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KEYNESIANOS A LA ITALIANA
Desde su fundación el Estado italiano ha vivido por encima de sus posibilidades. Y las cosas fueron empeorando en el siglo xx hasta generar la gran cuestión de la deuda pública que, a partir de 1968, produjo un auténtico monstruo. En Governare gli italiani, Sabino Cassese señala que en Italia el «poder distributivo», es decir, el del gasto, siempre ha estado por encima del «poder extractivo», esto es, la recaudación de impuestos. Los años setenta y ochenta fueron, a todos los efectos, una época de desenfreno y despreocupación. Giuliano Amato y Andrea Graziosi, en Grandi illusioni, los definen como «veinte años de políticas insostenibles» y eligen como personaje más representativo del inicio del período a Mariano Rumor, primer ministro democristiano, considerado en aquella época un miembro no precisamente brillante del doroteísmo véneto (la corriente moderada de la Democracia Cristiana). Leonida Tedoldi es de la misma opinión y, en Il conto degli errori, establece 1970 –la época del tercer gobierno presidido por Rumor– como el momento en que se pasa a la etapa de los grandes errores.
En los veinticinco años que van de 1970 a 1995, la media continental de la deuda pública subió del 38,9 % al 70,8 % del PIB. En Italia empezó más baja (37,4 %), pero luego aumentó hasta rozar la cima del 124,3 %. En otras palabras, mientras que en Europa se doblaba la deuda, en Italia casi de cuadruplicaba. Una gestión incauta de la economía llevada a cabo en nombre de John Maynard Keynes. Los políticos, en homenaje al economista inglés autor de la Teoría general del empleo, el interés y el dinero (1936), con el que hasta entonces habían tenido escasa familiaridad, decidieron que había llegado el momento de gastar, gastar y gastar. De ese modo, podían comprar el consenso de los electores y meterlo todo en la cuenta de las siguientes generaciones. Según documenta Daniele Franco en L’espansione della spesa pubblica in Italia, 1960-1990, el número de trabajadores de la administración casi se dobló en esas tres décadas (de 767.000 en el año 1950 a 1,5 millones en 1974). Los aumentos más sustanciosos se produjeron en los sectores de educación, sanidad y seguridad social. «Números que, trasladados al contexto europeo, se movían en niveles que estaban por debajo de la media, pero que aun así respondían a una tendencia política bastante peligrosa de absorción constante del desempleo, principalmente intelectual, en las áreas críticas del país», escribe Tedoldi. En 1976, el gasto superó por primera vez en la historia republicana la mitad del PIB, pero gracias a un aumento de las entradas tributarias, la deuda pública se redujo ligeramente.
En 1977 el gobierno de unidad nacional presidido por Giulio Andreotti se vio obligado, a causa de un aumento considerable de la deuda (un 20 % más que el año anterior), a renegociar con el Fondo Monetario Internacional un nuevo acuerdo para un préstamo. Un acuerdo que incluía «el control directo del crédito, límites al tipo de cambio a largo plazo y la fijación de un techo máximo para el déficit público». En 1977, este modo de «maniobrar dentro de los recovecos del presupuesto» se fue agravando hasta lo inverosímil, lo cual provocó los «mayores problemas [de la década] en cuanto a irregularidades en los datos de cobertura del gasto». Ese año se adoptaron cuatro medidas legislativas «abiertas», que supusieron unos 19 billones de liras sobre los 20 de la deuda total. Entre 1974 y 1978 el PIB creció de forma considerable, del orden del 7 %, y ello contribuyó a hacer menos evidente la magnitud de la carga explosiva cuya mecha se estaba prendiendo. En las elecciones de junio de 1979, en línea con la austeridad invocada por el dirigente comunista Enrico Berlinguer, el problema de la contención de la deuda pública apareció incluso en el programa electoral del PCI. Luego este partido salió derrotado e inmediatamente dejó a un lado el tema.
