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XIV

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De regreso a Buenos Aires, basta con cruzar el umbral de mi piso para que el encantamiento se desvanezca. Y el silencio del domingo que no hace más que subrayar la pesada quietud de este hueco depósito de fantasmas.

—El otro día solo pude conocer la biblioteca —dice Rafael, en tono de reproche burlón—. Me encajaste el libro para deshacerte de mí bien rápido, ¿eh? Pero me encanta tu pisito. Lástima que lo vendiste. Habrá sido un lindo hogar.

¿Hogar? Piso, departamento, lugar, sitio —incluso “palacio”, al decir de la hija de Teresa—, pero nunca casa. Menos aún, hogar. Y muchísimo menos ahora, ya desmantelado.

Miro la calle, el pasaje Schiaffino como un recorte de Europa. Hasta puedo imaginar la vereda cubierta de nieve.

Al volverme, descubro que Rafael se ha desnudado. Veintiséis años… Más un chico que un amante.

—Espero que entre tanta mudanza —dice sonriente camino al baño— hayas dejado algún pedazo de jabón.

Mientras oigo la ducha abrirse, enciendo la bombita que cuelga del techo de la biblioteca: fueron retirados los canastos y los libros. A mi alrededor, solo inútiles anaqueles de roble que sostienen la nada. Teresa ha olvidado embalar mis máscaras. Las ha dejado arrumbadas en el suelo. De los ojos huecos, alguna vez líquidos y brillantes, no se entrevén más que zócalos polvorientos.

Arrastrando los pies, voy al dormitorio.

Busco en el secretaire el sobre donde guardo mi pasaje de avión. Fecha de partida: 24 de febrero. Faltan nueve días, pienso. Apenas nueve días.

Me abruma la insoportable falta del Ignacio que fue mi hijo, la ausencia de Gianluca, Lila y tantos, tantos más. Y también me abruma el peso de los siglos, apilados uno encima del otro, abriéndome la piel, ahogando las décadas, las edades, las eras. Paladas de tierra rellenando una fosa profunda.

—Este vacío no me pertenece.

Pasmada de frío, camino hacia el baño y busco consuelo en el rumor de la ducha. No me atrevo a entrar y descorrer la cortina.

—¿Estás ahí, Irene?

Cierro los ojos, invento su cuerpo bajo el agua. Me abrazo imaginando que mis brazos son los suyos. Puedo sentir su piel bajo la mía. La imagen me devuelve algo de calor, algo de paz.

Ya en la cocina, pongo al horno la comida que Teresa dejó en la heladera. Después voy al teléfono.

—Sí, Álvaro, soy yo. Estoy de regreso. Lo sé, entiendo tu temor. Es que la marea bajó de un momento a otro y las lanchas no podían navegar los ríos. No, ni siquiera los botes. Recién al tercer día volvió a subir el agua. Los pobladores decían que algo así no pasó nunca. Imposible llamarte, el teléfono más cercano estaba a kilómetros. ¿La casita? Resistió a duras penas el paso del tiempo. Tenías razón: está en mal estado, imposible venderla. Lo lamento, Álvaro, imagino tu intranquilidad. Están golpeando a la puerta, debe ser el encargado. Sí, mañana en la confitería, a la hora de siempre. Que descanses.

A través de la mirilla distingo con dificultad a don Gómez alisándose los pelos de la sien. Cuando abro la puerta, me saluda levantando la boina.

—Buenas noches, señora. No la quiero molestar, es que andaba medio preocupado. Tuvo las persianas cerradas por tres días, y nadie respondía al timbre. ¿Está bien, usted? ¿Está…? ¿Está sola? Porque la vi entrar acompañada, vio.

—Le agradezco la inquietud, don Gómez. Me retrasaron ciertas obligaciones en las afueras de la ciudad.

Permanece inalterable con las cejas arqueadas y el labio caído, como si mi explicación fuese un acertijo a resolver.

