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LOS PRIMEROS ESCÁNDALOS DE LA ITALIA UNIFICADA
Las autocríticas empezaron enseguida, desde finales de la primera década del Estado italiano unitario. En el discurso público del país se mencionan con frecuencia los «años felices» del gobierno de la derecha histórica (1861-1876). Una época, sin duda, convulsa, en la que se vivió el traslado de la capital de Turín a Florencia (1864); las derrotas militares de Lizza y Custoza en la tercera guerra de la Independencia contra el Imperio austríaco (1866); un principio de guerra civil en el sur; las tensiones persistentes entre la clase del gobierno y los seguidores de Mazzini y Garibaldi; las protestas contra el impuesto sobre la trituración de los cereales y los primeros escándalos, como los que acarrearon la privatización de las tabacaleras o la concesión del contrato para las líneas ferroviarias del sur. Pese a todo, dicha etapa ha pasado a la historia por la estabilización política que siguió al fallecimiento de Cavour (6 de junio de 1861); la construcción de un sistema de infraestructuras y de un aparato estatal fuerte; la «conquista» por parte del Estado unificado primero de Véneto (1866) y luego de Roma (1870), y el equilibrio presupuestario que logró el primer ministro Marco Minghetti en 1876. No obstante, a finales de los años sesenta hubo un momento en que se extendió una sensación de desconcierto y aparecieron ciertas miradas pesimistas hacia Italia destinadas a permanecer en el ADN de los ciudadanos.
En un libro de 1862, Ferdinando Petruccelli della Gattina fue despiadado con los políticos del recién nacido Estado unitario y los denominó I moribondi del palazzo Carignano («Los moribundos del palacio Carignano», en alusión al edificio turinés entonces sede del Parlamento). Por su parte, en una carta a su hermano Vincenzo de 1867, Bettino Ricasoli habla de Italia como de una tierra que está a punto de ser inundada por el «torrente de la destrucción». Y el embajador de la reina Victoria en Florencia escribió en junio de 1869 un despacho al ministro de Asuntos Exteriores inglés, Lord Clarendon, en el que comparaba la Italia guiada por el primer ministro Luigi Federico Menabrea con un barco próximo al naufragio. Antes de ello, en marzo de 1868, el diputado Vincenzo Stefano Breda, al referirse al impuesto sobre la molienda de los cereales, había dicho: «El impuesto es detestable y yo personalmente lo detesto. Y si me induzco bajo ciertas condiciones a votarlo, lo hago como el náufrago que, para salvar su vida, se agarra no solo a una tabla, sino también a una cuchilla». En un periódico demócrata de Parma, Il Presente, escribieron: «Italia fue llamada a una nueva vida por obra casi exclusiva de ilustres patriotas que habían estado en Spielberg [castillo checo que fue prisión del Imperio austrohúngaro], en Mantua o en el Castel dell’Ovo [de Nápoles]. Lamentablemente, luego cayó bajo la administración de los antiguos y fieles servidores de aquellos tiranos, cayó bajo el gobierno de quienes se avergonzaban de pronunciar su nombre y se prestaban cual sicarios feroces a colocar el yugo a todo aquel que aspirase a unificarla».
En 1869: il Risorgimento alla deriva, Arianna Arisi Rota subraya «el sincretismo de los gritos colectivos recogidos en los documentos de las comisarías y fiscalías de todo el territorio. Así, a los “Abajo la molienda, abajo el Parlamento, muerte a los millonarios”, se unían los “Viva la República” y también los “Viva el emperador de Austria” y “Viva el papa”, en una mezcla de nostalgia por el paternalismo fiscal de los regímenes anteriores y de furia iconoclasta». Eslóganes ante los cuales la prensa filogubernamental reaccionaba mencionando el «complot entre rojos y negros [republicanos y clericales]». Según La Perseveranza de Milán, el centro de Italia «era desde hacía tiempo el territorio de las sectas republicanas y clericales, que lo han explotado y mimado a la vez». Una conspiración a la que aludió Menabrea al afirmar ante el Parlamento que había entrevisto «la sonrisa torcida de cierto partido, que desea ver desórdenes y debilidad en el gobierno para poder restaurar los órdenes antiguos». «El impuesto sobre la molienda, si Dios quiere, triturará a la monarquía», anotó en su diario el diputado sardo de la izquierda Giorgio Asproni, objeto de estudio de Francesca Pau en Un oppositore democratico negli anni della Destra storica, donde aborda la figura en unos términos que a menudo remiten a las consideraciones del presente libro. También se ocupan de estos temas con observaciones interesantes Fulvio Cammarano y Stefano Cavazza en Il nemico in politica y Loreto Di Nucci y Ernesto Galli della Loggia en Due nazioni. En 1868 el periódico de Achille Bizzoni, Gazzettino Rosa, ya había escrito que «la Italia niña a la que todo le sonreía se ha hecho mayor, y con la pubertad vienen los desengaños […] Ahora ha sido humillada, traicionada, y está flaca, transparente como una moribunda consumida». Y más adelante: «La infección de una gangrena incurable se ha extendido de arriba abajo, y esperemos que pronto no haya molécula de esta enferma moribunda que no esté deteriorada por la dolencia para llevarla a la tumba como hediondo cadáver». En un abrir y cerrar de ojos, los gobernantes y la prensa que los apoyaba se convirtieron en «canallas condecorados», «ladrones de guante blanco», «corte interminable de marionetas oficiales que no merecen ningún cargo, salvo el de sanguijuelas de la nación», «personas influyentes que se pulen cientos de billetes y que acabarán de demoler esta barraca mal construida y peor reparada». «Los ministros están destrozando Italia», sentenció el Gazzettino. Uno de los referentes de este periódico era Felice Cavallotti, un parlamentario controvertido que, según afirma el historiador Alessandro Galante Garrone en una biografía del político, «aspiraba a la pureza moral y la corrección ejemplar en la vida pública». No obstante, conviene recordar que Augusto Monti, otro estudioso miembro del segundo Partito d’Azione (fundado en 1942 e inspirado en la formación de Mazzini del siglo anterior), fue mucho menos indulgente con la figura de Cavallotti.