En realidad, escribe Tedoldi, durante gran parte del siglo xx, el Estado italiano siempre «saldó» sus deudas acumulando otras deudas o imprimiendo moneda. Cuando la deuda era demasiado alta o peligrosa y se hacía necesario aminorarla, el Estado siempre prefería «repudiarla» implícitamente reduciendo el poder adquisitivo de la lira. Desde la segunda mitad del siglo xx, «los gobiernos italianos recurrieron, además, a un uso sistemático de previsiones excesivamente “optimistas” de las variables macroeconómicas, con el fin de obtener con antelación márgenes de gasto que, como se vio cuando la evolución real era desfavorable, se habían financiado con déficit». ¿De quién fue la culpa?
Desde hace unas décadas, observa Tedoldi, «proliferan convicciones con escaso fundamento» sobre la relación entre Estado, gobiernos y aumento de la deuda pública que han generado ideas equivocadas. Una de ellas es creer que la responsabilidad del crecimiento de la gigantesca deuda pública italiana está vinculada únicamente a la extensión del Estado y sus estructuras y, en esencia, al coste de la construcción de la sociedad del bienestar. Otra es «sostener que tal situación de deuda es atribuible a la incapacidad e ineptitud de la clase política, que perdió el control de la deuda sobre todo en los años ochenta y también tras la crisis de principios de los noventa». Pero todo esto solo es una parte de la verdad. Probablemente, continúa Tedoldi, «las razones por las que se crearon estos lugares comunes residen […] en la carga subliminal tranquilizadora de dichas convicciones, que atribuyen sustancialmente la responsabilidad del peso tan preocupante de la deuda a la clase política, es decir, a los gobiernos y el Estado, a menudo ineficientes e ineficaces, y en el hecho de reservar a la sociedad –la llamada sociedad civil– solamente el papel de víctima».
Es bien sabido que en Italia la «estrategia de la víctima» se utiliza mucho y de un modo recurrente («sobre todo ahora, en la relación con la Unión Europea», subraya Tedoldi). Por otro lado, «el papel de las dos partes –instituciones públicas y sociedad en su conjunto– no es tan diferente». Tedoldi dice que no lo convence «el uso, tan frecuente, de las locuciones “ocasión perdida” y “cita desaprovechada”, que presuponen una especie de distracción constante y, en el fondo, casi absolutoria de los gobiernos o de sus líderes respecto al problema que deben afrontar». Prefiere creer que todos nosotros hemos aceptado de buen grado esas políticas «por haber sido fuente de sustento económico y de acumulación durante décadas». Son «problemas que hoy en día, en nuestra época, reaparecen constantemente».
A principios de los años ochenta, la deuda pública se estabilizó alrededor del 60 % del PIB y creció hasta superar el 100 % a principios de los noventa, tras un salto del orden del 40 % entre 1983 y 1989. Todo ello a pesar de que, el 12 de octubre de 1982, Beniamino Andreatta, en aquel entonces ministro de Economía, lanzó una alarma (ignorada) en el Parlamento exhortando a no subestimar el potencial destructivo de aquella carga explosiva: «En cierto sentido, se trata de cambiar el pasado, que todavía está aquí como deuda pública y nos pide cuentas de los errores de los años anteriores a través del pago continuado de los intereses», dijo. En aquella década, subraya Tedoldi, «cambiaron drásticamente los detentadores de la deuda: si antes eran preferentemente las sociedades de crédito y el Banco de Italia, ahora eran las familias y las empresas. En esencia, esta situación iba claramente acompañada de la formación de una clase acreedora, de un bloque social que se iba alimentando progresivamente del Estado mediante la adquisición de títulos de la deuda con el fin de aumentar sus propios réditos, lo cual equivalía a generar más deuda». Según el autor, el aumento constante de la deuda pública «no lo causó, como se suele decir y escribir, solo una mala gestión del gasto público de los gobiernos, ni su pérdida de control de los presupuestos del Estado». Tampoco podemos afirmar que el uso del apalancamiento de la deuda pública fuera dirigido «únicamente a la expansión de la clase media o del sistema bancario, de la intermediación financiera, según una lógica paraasistencial que garantizaba un bienestar superior a las posibilidades reales».