—¿Alguna novedad estos días?

—No, no. Nada nuevo, señora. Usted sabe lo que son las cosas acá. Qué le voy a explicar, si ya se me está yendo… —amaga a irse, pero se queda—. Y lo bien que hace. Porque acá lo único que se puede hacer es picárselas, rajarse carpiendo. Si está todo cada vez peor. ¿O no?

Balbuceo una sílaba incomprensible que a él le basta para seguir su perorata.

—Mire, qué sé yo: mientras no me metan la mano en el bolsillo, por mí que se maten todos. Del primero al último. Igual, la que se viene. ¡Mamita, la que se viene! Porque esto recién empieza. Y los que nos quedamos, ¿sabe qué? A los que nos quedamos, nos queda una sola: hacer igual que el monito.

—¿El monito? —pregunto.

Mi desconcierto parece divertirlo.

—No me va a decir que no conoce el dibujo del monito. ¿De verdá no lo conoce? ¡El monito! ¡Ese que ni habla, ni escucha, ni ve! —y comienza a hacer entre risas la representación de los tres simios sabios, llevando sus manos a la boca, oídos y ojos—. ¡Es la única forma de no tener problemas en este país! ¿O no le parece, señora?

Ante esa interpretación tan libre y personal de la clásica figura, desprendo una mueca que aparentemente lo deja satisfecho. Se despide elevando una vez más la boina sobre la cabeza. Mientras cierro la puerta le oigo repetir con plana jocosidad:

—Es así, señora. Hágame caso. ¡Acá para pasarla bien hay que hacer como el monito! ¡Je, je! ¡Como el monito!

La medianía: una de las tantas formas de la barbarie. Invisible y silenciosa, degrada a los hombres a indolentes monigotes de paja. Espectadores alegres con su ubicación de anteúltima fila, abucheando o aplaudiendo cuando el titiritero de turno así lo ordena. Hace demasiados años que no me despiertan compasión ni sus lamentos ni sus lloriqueos. No son víctimas. Son dictadorzuelos de sus propias vidas estrechas, y no hacen más que propagarse como una peste hasta reducir a los pueblos a comarcas de opereta.

Asomada al pasillo, vuelvo a buscar consuelo en el rumor de la ducha. Me esfuerzo por distinguir el vapor que escapa del baño. Imagino los contornos de mi hombre perfilándose a través de la cortina. Mi hombre-niño. Mi Tadzio.

De vuelta en la cocina, controlo el horno y busco dos platos de lo alto de la alacena. No puedo quitarme de la mente a don Gómez. Hubo un tiempo en que buscaba comprenderlos. Los justificaba, los apañaba, me esforzaba por reencauzarlos. A fin de cuentas, ese era mi deber. Pero ya no. Me he alejado de ellos, así como ellos se han alejado de mí. Hemos dejado de hacernos falta. Y muy pronto lo pagaremos. Todos lo pagaremos.

Golpean otra vez. Abro la puerta con los platos en la mano, preguntándome qué estupidez habrá olvidado exponerme don Gómez, cuando una descarga helada me hiende el pecho.

—Quedate tranquila. No vengo a lastimarte.

Entra perturbado, como dudando. Cierra la puerta y se queda un instante con la cabeza inclinada, atento a los sonidos del palier.

Un chirrido le acompaña los pasos al caminar hasta la mesa. Mientras se desploma en una silla, descubro el piso regado de trozos de porcelana. Miro mis manos abiertas sin poder recordar cuándo se me cayeron los platos ni el estruendo que debieron provocar.

Hace años que Ignacio se redujo a un timbre que me espanta por las medianoches, a una sombra que me aterroriza con amenazas, insultos y exigencias de dinero. Y ahora lo tengo sentado frente a mí, vuelto un harapo, la cara oculta detrás de las manos y el pelo desgreñado que le cae sobre la ropa mugrienta.