Un parlamentario de la izquierda, Agostino Bertani, introdujo el concepto de un «sistema» dispuesto a concederse una «amnistía mutua» en virtud de «una solidaridad que siempre ha existido y existe entre todos los hombres que formaron parte del gobierno a partir de 1860». Todos «adoran al mismo Dios, son sacerdotes del mismo culto, tienen las mismas jaculatorias en los labios y corren los extremos de las cortinas para ocultar a las miradas profanas los errores arcanos de todos los ministerios». Para luego invocar a una «minoría audaz» que en el momento oportuno «hallará las armas y, si es necesario, tomará el mando en medio de una catástrofe inmensa». Según Arianna Arisi Rota, con estas palabras el parlamentario «tocaba la fibra sensible de la nación». Y anticipaba algo muy distinto de lo que pretendía.
Mientras se producía el debate sobre el monopolio de las tabacaleras, Giovanni Lanza dimitió de la presidencia de la Cámara para distanciarse de la derecha, mientras que Antonio Mordini se separó de la izquierda para crear el llamado «Tercer partido». «Mordini pasó abiertamente al terreno ministerial con un discurso que provocó rechazo», escribe Asproni. El 4 de septiembre de 1868, Cavallotti, para describir lo que se perfilaba, introdujo un término destinado a entrar en el léxico político: «Patatrac». En diciembre, el Gazzettino acusó al parlamentario Giuseppe Civinini de haberse dejado corromper: «Dicen que endulzaba con un azucarillo de muchísimos miles de liras (sabemos la cantidad exacta, pero no vamos a repetirla) su patriótica aprobación». Raimondo Brenna, director de La Nazione, la definió una «acusación sucia», con lo cual se ganó una serie de insultos. Así, el Gazzettino tildó a Brenna de «intrigante, perpetuo e incansable cazador de las migajas que dejan los ministros en sus banquetes», de ser alguien que «desde lo alto del comedero, ahíto, eructa sus mentiras y adulaciones a quien paga y manda». «Este gobierno caerá en pedazos por sí solo, como las extremidades de un cadáver putrefacto», sentenció Asproni en su diario.
El descrédito de la política estaba en alza. Cuando Menabrea pidió al procurador general de Nápoles, Michele Pironti, que fuera ministro de Justicia, la esposa de Pironti lo exhortó a mantenerse lejos de la «camorra piamontesa». Se abrió el proceso tras las insinuaciones sobre Civinini. Condenaron al director del Gazzettino, pero antes Francesco Crispi aprovechó para jugar a «lo digo y no lo digo» y echar más leña al fuego del gobierno y al de la oposición. En el periódico Zenzero Primo escribieron: «La sala del Parlamento parece el mar Muerto; inmóvil y amarilla la superficie de las aguas, amarilla la arena de las orillas, amarillos los tonos del aire […] El ave errante que llega por azar a este ambiente se asfixia, cae en picado y muere en la funesta laguna». «El ambiente apesta, el olor a cadáver se huele a mil pasos», escribió Giacomo Dina a Michelangelo Castelli. Y Giovanni Lanza se dirigió a la capital provisional del reino con estas palabras: «Oh, Florencia, Florencia, te preparas como una página en la historia de Italia». La revista de los jesuitas, La Civiltà Cattolica, describió la situación como una «plaga de gusanos asquerosos» y, refiriéndose a Civinini y a Brenna, introdujo un juego de palabras que tuvo mucho éxito en aquellos años: «Corren rumores nada señoriales sobre sus Señorías». Benedetto Cairoli confió a su prima Fedelina que le daba «asco este pantano parlamentario donde tantos se hunden, incluso mis amigos».