En opinión de Tedoldi, las razones del aumento de la deuda pública en Italia «hay que buscarlas en su uso altamente político (que implicó en parte al Banco de Italia), quizá impulsado hasta el exceso –y ahí nos encontramos con la actitud “psicológica” de los gobernantes italianos ante el apalancamiento de la deuda, considerada siempre tranquilizadora–, y en la “obsesión”, al menos hasta los años noventa, por encontrar y mantener una identidad “nacional” de la deuda y, en consecuencia, reforzar el ahorro de las familias como índice y garantía de democracia». Por eso los gobiernos de los años que nos ocupan crearon la «ilusión racional» (el oxímoron es del autor) de que era posible endeudar al Estado, incluso a niveles muy elevados, para poder financiar el crecimiento y, a la vez, garantizar a la clase media el sustento de sus necesidades de seguridad, mejorando con ello su estilo de vida. Hemos llegado al punto crucial, que en cierto modo ya queda subrayado en el libro de Amato y Graziosi citado al principio. «Es probable que optar por el mantenimiento de la deuda a ciertos niveles respondiera en parte a la voluntad de recurrir al gasto público para evitar las duras críticas del Partido Comunista, y también a la presión de los intereses sociales, contrarios a cualquier tipo de reducción de la deuda», y esta política fue «el núcleo de la búsqueda de consenso» en aquella época: «A mediados de los años ochenta, el aumento neto de la deuda permaneció en torno al 11 % del PIB, un valor realmente significativo para cualquier país europeo de primera línea».
Respecto a los comunistas, tras la muerte de Berlinguer (1984), el PCI quedó algo ofuscado por una visión profundamente hostil del gobierno presidido por Bettino Craxi. Y el anticraxismo llevó a los comunistas «a un enfrentamiento interno carente de un análisis en profundidad, focalizado en torno a la ineficacia del liberalismo, mientras se debatía poco la crisis del Estado keynesiano que en esos momentos se estaba produciendo no solo en Italia, a pesar de que era un problema decisivo para los partidos socialistas y socialdemócratas europeos, que seguían dialogando con las fuerzas de la izquierda italiana». Es una cuestión que trata Alberto De Bernardi en Un paese in bilico: L’Italia degli ultimi trent’anni. En la tesis precongresual del XVII Congreso del PCI (1986), dedicada a la «crisis del pentapartito» (gobierno de coalición formado por la Democracia Cristiana, el Partido Socialista, el Partido Socialista Demócrata, el Partido Republicano y el Partido Liberal entre 1981 y 1991), leemos: «La política que siguieron en esos años los gobiernos del pentapartito estuvo fuertemente condicionada por un concepto propio del neoliberalismo, según el cual los recortes en los salarios y los gastos sociales, así como una desreglamentación general en las relaciones entre Estado y mercado, podían crear las condiciones necesarias para una recuperación del desarrollo». En opinión de los comunistas, Craxi había llevado al país a un «período marcadamente neoliberal», que solo existía en su imaginación, dice Tedoldi.
Dentro de la escena política italiana, mantenía una actitud crítica respecto al crecimiento de la deuda Ugo La Malfa (PRI); tras su muerte, Beniamino Andreatta se quedó prácticamente solo. Estamos en la transición entre finales de los ochenta y principios de los noventa. «Andreatta interviene a menudo con dureza como censor y defensor de los límites de la deuda pública, y al final se impone el acuerdo [referencia a la iniciativa de negociación del ministro Paolo Cirino Pomicino]», anota en su diario Luciano Barca (Cronache dall’interno del vertice del Pci). «Es triste, sobre todo por el aumento de la deuda pública, pero, lamentablemente, así es como el Parlamento desempeña la función principal para la que fue creado […] Cuando no hay acuerdo en las grandes decisiones, todos acabamos siendo cómplices en las pequeñas decisiones, a las que destinamos un gasto que, si se hubiera concentrado en un factor estratégico, habría sido mucho más útil para el crecimiento del país.» Por desgracia, añade Barca, «todo ello ocurre con el beneplácito de Guido Carli», economista democristiano y gobernador del Banco de Italia hasta 1975. Esos parlamentarios «cómplices en las pequeñas decisiones» –de los que habla Luciano Barca en páginas de una denuncia social que extiende también a su propio partido, el PCI– llevarán a Italia al borde del abismo. En realidad, dado que la batalla para alejar al país de tal destino sigue librándose, podemos decir que los italianos traspasaron ampliamente el borde para acabar con un pie en el precipicio. Y que hoy en día siguen estando ahí.