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III. Inteligencia artificial, arte y derechos de autor 1. Las nuevas reglas del juego

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La relación de los autores con los programas informáticos utilizados para dar vida a sus creaciones no ha planteado tradicionalmente problemas. En efecto, hasta un pasado reciente resultaba pacífico afirmar que el programa informático del cual se sirve el autor para concebir una determinada obra constituye, en la mayoría de las ocasiones, un mero instrumento –más o menos necesario– pero, en todo caso, un simple elemento de apoyo en el marco del proceso creativo66.

El programa sería de esta forma el equivalente al pincel para el pintor, el compás para el arquitecto o la cámara para el fotógrafo. Así las cosas, a nadie se le ocurriría pensar que las novelas escritas con el programa Microsoft Word pertenecen en alguna medida a la compañía Microsoft, al igual que tampoco tendría sentido concluir que los creadores del pincel, el compás o la cámara fotográfica, fuesen titulares de derechos de autor sobre las obras de Kandinsky, Le Corbusier o Capa.

En este contexto, el usuario de la herramienta (y no el inventor de la misma), merecería, sin ningún género de duda, la condición de autor de los resultados obtenidos. Al fin y al cabo, las herramientas (por muy sofisticadas que sean) no dejan de ser precisamente eso: herramientas o elementos de apoyo que, bajo el control de los usuarios, habilitan a estos últimos para plasmar o ejecutar en el mundo físico el producto de su mente creativa.

Este planteamiento inicial ha cambiado radicalmente con el desarrollo de los sistemas de IA a los que aludíamos en el epígrafe I y, en particular, con el desarrollo del software de aprendizaje automático o aprendizaje de máquinas (machine learning), una rama de la inteligencia artificial que produce sistemas autónomos capaces de aprender por sí mismos.

Tal y como expone con toda claridad GUADAMUZ, “un programa informático desarrollado para el aprendizaje automático se basa en un algoritmo que le permite aprender a partir de los datos introducidos, evolucionar y tomar decisiones que pueden ser dirigidas o autónomas. Cuando se aplican a obras artísticas, musicales y literarias, los algoritmos de aprendizaje automático aprenden a partir de la información proporcionada por los programadores. A partir de esos datos generan una nueva obra y toman decisiones independientes a lo largo de todo el proceso para determinar cómo será dicha obra. Una característica importante de este tipo de inteligencia artificial es que, si bien los programadores pueden definir unos parámetros, en realidad la obra es generada por el propio programa informático (denominado red neuronal) mediante un proceso similar a los del pensamiento humano”67.

Así las cosas, determinados sistemas de IA son más que herramientas a través de las cuales los usuarios expresan sus propias ideas. A diferencia de las herramientas ordinarias, cuyos resultados siempre reflejan las contribuciones creativas de sus usuarios, tales sistemas son capaces de crear contenidos con una intervención humana inexistente o mínima.

En este escenario, sólo cabe añadir que el impacto de la IA, claramente visible en otros ámbitos, ya se deja sentir con fuerza en el mundo del arte68. La cuestión que surge espontánea es si las normativas actuales sobre propiedad intelectual están preparadas para dar respuesta a los interrogantes que la nueva relación entre las máquinas inteligentes y el arte plantean.

La propiedad intelectual de las obras creadas por inteligencia artificial

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