ella era el puente que unía dos regiones hostiles. ¡Ay, Lila! Si pudiese tenerla aquí conmigo, todo sería distinto. Si pudiese un solo día siquiera.

La taza de café me quema las manos. La apoyo en la pileta y saco del déshabillé un pañuelo, que deslizo bajo el marco de los lentes. Yoli me pide más vainillas. Me irrita su desinterés, la insolencia de sus modales crueles. Le señalo la dulcera, y le pido a su hermano que me acompañe.

El chico me sigue con andar abúlico por los pasillos, el cuerpo entero parece pesarle. Entro insegura y prudente en el dormitorio de Ignacio, como si aún debiese pedirle permiso. Abro las puertas de un armario repleto de calzados y abrigos, y le digo al chico que puede llevarse lo que desee. Me mira desconfiado, a la defensiva.

—Toda esta ropa era de mi hijo —insisto mientras descuelgo un pantalón de corderoy—. Hace años que no vive conmigo, ¿sabés? Y me apena que nadie la use. Podés probarte lo que quieras y llevarte lo que más te guste.

Cuando estoy por retirarme:

—Oiga…

Me pregunto por qué a su edad se muestra así de cansado, por qué razón es incapaz de expresarse en voz alta y comprensible. Se le curvan las cejas y habla casi sin mover los labios:

—Lo que contó de mi abuela.

Lo miro, interrogante. Y lo animo con un ademán.

—Fue… —dice sonrojado, como si hubiera cometido una travesura —. Fue lindo.

Me le acerco, sorprendida.

—Te agradezco enormemente —digo, inclinándome hacia él. Desearía acariciarle el pelo, pero no lo hago—. Pensé que no me habían prestado atención. Me hace feliz poder compartir los recuerdos que tengo de tu abuela. Ella está aún hoy muy presente, tanto en…

Me evita ocultando medio cuerpo dentro del armario. Oigo el chirrido de perchas deslizándose en el tubo de metal.

Lo dejo solo y regreso en busca de su hermana, cuya voz se recorta nítida en el pasillo:

—¿Viste lo que es este palacio, mamá? ¿Viste vos cómo vive esta vieja hija de puta? ¡Cagada en guita está! A ver, decime: ¿por qué no podemos vivir nosotros en un lugar así?

El movimiento de trastos envuelve de ruidos la respuesta de la madre. Vuelvo a escuchar a Yoli, más decidida:

—¿Qué miseria te garpa por hacer todo el día esta mierda? La vieja hija de puta se va a vivir a Europa, y a vos lo único que te falta es armarle la valija y cambiarle la bombacha.¿Por qué no te mirás al espejo para ver lo pelotuda que quedás con ese vestidito de sirvienta? ¡Quedate sentada esperando, si pensás que yo me voy a morir siendo una sierva como vos y la abuela!

Me detengo, apoyo el hombro contra la pared. Me cerca la imagen de una extraña invadiendo mi casa. ¿Quién es la extraña? ¿Esta pobre chica o yo misma? Quizá las dos, como cabos unidos por un mismo lazo. La joven anhelante de una riqueza que la anciana ya no tiene modo de disfrutar, que tal vez jamás haya disfrutado. Debería abrirte tantos senderos, Yoli. En otro tiempo, lo hubiese intentado, a fin de cuentas ese era mi deber. Esa mi misión. Pero ya no. No sé si he olvidado cómo hacerlo, o si ustedes me han apartado tanto que… Aunque sea desearía poder contarte, Yoli, que este palacio vacío, con sus paredes manchadas por rectángulos de polvo en lugar de mis viejos cuadros, jamás será tuyo. Pero no te enlodes en el rencor, porque ya tampoco le pertenece a esta vieja hija de puta, como gentilmente te dignás llamarme. Aunque, quién sabe, quizá deba prestarte atención. Es posible que te hayan enviado a confirmar mis presunciones: este ya no es mi lugar, de aquí también soy expulsada.

