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VII

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Me humedezco los labios con un sorbo de té. Camino hasta el lavadero, abro la canilla de la pileta. Avergonzada, dejo que el agua fluya sobre la ropa.

Remojo las prendas sin poder librarme del aliento de esa voz, de mi piel en contacto con la suya. Una piel fresca, libre del hedor fétido que me rodea desde hace tanto. Mientras enjabono la pollera, recuerdo sus manos acariciando mis mejillas en lo hondo del sepulcro. Me alza la cabeza, puedo percibirlo inclinado hacia mí. De pronto lo aparto lanzando un cachetazo que no lo alcanza. Me reincorporo tambaleante, trepo las escaleras y huyo a través de una telaraña de lápidas y cruces. Raspo con aversión la blusa contra la tabla de lavar, quiero dejar atrás un ejército de fantasmas de piedra y mármol. Sigo hasta que me duelen las piernas y los brazos, hasta cruzar el pórtico del cementerio con fingida calma. Simulando ser parte del mundo de los vivos. Lejos del polvo y el espanto.

El sonido del timbre me trae de vuelta. Mi mirada tensa busca las agujas del reloj: es medianoche.

¿Ignacio, otra vez?

El timbre vuelve a multiplicarse en los ambientes huecos. Corro al dormitorio. De un fajo de dinero separo varios billetes y bajo los tres pisos por el ascensor.

En el hall de entrada, la calma es absoluta. Los ruidos de la calle no traspasan el portón. Pero igual puedo imaginarlo al otro lado: un lobo oliendo sangre, lamiéndose los colmillos antes de descuartizar a su presa. Entreabro el portón con los ojos hundidos y la cabeza gacha. Tumbado junto a la entrada del edificio, yace un borracho harapiento.

Respiro aliviada, mis manos se abren temblorosas. Y los billetes caen, ruedan en la vereda impulsados por una ráfaga.

El pordiosero se aferra con dedos mugrosos a su botella. Murmura entre palabras ininteligibles:

—…está desnudo…

Se revuelve. Y repite, desplegando una hilera de dientes cariados:

—El rey está desnudo.

Busca levantarse, pero las piernas dobladas apenas le responden. De pronto una fuerza extraña le endereza el cuerpo y lo yergue. Es alto. Mucho más alto de lo que parecía enrollado en el suelo.

—¡Vengan! —escupe extasiado y agitando los brazos. Aunque la calle está desierta, llama al mundo entero a disfrutar del espectáculo—. ¡Vengan todos a ver!

Avanza hacia mí, que no atino a moverme. Sus ojos inyectados de alcohol no me respetan, me sostienen insolentes la mirada. Hurgan en mi cuello desnudo, en el escote de mi bata, en mis pies descalzos. Su risa crece, se expande, se multiplica hasta explotar en una carcajada estruendosa.

—¡Está desnudo! —grita con diabólico frenesí—. ¡Miren todos! ¡El día llegó! ¡El rey está desnudo! ¡La reina está desnuda! Sus harapos traslucen una piel infestada en llagas. Retrocedo cubriéndome el pecho, descompuesta llevo mis manos a la boca. Trastabillo y caigo. Desde adentro, cierro el portón de una patada.

Ahora sus puños golpean el portón. De nada vale cubrirme los oídos. Sus gritos y carcajadas traspasan la gruesa madera: —¡La reina ha muerto! ¡Vengan todos a ver! ¡La reina ha muerto!

Tríptico del desamparo

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