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Él quería saber qué sentían sus personajes



(Dos años y tres meses antes)

—Kárpáthy, soy el padre Kárpáthy de la iglesia St. Michael.

—Nunca había escuchado de esa iglesia —le contestó el joven acólito. Tenía una voz aguda, las mejillas cubiertas de acné y el cabello castaño rojizo adherido a su cabeza con varias capas de gel. No debía sobrepasar los veinte años.

—Es porque está en Budapest, hijo. Pensé que por su nombre en inglés la reconocerías, pero tal vez su nombre en húngaro se te haga familiar: Belvarosi Szent Mihaly Templom.

El joven apenas parpadeó.

—No he tenido la fortuna de visitar Budapest, padre.

—Es una lástima. Deberías visitarme cuando tengas ocasión, hay un altar barroco precioso y ofrecemos unos increíbles conciertos de música clásica. La entrada no es gratis, por supuesto, pero podría conseguirte boletos.

Se dirigió hacia el altar, pero el acólito se interpuso en su camino.

—Padre, eso suena maravilloso... —Se aclaró la garganta, la voz trémula—. Perdón, no quiero importunarlo, pero, como notará, estamos por oficiar una boda y estamos un poco atareados con los preparativos, así que usted no puede... Am... El padre Ross no nos avisó de su llegada y...

—Sé lo que estás pensando y, créeme, estoy tan conmocionado como tú. Vine a visitar al padre Ross para sorprenderlo y el sorprendido he sido yo cuando vi que había llegado a las vísperas de una boda. No imaginas cuál fue mi asombro cuando él me

pidió en persona que dijera algunas palabras para elevar el espíritu de nuestros invitados.

El acólito se veía perplejo.

—¿Él dijo eso? Será mejor que vaya a consultarlo con él, todavía hay cosas que preparar y...

—Él está ocupado revisando los votos y me pidió que cerrara la puerta al salir. No considero sabio de tu parte interrumpirlo, los votos son una parte crucial en una boda. ¡Ni tiempo tuvimos de hablar! No sabes cuánta alegría le dio verme. Anoche estuvo rezando sin cesar a nuestra Reina del Santísimo Rosario y tuvo un sueño en el que un turul se posaba sobre el altar de esta iglesia. Cuando me vio supo qué significaba: era el deseo de la Madre de la Divina Gracia que yo compartiera un mensaje con esta comunidad. ¿Quiénes somos nosotros, humildes pastores, para contrariar sus designios y rechazar su beneplácito?

El chico balbuceó un poco antes de poder responder.

—¿Qué... qué es un turul?

—El animal nacional de Hungría, por supuesto. Ahora

—puso la mano en su hombro—, puedes seguir preparando el altar para el matrimonio mientras yo doy unas cuantas palabras. No me tomará mucho tiempo. El padre Ross me dijo que en cinco minutos estaría aquí.

Pasó saliva y asintió, una gota de sudor bajaba por su frente. Antes de que el chico pudiera decir que el padre no tenía que revisar los votos, bajó del altar y se arrodilló frente a una estatua de la Virgen, luego, ante una de Cristo en la cruz y, finalmente, se dirigió al atril y le dio un beso. Se puso el micrófono de diadema.

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo

—dijo persignándose, con su voz gruesa y calmada.

Más de doscientos pares de ojos se fijaron en él. Tomados por sorpresa con su presencia, solo una cuarta parte de los invitados replicó:

—Amén.

Se pusieron de pie uno tras otro, la madera de los asientos formó un rumor que se escuchaba por todo el lugar. Inhaló profundo para tranquilizarse. Había una cúpula sobre su cabeza decorada con las imágenes de los doce apóstoles. Las paredes azul pálido estaban habitadas por decenas de frescos de historias bíblicas. El Arcángel Rafael y Tobías, Daniel en el foso de leones y la túnica de José fueron algunas de las que pudo reconocer. El piso estaba cubierto por un tapete rojo vino. En general, la iglesia era ostentosa y debía tener siglos.