Tomando aire salgo de mi escondite y avanzo hacia el salón comedor. Teresa está agotada tras enrollar las alfombras, o acaso por tener que soportar esa andanada de rencor por parte de la hija, que ahora percibe mi llegada y gira hasta darme la espalda. Cuando le pido que me acompañe a la biblioteca, se da vuelta con lentitud y alza las cejas simulando no comprenderme.

—Vení conmigo, Yoli —repito—. Quiero hablarte.

La madre palidece y ella asiente con los brazos entrecruzados alrededor de la panza. Me sigue varios metros detrás, debo aguardarla largos segundos en la entrada de la biblioteca.

—Te podés sentar si estás cansada —digo señalando una banqueta entre los canastos llenos de libros—. No puedo ofrecerte otra cosa: hace unos días retiraron las sillas y el escritorio.

—Así estoy bien.

Me acerco a una hilera de libros.

—Al notar tu embarazo….

Me mira a los ojos, furibunda, y con las dos manos se protege el vientre.

—¿Qué está dic…?

—Al notar tu embarazo, supuse que podrían interesarte algunos de estos libros. Vení, acercate. Acá hay cuentos con ilustraciones, fábulas, novelas para adolescentes. En general, están en muy buen estado. Algunos los compré a los pocos días de quedar encinta. Embarazada, digo. Por las noches, me iba a la que sería la habitación de Ignacio y se los leía en voz baja acariciándome la panza. Ya han pasado casi treinta años.

Me escruta en guardia, contraída. Cuando su abuela llegó a esta casa, tanto su vocabulario como sus modales traslucían una vida dura, cargada de privaciones. Sin embargo, no había en Lila nada del resentimiento que ahora asfixia a esta chica. Que alguien me responda en que fallé, qué es lo que no supe transmitir, qué perdí en el camino para poder llegar a Lila pero no a su hija. Ni mucho menos a su propia nieta.

—No se preocupe, señora —dice altanera, marchándose—. A mí, de usted, no me hace falta nada.

Avanzo enseguida y la detengo de un brazo. Busca zafarse, pero la aprisiono y la traigo hacia mí. Nuestras caras casi pegadas, su aliento arde en mis mejillas. Me estremece el vientre duro presionando contra mi cuerpo. ¿Por qué deseo retener a esta chica? ¿Por qué no la dejo en paz? Aprovecha mi distracción ante la aparición de su hermano y logra librarse.

—¡Me agarré una montaña de zapatillas, Yoli! —el chico levanta un par de bolsas llenas—. ¡Hay de Adidas!

—Mirá qué bien —dice ella—. Igual hay que irnos ya.

—Gracias, señora —murmura el chico al quedarnos solos. Amaga a besarme, pero retrocede.

—No te vayas, por favor —intento recomponerme, me aliso el déshabillé.

—¿Qué quiere?

—No logro… no puedo recordar cómo te llamás.

—Rulo.

—Sí, lo sé. Me refiero a tu verdadero nombre.

—Ah… Federico —dice como quien cita a un autor desconocido.

—Es un nombre precioso. ¿Sabés una cosa? Ciertas palabras, ciertos nombres, tienen armonía. Deberías pedirle a los demás que te llamen así, Federico.

Federico asiente sin prestarme más atención y se marcha con rapidez. Ya sola, me dejo caer sobre un canasto. Restriego mis párpados tras quitarme los lentes.

—Muchas gracias, señora —le oigo decir a Teresa, mientras cubro nuevamente mis ojos—. No sabe lo contentos que se fueron los chicos. ¡Rulo estaba chocho con todas esas zapatillas!

Esgrimo una escueta y estúpida sonrisa.

Aún me estremece el forcejeo con la chica, su vientre firme contra mi cuerpo. Empujándome, expulsándome. Un temor cargado de angustia me asfixia al pensar en esa criatura. Pronto nacerá, se amamantará de los pechos resentidos de la madre y crecerá día a día más fuerte hasta convertirse en lo que llamarán un hombre.

Refugiarme en mi cama. Ocultarme bajo las sábanas y dormir hasta el día de mi partida.

Me arde en la piel la necesidad de escapar con urgencia de este departamento, de esta ciudad, de este país.

Tríptico del desamparo

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