Busco bajo este hombre devastado algún vestigio del chico que fue mi hijo. Su actitud vencida no apacigua mi pavor: es una fiera herida, bastaría tocarle un nervio para que me devore de una dentellada.

Deja caer las manos. A los veintiocho años tiene la mirada partida: sus ojos son los de un viejo sepultado bajo paladas de rabia y frustración.

No debo preguntarme qué porción de su fracaso me corresponde. Este no es mi país, esta no es mi ciudad. Y poco me identifico con la cultura que me rodea. Pero este chico naufragando en mi cocina es mi hijo. Lo cobijé en mi vientre y se alimentó de mis propios pechos. Nada de su derrota me es ajena. Su derrumbe no es más que un espejo que me delata, libre de máscaras y de disfraces.

—Estabas por cenar —dice señalando el horno prendido.

—Teresa… —balbuceo—. Teresa me dejó algo para calentar.

Un silencio largo. Ruego que no oiga la ducha abierta.

—¿Te acordás cuando Lila preparaba la cena cada noche? —dice, y toma un cuchillo de la mesa. Recorta una figura en el aire, le da forma a su recuerdo—. Yo me sentaba acá, donde estoy ahora. Papá siempre allá y vos ahí enfrente —apunta el cuchillo en dirección a la cabecera—. La Reina siempre enfrente.

Vengan… vengan todos a ver… La Reina está desnuda.

Doy media vuelta para abrir el horno. El calor me abrasa las mejillas. Saco la bandeja ardiente y la suelto con torpeza sobre la mesada.

—¿Tenés hambre? —le pregunto poniendo la mano bajo la canilla de agua fría.

—Tengo sed.

Esquivo los platos rotos para alcanzarle un vaso de agua.

—Mamá…

Una criatura balbuceando por vez primera un manojo de sílabas desconocidas. Desde los catorce, quince años que no me llama así: “mamá”.

—Decime, Ignacio.

—Tenés mal los ojos.

—Estoy quedándome ciega. Los médicos no creen que se pueda hacer demasiado. Solo retrasar el proceso, en el mejor de los casos.

Toma el agua de un largo sorbo. Temo que el vaso le estalle en la mano. Lo deja de un golpe sobre la mesa. Quiere decirme algo y no sabe cómo hacerlo.

—Tengo miedo, mamá. Estoy… estoy jugado, ¿sabés?

—¿Jugado? —pregunto confundida.

—Me tienen agarrado de las pelotas —vuelve a esconder la cara detrás de las manos. Hace tanta presión al secarse las lágrimas que podría arrancarse los ojos—. Van tres meses que duermo cada noche en un lugar distinto. Me están mordiendo los talones.

—¿Quiénes?

—¿Quiénes? —lanza una risotada despectiva. Su voz se endurece—. ¿Quiénes, me preguntás? Allá afuera nos estamos matando. Allá afuera hay una guerra, y vos todavía no te enteraste.

Estrujo el repasador hasta que me duelen los dedos. Tomo coraje y digo:

—Desde que el hombre es hombre que allá afuera hay una guerra. Vos no inventaste nada. Ninguno de ustedes está inventando nada.

Me arrepiento de lo dicho. Desearía volver atrás.

—¿Cómo podés vivir así? —pregunta.

—¿Así cómo?

—Así. Encerrada en tu caja de cristal, de espaldas a todo.

Me quedo callada.

—Me voy —dice—. Antes dejame pasar al baño.

—Ignacio…

—¿Qué querés?

—¿Precisás plata?

Ni me responde. Busco sostén en la mesada cuando, al levantarse, creo reconocer la culata de un revólver asomándose por debajo de su cinturón.

Ruego que utilice el toilette de la habitación de servicio, así no descubre a Rafael, que ya habrá terminado de ducharse. Pero camina en dirección al living. Lo sigo con cautela, mientras sus pasos desaparecen en lo profundo del departamento. Se detiene, da vueltas en la penumbra del inmenso comedor vacío.