Solo había un término que describía su presencia allí: profanación.

Extendió sus brazos para saludarlos.

—La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión con el Espíritu Santo esté con todos ustedes.

Al unísono respondieron:

—Y con tu espíritu.

—Hermanos, les ofrezco un cálido saludo y les doy la bienvenida a la casa del Señor. El padre Ross muy amablemente me ha invitado a que les ofrezca unas palabras. Él ha sido detenido por asuntos urgentes y no ha podido presentarme por sí mismo. Mi nombre es Gabór Kárpáthy y soy el sacerdote de la Iglesia

St. Michael en Budapest.

Pequeños murmullos recorrieron todo el recinto.

—Mis hermanos y hermanas en Cristo, vamos a abrir nuestros corazones al Señor para que Él pueda hablar y nosotros, escucharlo a través de su palabra. Pueden sentarse.

Con las manos temblando ligeramente abrió la Biblia; un bloque de letras cubría las páginas, ninguna palabra definida con claridad. Entrecerró los ojos para enfocar su vista, pero lo máximo que lograba era distinguir los títulos de los libros y los capítulos. Se tanteó los bolsillos debajo de la túnica.

Santa mierda, ¡¿dónde diablos estaban sus gafas?!

Estrujó su cerebro intentando recordar algunos pasajes de la Biblia, nada vino. ¿Cómo era posible si la había leído cientos de veces? Tal vez si no llevara treinta y seis horas despierto habría más posibilidades que su cerebro colaborara.

Miró al acólito con una sonrisa, mientras pasaba páginas sin sentido. Podría decirle que leyera por él, pero tenía que hacerlo por sí mismo. De eso se trataba todo.

—Como nos dicen las escrituras en el Sal... Salmo treinta y... cinco, versículo... doce.

No podía titubear. El padre Kárpáthy jamás haría eso.

Tragó saliva y recitó lo primero que se le vino a la mente.

—Dios les ayude, viven con fe. Clemencia te piden, amor quieren ver. Mira mi pueblo, confían en ti, los marginados ruegan vivir.

Eran unas líneas de la película de Disney del jorobado de Notre Dame.

Su público se veía confuso; murmullos viajaban por todo el lugar. Pasó otras páginas y apuntó un pasaje al azar con el dedo.

—También nos dice Proverbios... 15:14... Duerme, bebé, duerme, ahora que la noche ha terminado y el sol entra como un dios a nuestra habitación; perfecta luz y promesas.

Los murmullos se intensificaron. En ese momento deseó tener miopía y no hipermetropía, porque podía ver con claridad los rostros de los invitados, parecía que habían visto el traje nuevo del emperador. Se miraban unos a los otros. Mordió su labio para contener una risa. El novio de la boda se puso de pie y se dirigió al acólito unos segundos; luego se retiró de la iglesia, el celular en mano.

«Oh, oh, problemas. ¿Será que está llamando a la policía?».

Cerró la biblia de un manotazo.

—La Biblia. —La levantó a la vista de todos—. Además de ser una herramienta de adoctrinamiento masiva, esta maravilla es una extraordinaria obra literaria. Ha sido la inspiración

de millones de escritores a través de los siglos. El matrimonio es un tópico relevante en el Antiguo Testamento y la palabra de Dios nos habla de multitud de relaciones. Tenemos ahí poliamor, incesto, triángulos amorosos, celos, infidelidades, todo lo que puedan imaginar.

Mientras hablaba, caminaba a través de la tarima, todos lo escuchaban en silencio, atentos. No recordaba la última vez que había hablado en público, ¿había sido en la universidad? Era curioso cómo en una clase tenía que ganarse la atención de la audiencia y en la Iglesia la atención se daba por sentado. Se sintió embriagado por ese silencio, por las miradas. Podría decir cualquier cosa y ellos escucharían...

No debía salirse de personaje.