Fue el momento en que el poeta Giosuè Carducci, como señaló Umberto Carpi en Carducci. Politica e poesia, introdujo la idea de que «esta no era la Italia que habíamos soñado». Años más tarde, Pasquale Villari, en una de sus Lettere meridionali, escribiría: «La nueva Italia estaba formada por los mismos elementos que la vieja Italia, solo que dispuestos en un orden y unas proporciones distintas». Por otra parte, en una carta de Giacomo Savarese a Giuseppe Ferrari, leemos que en Italia ocupaba el poder «una oligarquía mucho más iliberal que los gobiernos absolutos que derrocó». Y el Gazzettino Rosa aún era más explícito: «Las batallas garibaldinas no nos han dado la independencia; solo hemos cambiado de dueño». «¿Dónde está la gran política de antaño?», se preguntaba Giacomo Dina. La desolación llegó hasta tal punto que Cavallotti hablaba de un país en «descomposición moral» mientras señalaba con el dedo a la «oposición desbaratada». Y lo peor aún estaba por llegar.
El 5 de junio de 1869, el parlamentario véneto Cristiano Lobbia anunció en el Parlamento que tenía pruebas de que un diputado se había lucrado con el asunto de las tabacaleras. Y mostró dos sobres sellados. El 16 de junio atentaron contra su vida. Garibaldi se solidarizó con él y habló de «tiempos borgianos». Otros pusieron en duda la veracidad de su relato. Gian Antonio Stella, en su extraordinario libro I misteri di via dell’Amorino, cuenta todos los detalles del escándalo. Aquí lo que nos interesa no es la historia en sí, sino la avalancha de habladurías demoledoras que llegó a salpicar incluso a Víctor Manuel II. El monarca, rabioso, telegrafió el 19 de junio al ministro Cambray-Digny: «Aquí en Turín también corren rumores de que yo he robado millones y usted, cierta cantidad. Dele mayor publicidad al proceso Lobbia, porque yo estoy harto de esta canción». Y empezó la autodenigración colectiva: «El ambiente apesta» (Giacomo Dina); «huele a cadáver» (Giovanni Lanza); el caso italiano es como «una tisis larga y penosa» (Ruggiero Bonghi).
Garibaldi ya había abandonado el Parlamento. El 14 de julio de 1869 dimitió el diputado por Guastalla, Carlo Righetti, más conocido por el pseudónimo de Cletto Arrighi, aduciendo no tener «ninguna razón para permanecer en una asamblea donde la mayoría tergiversa de un modo extraño el sentido de las palabras». Por su parte, Marco Minghetti declaró: «La situación es muy mala y todos lo vemos», pero escribió a Michelangelo Castelli diciendo que era necesario «resistir ante esta marea de fango que sube y que amenaza con engullirnos a todos, y entonces adiós, Italia». En las páginas de Libertà rendían homenaje a Lobbia, «el valiente acusador de los corruptos del Salón de los Quinientos [sede del Parlamento en Florencia, capital provisional del reino]». «Hoy también ha llovido mucho. El Arno ha crecido, sus aguas se ven sucias y amarillas», anotó Asproni aludiendo a la situación política italiana. Y Garibaldi escribió a su compañero de armas en la expedición de los Mil: «Querido Crispi: dejarse corromper o morir, esta es la fórmula adoptada por el jesuitismo político que gobierna Italia». «Nuestra patria es vil», dirá Carducci en la oda In morte di Giovanni Cairoli. Son opiniones que conformaban y difundían un sentir común al que se adhirieron algunos observadores extranjeros, como el norteamericano George Perkins y el inglés Arthur Paget. La estela de este período duró mucho; buen ejemplo de ello es que, en 1880, Ferdinando Martini, director de Fanfulla della Domenica, se vio obligado a pedir a Carducci que atenuara un recuerdo del verano de 1869: «Quiero que elimines las frases referidas a la investigación sobre las líneas ferroviarias del sur y al proceso Lobbia. Ya sé que eso también es historia, pero es una historia que sigue siendo un instrumento en manos de los partidos. ¿Para qué vamos a recordarla? Para vituperar a ciertos hombres que siguen vivos e inquietos. Es historia, sí, pero historia sucia; tú mismo querrías que se olvidara si no te sirviese para atacar a Menabrea. Y eso es entrar en política. Dejémoslo».
Más tarde, el 20 de septiembre de 1870, se tomó Roma y eso calmó los ánimos. Algunos se entusiasmaron, pero fue un lapso de tiempo muy breve. Desde entonces han pasado casi ciento cincuenta años, en los cuales, a excepción de algún paréntesis, siempre han ido apareciendo invectivas e injurias a la nación italiana con motivos y palabras similares, cuando no idénticas, a las de 1869. Una peculiaridad un tanto rara y muy italiana.