—Vení para acá —ordena masticando las palabras. Permanezco estática varios metros detrás—. Te dije que vengas para acá. Decime: ¿dónde están los muebles?

Su brazo chasquea como un látigo sobre el interruptor. En lugar de las arañas, solo se enciende una pálida bombita. La luz se derrama penosa por las paredes, le otorga a sus facciones angulosas un aspecto animal.

—¿No me oís? Te pregunté dónde carajo están todos los muebles.

—Es que me estoy yendo —balbuceo.

—¿Eh? ¿Qué dijiste? ¿A dónde mierda te estás yendo?

—A Italia. A Venecia. Vuelvo a Venecia, junto a tía Tina.

Se ha quedado paralizado, estudiándome. Y dice, en una voz tan baja que apenas logro entenderlo:

—Te escapás, pedazo de mierda. Me dejás, me abandonás. Te hartaste de tu papelito de vieja millonaria, de jugar a la escritora fantasma. Y ahora te escapás como lo que siempre fuiste: una rata. —Se lanza hacia mí, su aliento arde en mi cuello—. ¡Vos no te vas a ningún lado! ¡No te vas a ningún lado, porque vos no sos nadie! ¡No existís! ¿Me escuchás, hija de puta? ¡No existís!

Me zamarrea, sus dedos atenazan mi cuello. Impedida de respirar y estrujada contra la pared, agito los brazos como aspas. Acerca sus labios a mis oídos y murmura entre dientes:

—¿Me podés escuchar? Mové la cabecita de arriba abajo, si me podés escuchar.

Hago sumisa lo que me ordena. Mis lágrimas le humedecen la mano.

—Vas a decirme que no te vas a ninguna parte. Ahora me lo vas a decir. Me vas a pedir perdón y me vas a decir que todo es mentira. ¿A ver, ratita? Hablá. Hablá de una puta vez, que no se te escucha una mierda.

—Me voy, Ignacio —balbuceo con la voz destruida—. Vuelvo a Venecia… Vuelvo a casa.

De una cachetada me desparrama en el suelo. Mis lentes vuelan por el aire hasta estrellarse contra la pared. De pronto, impulsada por una fortaleza que desconozco, me levanto y me lanzo sobre él como una poseída.

—¿Qué es lo que querés que te diga? —grito desgarrándome la garganta, devolviéndole una catarata de cachetazos—. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¡Te tengo miedo, Ignacio! ¡Te tengo terror! ¿Qué te hice para que me odies tanto? ¡Respondeme de una vez! ¡Respóndanme todos de una vez, hijos de puta! ¿En tanto me equivoqué para que me odien así?

Me detiene sujetándome del brazo. Veo cómo cierra con lentitud cada uno de los dedos de la mano derecha. Hurgo en su mirada y no encuentro más que dos cuencos turbios, tan vacíos e inútiles como los míos. Y me rindo ante su mano vuelta un puño.

—Sí —dice—. Te equivocaste mucho. Demasiado.

Y me demuele de una trompada en el estómago.

Mis brazos alrededor de las rodillas. Un feto ahogado en un charco de horror.

Me arrastro intentando alcanzar los lentes tirados en una esquina. Mis ojos distinguen los cristales partidos entre motas amarillas que flotan a ras del suelo.

Me detiene pisándome la mano, estrujándome los dedos con la suela de sus botas. Suelto un grito. Le ruego entre sollozos que me deje en paz.

De repente algo lo arroja violentamente a un lado. Dos brazos me rescatan, me apoyan junto al hogar. No distingo más que una figura empañada, pero reconozco su aroma, su piel fresca. Debió de oír el escándalo desde el baño.

Le busco los labios. No comprendo sus palabras, pero su voz vibra en mis oídos y me devuelve algo de serenidad. Levanta mis lentes y me los coloca con delicadeza. Las sombras se acomodan, su figura toma forma. Me acaricia una mejilla y va en busca de Ignacio.