—Debido a que estamos a punto de oficiar un matrimonio, se me vienen a la mente muchas historias. Promesas de Dios que fueron cumplidas a las parejas que en Él esperan. Pero algo que me impresiona en especial es la forma en que se elegía pareja. A veces solo hacía falta ver a esa mujer. Amor instantáneo o atracción fatal, como lo quieran llamar. Y solo pedías que te la trajeran, como si se tratara de mercancía.

Voces de sorpresa y miradas de indignación. Cerró los ojos.

El padre Kárpáthy jamás diría algo así, tenía que omitir sus comentarios personales.

—Algo que destaco de la Biblia es cómo ilustran la importancia de encontrar una buena mujer. Hablemos de Dalila. Todos recordamos la historia de Dalila y Sansón, ¿no? Sansón era un fortachón descerebrado. Sus papás le dijeron que no se metiera con filisteas, pero él los ignoró. Ya tenía un historial de mala suerte con las filisteas, pero llegó esta... —Se contuvo de soltar el término que mejor la describía—. Dalila y se enamoró de ella. Los príncipes de los filisteos la sobornaron con mucho dinero para que descubriera cuál era el secreto de la fuerza de Sansón y ella lo sedujo para sonsacarle la información. Él le mintió tres veces diciéndole la forma en que podían destruirlo y ella les dijo a los filisteos tres veces cómo hacerlo.

»Se libró en todas las ocasiones, claro, porque no le había confiado su secreto. Ella es tan descarada que le dice: «Y si me amas, ¿por qué no me cuentas tu secreto?». ¿Lo pueden creer? Así se la pasó insistiendo por días, haciéndose la muy afligida. —Se llevó la mano al pecho e imitó una voz femenina—. «Ay, Sansón, ¿acaso no me amas?». Hasta que él no soportó más y le descubrió su corazón. Le contó que su fuerza residía en su pacto con Jehová y que perdería su fuerza si lo rapaban. Ella hizo que se durmiera en sus piernas y los filisteos vinieron a quitarle su cabello. Él terminó sin ojos. Dalila es un claro ejemplo de... de... ¡una manipuladora sin escrúpulos!

El acólito se acercó a su lado y le susurró:

—Creo que ya es suficiente, padre. Se está exaltando.

Él lo ignoró, caminó de vuelva al atril y dejó la Biblia allí.

—¿Saben quién es una gran mujer? Scheherezade, la protagonista de Las mil y una noches. Después de ser traicionado por su esposa, el rey Schariar desposaba una mujer cada noche y en la mañana ordenaba que la mataran. La hija del visir, Scheherezade, decide sacrificarse y se ofrece como la esposa del rey. En la primera noche le cuenta una historia que deja sin concluir al amanecer y le promete que la terminará a la noche siguiente. Así, a través de historias, durante mil y una noches logra sanar el duro corazón del rey, le enseña valores como la compasión y la rectitud y le devuelve las ganas de vivir. ¡Esa si es una buena mujer, no como esa jodida Dalila! Todos ustedes deberían leer ese libro, es mi favorito. Es grand...

Una mano se aferró con firmeza a su hombro y lo arrastró hacia atrás.

—¿Qué crees que estás haciendo? —masculló.

Era el padre Ross quien le hablaba. Su rostro estaba enrojecido, los ojos negros lanzaban llamas. Pasó saliva. Miró al público, varias personas de las primeras filas se habían puesto de pie y estaban subiendo a la tarima.

—Eso es todo lo que quería compartiros, hermanos. Gracias.

Se quitó el micrófono y lo dejó sobre el atril. Entonces trajo el padre a su pecho y le dio un dio un fuerte abrazo. El hombre le llegaba al abdomen, tenía entradas en el cabello y no le ponía menos de sesenta años.

—Padre Ross, gracias por todo, te espero en Budapest cuando tengas ocasión —dijo en voz alta, para que lo escucharan.

—¿De qué estás hablando? ¿Quién eres? —farfulló.

—¡Lo sé! ¡A mí también me gustaría quedarme más tiempo! —vociferó, luego bajó la voz para que solo él lo escuchara—. Les dije que tú me invitaste así que es mejor que me sigas la corriente con esto.

