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VI

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En las callejas del cementerio, levanto las solapas de la gabardina para resguardarme del frío. Intento orientarme en el laberinto de pasillos sin más compañía que el sordo andar de algunos gatos.

Las gotas de la garúa, ingrávidas, coronan las farolas encendidas. Notas, sones de una melodía de inocencia solo aparente.

Desvío la mirada ante la escultura de una niña con sus mejillas de mármol cubiertas de moho. Sigo andando, busco abrigo en el recuerdo de mi propia voz, quién sabe cuántos años atrás en el cementerio de los Capuchinos, frente a la tumba de Lampedusa: No temas, hermana. El Señor busca la belleza en lo eterno. Y en el viento que silba entre las tumbas también se encuentra la inmortalidad.

Estoy girando en círculos. A mi alrededor, solo sombras de cúpulas que coronan bóvedas. Doblo en una callejuela de baldosas flojas, y al oír un gemido aprieto la cartera contra el pecho. Me quito un instante los lentes, restriego mis párpados y hago un último esfuerzo por ubicarme. De pronto me guía en la penumbra una diagonal de lápidas inclinadas, amontonadas unas sobre otras. Desemboco en una calleja y apuro el paso. Al fin, apoyo las manos sobre la placa de bronce que enmarcan las dos antorchas de piedra. Como si mis ojos ya hubiesen terminado de morir, prefiero palpar el relieve de las letras verdosas:

SEPULCRO FAMILIA VIDI

Saco la llave de mi cartera y la hago girar en el interior de un candado oxidado. Empujo las verjas, aprieto los dientes entre el chirriar de metales.

Lasciate ogni speranza voi ch’entrate, pienso. Un ligero temblor me recorre la cara.

En el interior del sepulcro, el frío del aire me hiela la frente. A tientas, enciendo una lámpara que enseguida vuelve a apagarse. Le doy unos ligeros golpes a la bombita. Su luz de vela azotada por el viento alumbra el viejo vitraux que cubre una de las paredes. Me acerco a ese inesperado espejo: el mosaico de cristales rajados le da forma a un ángel de alas tullidas. Lo miro fijo a los ojos, le acaricio la frente astillada. Olvidados en este pozo, los dos simulamos resistir entre tanta muerte.

Desearía saber a qué vine, si ninguna pertenencia me queda por retirar. Aquí ya no resta nada. Ni siquiera un féretro vacío.

A un costado de las escaleras que conducen al subsuelo, me sorprende una mortaja que cubre la mesa de mármol. De tan seca, la imagino quebrándose ante la menor brisa. Pero los años sin verla me han engañado: no se trata de una mortaja. Es mi merletto di Burano. Sus encajes ajados me transportan a una goleta de tres mástiles que cruza el Atlántico con sus velas de cara al cielo. En la cubierta de madera, una jovencita se protege del frío con ese tesoro de algodón e hilos de oro bordado por la abuela de su abuela.

Siglos más tarde, llevo esa misma manta a estos mismos labios. Busco en ella el aroma y la inocencia de aquella niña. De pronto retrocedo. Esta tela carcomida no soy yo, pienso, tirándola al suelo con desprecio. Al caer, la manta levanta una nube de polvo. Polvo que se confunde con mis recuerdos.

Limpio mis manos, doy media vuelta y abro las verjas para marcharme. Nada tengo por hacer en esta fosa que, a fin de cuentas, ni siquiera me pertenece. A mí ya nada me pertenece, ni siquiera las cenizas de los muertos.

Un ruido, una especie de aleteo me llega desde lo profundo de la bóveda. Permanezco inmóvil, los oídos atentos a lo hondo de la escalera que conduce al subsuelo. Otra vez el mismo sonido. Vuelvo sobre mis pasos y, sujetada a la baranda, me atrevo a bajar los primeros escalones. Alcanzo a vislumbrar la sala estrecha, apenas alumbrada. Echada en un rincón, una moribunda madeja de plumas se sacude entre espasmos.

Bajo los escalones restantes y me inclino con cautela: un gorrión diminuto con sus alas cubiertas por telarañas; encima del pico entreabierto, un ojo turbio y suplicante. Subo las escaleras y levanto del suelo mi viejo merletto. Le sacudo el polvo y vuelvo a bajar. De rodillas, envuelvo al pájaro y lo guardo dentro de la cartera. La poca luz comienza a titilar, se entrecorta hasta apagarse. Una vez más la oscuridad y el silencio. Persiguiéndome como las sábanas de mis pesadillas.

Avanzo a ciegas y tropiezo con el primer escalón, logro sostenerme de la baranda para no caer. Desde la superficie, el chirrido de la verja que se abre me corta el aliento.

Pasos. Pasos, entre un murmullo de palabras. Parecen ser dos hombres. ¿Quiénes son? ¿Qué hacen un par de extraños dentro de mi sepulcro? Deben ser mendigos. O ladrones. Eso es. Ladrones. Ocultos en los sepulcros les deben robar a los últimos visitantes del cementerio.

Mis pupilas laten, los ojos secos raspan el interior de mis párpados. El pájaro se sacude en la cartera y el rumor de la superficie se detiene. ¿Me habrán oído? Bajarán y me descubrirán. Me aferro a la cartera y a la manta, hago presión sobre el pájaro moribundo. Y ahora me llegan de arriba suspiros entre un rozar de telas. Respiraciones agitadas, un gemido. No son ladrones. Son… El silencio una vez más. Y el pájaro, que vuelve a sacudirse. El eco de su aleteo me hace estallar el pecho. Esta vez sí debieron oírlo.

En lo alto de la escalera distingo una sombra. Aterrada, me pregunto qué harán conmigo. Mientras la sombra baja los escalones, presiono las rodillas sin poder evitar que el orín empape mis piernas, se derrame hasta mis pies.

No fui enviada para esto, pienso. Para llorar en la oscuridad igual que una niña espantada ante la presencia de un extraño. Mi deber era otro. Me he reducido a jirones de lo que debí ser, de lo que fui.

Acurrucada como protegiendo al gorrión, me echo a llorar en silencio sobre mi propio charco. El extraño se detiene a mi lado. En la oscuridad, palpo el suelo húmedo hasta rozar los cordones de sus zapatos. Se inclina, sus manos acarician mi frente y una voz joven murmura:

—¿Estás bien? No tengas miedo. Dejame ayudarte.

Lo busco, pero no puedo verlo. Delante de mí, no distingo más que una goleta de madera cruzando el océano. En la cubierta, bajo una vela extendida, una jovencita solitaria. La ampara una manta de algodón y oro, a siglos de esta mortaja infectada de gusanos que no huele más que a muerte.

Tríptico del desamparo

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