Ignacio retrocede, lo escupe y le lanza una patada mientras me grita “¡Puta de mierda!”. Rafael se arroja sobre él. Forcejean, pierden el equilibrio y caen. Rafael se levanta primero, se pone en guardia y espera a que Ignacio también se pare. Cuando lo hace, lo golpea una vez, y otra, le descarga una andanada de golpes. Mi hijo ya no ofrece resistencia. Una última trompada le abre un tajo en el pómulo, del que enseguida baja una hebra de sangre. Tambalea al borde de perder la conciencia. Tirada, olvidada al alcance de mis manos, reconozco el arma que le sobresalía de la cintura. Me arrastro a ella.

—¡Rafael! —grito con voz monstruosa. El frío metal del arma tiembla en dirección a su pecho.

Se queda inmóvil, reteniendo a Ignacio del cuello despedazado de su camisa.

—Con mi hijo, no —digo sin dejar de apuntarlo—. Con mi hijo, no… Soltalo y andate. Andate ya mismo, si no querés que te mate.

Libera a Ignacio, que se aleja de él trastabillando hasta refugiarse en mis brazos. No suelto el arma. Rafael se seca la transpiración estirando hasta la frente la remera que le lavé esta misma mañana en el Delta.

Desliza los pies camino a la recepción. Se da vuelta y me interroga con una mirada de dolorosa mansedumbre: un niño obediente padeciendo el castigo de una madre enferma. Abre la puerta de salida, duda un instante. Entrecruza sus ojos con los de Ignacio. Lo observa sin odio. Él también se reconoce en su mirada, descubren que no son tan diferentes. Otra vez se dirige a mí, que sigo apuntándole con el revólver. Intenta decirme lo que no pueden sus labios tartamudeantes. Pero pronto da media vuelta y abandona el departamento.

Asqueada, suelto el arma. Al caer, un eco metálico se expande por todo el comedor.

Me parto en un llanto vacío de lágrimas. El lamento inútil de quien deja caer su máscara sin encontrar debajo más que un par de ojos turbios de muerte.

Me arrastro hasta Ignacio, que ahora ha quedado inconsciente. Su cara destrozada es una caricatura cruel de quien, minutos antes, entró en este departamento.

Sosteniéndome de las paredes y respirando con dificultad, llego al baño más cercano. Busco un par de toallas y una botella de alcohol. Al limpiarle la herida del pómulo, vuelve en sí, libera un gemido.

—Sé cuánto duele, hijo. Sé bien cuánto duele.

Aplico un trozo de algodón sobre sus encías ardientes. Le quito la camisa y le restaño la sangre con la toalla. Con su brazo enlazado a mi cuello, lo cargo como puedo hasta el dormitorio y lo acuesto en mi cama. Le saco las botas y las acomodo una junto a la otra, así como le enseñé a hacerlo cuando era un niño. Después le quito los pantalones y los doblo prolijamente sobre la silla del secretaire.

Me tiendo con timidez a su lado. Me acerco de a poco, hasta que mi cuerpo se arrima al suyo, hasta que mis labios pueden rozar su cuello. ¿Cuánto hacía que no acariciaba, que no besaba a mi hijo?

—Perdoname, Ignacio. Te suplico que me perdones.

De mi memoria fluye una remota canción infantil: una canzonetta del Veneto que mis antepasados supieron transmitirse por siglos, de tierra en tierra. Una melodía nostálgica que ayudó a las mujeres de mi familia a vencer al tiempo cantándola por lo bajo, mientras calmaban con su leche tibia a sus recién nacidos.

Acerco mis pechos secos a los labios destrozados de mi hijo. Y tarareo, en vano, jirones sueltos de aquella canción de cuna. Acariciándole el cabello, me abandono dócil en mi océano de soberbia y culpa, incapaz de tender un puente que aúne nuestras ruinas.

Tríptico del desamparo

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