Una mujer alta con un sombrero azul de ala ancha y un vestido que mercaba su cintura lo reprochó.

—Padre Ross, ¡¿qué significa esto?! —Los miró a ambos, su boca estaba cubierta de labial rojo carmesí—. ¿Cómo pudo interrumpir al padre Kárpáthy de esta manera? Eso fue muy grosero de su parte.

—Él ni siquiera... —dijo en respuesta, pero ella lo interrumpió.

—Mi hija va a llegar en cualquier momento, tengo mi ansiedad hasta la coronilla y el amable padre nos estaba entreteniendo con su charla... educativa.

Debía estar bromeando.

—¡¿Pero de qué estás hablando, Deborah?! —intervino otra mujer, pequeña y redonda, que usaba un traje rosado—. Este joven no ha hecho más que burlarse de las Escrituras.

—Pues la verdad, yo no me había divertido en una misa hace mucho tiempo, Judith —dijo un hombre mayor de cabello rizado, riéndose. Tenía un corbatín rosa en su traje.

Judith lo miró con desaprobación.

—¡Jerry! No la apoyes.

—Eres tan retrógrada, querida —dijo Deborah haciendo un gesto con su mano enguantada—. Debemos abrirles la puerta a las nuevas generaciones.

Posó la mano en su brazo. Él la miró y sonrió de medio lado.

Un joven de barba que había estado al margen se aclaró la garganta.

—Eso que dijiste era una estrofa de New Sensation de INXS, ¿cierto?

Soltó una carcajada.

—¿La conoces?

—¡Claro! ¡Amo a INXS! —declaró.

—¡Yo también!

—¡Ya basta! —vociferó un hombre con un corte militar, que posó su mano en la cintura de Deborah. Debía ser el papá de la novia—. ¡Esto es inaudito, padre Ross! Explíquenos que significó todo esto.

—Yo ni siquiera conozco a este hombre —replicó el padre.

—¿Entonces deja que cualquier persona se suba al atril de su iglesia? ¡Eso es muy grave! —chilló Judith.

—Ustedes están exagerando, nadie resultó herido —intervino el muchacho de barba.

—¡Yo no lo dejé subir! —respondió el padre Ross.

—¿Entonces quién? —dijo el que tenía pinta de militar.

Todos se giraron para mirar al acólito que temblaba como hoja en el viento; levantó las manos en defensa.

—¡Él me dijo que usted le había pedido que hablara! Me contó de su sueño con el turul y el altar.

—¿Qué diablos es un turul? —replicó el padre Ross.

—¡Padre! ¡No hable así! —dijo Judith.

Unos pasos corriendo llamaron la atención del grupo. Era el novio. Se detuvo a la mitad de la iglesia y gritó:

—¡Llegó la novia! ¡Señor Allen!

El papá de la novia corrió por todo el pasillo del centro hacia la salida. Todos se pusieron de pie, los padrinos acomodándose en sus lugares. El padre Ross y el acólito corrieron al atril a preparar lo que faltaba.

—¡Valerie! ¡El piano! —dijo el padre. Una mujer de mediana edad vestida de rojo corrió a sentarse en el piano. Los miembros de la orquesta corrieron a tomar sus instrumentos.

El novio trotó hasta la primera fila y, al llegar frente a él, le ofreció la mano.

—Siento haberme perdido su discurso, padre Kárpáthy, tenía una llamada urgente que atender.

Puso la mano sobre el hombro del novio.

—No te preocupes, hijo. Discúlpame a mí porque no podré presenciar tu boda. Tengo una cita ineludible. Te deseo las mejores fortunas para tu boda; cuídala y hónrala como lo establece la palabra de Dios.

—¡Gracias por su presencia! Antes de irse, no olvide tomar un cinnamon roll1 —señaló a una mesa que antes le había pasado desapercibida al extremo de la tarima—. ¿Le gustan los postres?

Sus ojos brillaron, relamió sus labios.

