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IX

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Buenos Aires, febrero de 1976

Querida Tina:

Me escribís en tu última carta que, desde el altillo, se alcanza a ver la nieve en el campanario de la torre de la Piazza. Ah, San Marco cubierta de nieve. Qué bello. ¿Cuántas veces subimos siendo niñas los mil escalones de la torre? De la vieja torre. ¿Recordás cuando le tiramos higos podridos a unos mercaderes, desde lo alto del campanile? ¡Nunca imaginaron que aquellos dos angelitos eran los culpables de semejante tropelía! Me contás que, entre otras refacciones, le están renovando los escalones de madera. En dos semanas, cuando estemos nuevamente juntas, ¿nos animaremos a subir la torre una vez más? ¿Aún podremos llegar a la cima de San Marco o ya seremos demasiado grandes? Aunque eso del tiempo es tan relativo, tratándose de nosotras… Tomándonos pequeños descansos, pienso que todavía podríamos lograrlo. Escribo estas líneas con la mente atontada por insoportables ruidos de topadoras y taladros. Ayer comenzaron a derrumbar la mansión lindera de los Ugarte Peñaloza. Una casona tan entrañable como cargada de recuerdos que visitábamos con Gianluca para asistir a las cenas que oficiaba doña Esther. Noches en las que reíamos y bailábamos hasta el cansancio mientras los violinistas tocaban en la pérgola enmarcada de flores. El año pasado, tras la muerte de doña Esther, su nieta y única heredera vendió la propiedad en cuestión de minutos. Y, como los nuevos propietarios consideran que el terreno vale más que la mansión, han decidido demolerla para construir un edificio de oficinas. Así de breve. Así de triste.

Aquí los muertos se entierran vivos, hermana. Este es un territorio incapaz de honrar su pasado porque no es posible venerar lo que no existe. Como en todo país joven, aquí no hay lugar para la culpa. Por lo tanto, los derrumbes y las trapisondas se exhiben a plena luz del día, a los gritos y con orgullo, sin pudor.

Un pueblo entero marchando en fila hacia el infierno. No hay uno solo de entre todos ellos que no conozca su destino. A una mitad poco le importa, la otra se enorgullece.

Suelo preguntarme qué será de este hermoso y viejo edificio que estoy abandonando. En el primer piso vive la señora Fisher sin más compañía que su enfermera; en el segundo habita el Ingeniero Salinas, que ronda los noventa; y aquí se mudará en cuestión de días un juez retirado, bastante mayor y viudo.

¿Cuánto aguardarán sus descendientes antes de lanzarse a armar sobre las ruinas de estas columnas un centro de compras o un colorido parque de diversiones?

Por momentos, me acongoja una presunción: cuando ya no estemos, el mundo se quedará sin los últimos guardianes de cierto modo de transitar la vida, de preservar y transmitir determinados ritos, símbolos y tradiciones.

Pero más me duele la certeza de que muy pocos nos extrañarán, de que a casi nadie le haremos falta. Nos hemos vuelto prescindibles, hermana. Meros fantasmas de ángeles. Y evito preguntarme cuánta responsabilidad nos corresponde a nosotras, a nosotras mismas, en toda esta debacle. Y qué castigo nos aguarda por haber aceptado tan pronto nuestro fracaso.

Solo me sostiene la seguridad de que en pocos días volveré a tu lado. Cada noche, antes de acostarme, abro mi escritorio y me sujeto al pasaje de Alitalia como a una tabla de salvación.

Prometo llamarte. No olvides que tu hermana te quiere y te adora. Siempre.

Irene

P. D.: Olvidaba ponerte al tanto de la buena nueva: esta semana logré vender el sepulcro de Recoleta. Por fortuna, fue un trámite veloz.

Dentro del cementerio, ocurrió algo inesperado. Perdí la billetera con el documento y algo de dinero; pero, llamativamente, un gentil y agradable jovencito la halló tirada y la acercó a mi departamento. Le ofrecí una gratificación, pero no quiso aceptarla. De veras asombroso. La sorpresa fue tan grande que ni siquiera le pregunté su nombre.

Una centella entre tanta oscuridad. Tal vez no todo esté perdido.

Tríptico del desamparo

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