—Los amo.

El novio asintió y se despidieron. Fue hacia la mesa, tomó un cinnamon y se dio vuelta para dirigirse a la salida; todos estaban muy ocupados como para detenerlo. Al salir, pasó junto a la novia que hablaba con su padre.

La reconoció.

Audrey Lacombe —piel morena, rizos sedosos y un conocimiento excelso en mitología europea— era amiga suya en la universidad, pero había cortado contacto con ella, como con el resto de sus amigos, hacía dos años. Cuando lo miró, él agachó su rostro, acelerando el paso.

—¿Zack? —dijo Audrey—. ¿Zack Hawkins eres tú?

Siguió caminando sin mirar atrás.

—¡Zack! —insistió.

No se dio por aludido, después de todo, era Gabór Kárpáthy en ese momento. Además, no estaba listo para esa conversación, la típica charla de amigos que no se ven hace tiempo. Imaginó todas las posibles preguntas que podría hacerle y cada posible respuesta era peor que la anterior.

«—¿Te ordenaste en la iglesia? ¿No eras ateo?

»—En realidad, estoy fingiendo ser uno de los personajes de la novela que estoy escribiendo».

«—¿Cómo le fue a la novela que publicaste?

»—Fue un fracaso tan apoteósico que solo se compara a la caída de Lucifer del cielo».

«¿Cómo vas con Janine?

»—Las cosas no funcionaron (una hermosa forma de adornar lo que en realidad pasó)».

«¿Qué has estado haciendo estos dos años?

»—He estado escribiendo novelas por dinero sin que me den el crédito».

No, no iba a pasar.

No tenía tiempo para charlas triviales, tenía una novela que terminar y tres días para hacerlo. Su pequeña obra de teatro en la iglesia era suficiente para acabar con el bloqueo que lo había atormentado los últimos días. No es como si se hubiera quedado de brazos cruzados sin escribir nada, de hecho, ya había escrito esos capítulos desde el punto de vista del padre Kárpáthy. Solo que le resultaban tan artificiales e inverosímiles que los odiaba.

Cada vez que no lograba escribir algo que lo satisficiera, se hacía pasar por sus personajes para saber qué sentían.

Ahora solo le quedaba ir a casa, sentarse a escribir, entregarle el manuscrito a Nina y...

—Mis gafas. No puedo escribir nada sin ellas.

La estación King Edward era su única esperanza, era el último lugar en el que las había visto, así que se encaminó hacia allá.

Se sentía contrariado. Por un lado, era afortunado. Ni en el más loco de sus sueños imaginó que una de sus novelistas policiacas favoritas lo llamaría a decirle que necesitaba que alguien terminara su nuevo libro. Llevaba meses bloqueada. Se había esmerado tanto en construir una amistad entre los personajes para desviar las sospechas del lector, que ya no era capaz de conducir la historia hacia la inminente revelación y muerte del culpable.

Por eso lo había contratado a él.

Se sentía como un asesino a sueldo. Era un experto en matar personajes ajenos. Nina lo había contratado para que orquestara los eventos que conducirían a la muerte de Jude. Pero nadie podía saberlo, se llevaría todo el crédito y la fama; su reputación seguiría intacta. Él ganaría una buena cantidad de dinero. Ese era el trato.

Por el otro, ella dijo que cambiaría el final. «Mi editor piensa que así llegaré a más público», fueron sus palabras. Él le dio sus mejores argumentos de por qué eso atentaba contra la historia, pero ella le recordó que no tenía ningún poder de decisión sobre su novela. Después de todo, solo era un escritor fantasma.

Si algo le frustraba de su trabajo, no era escribir historias sin recibir el crédito, sino que no pudiera elegir qué escribir. Podía escribir historias fantásticas, pero en ocasiones se veía obligado a narrar escenas que detestaba. A veces, en las noches de insomnio, imaginaba qué se sentiría tener el poder total de sus historias. Qué se sentiría reunir el valor suficiente para volver a publicar algo bajo su nombre.

Cuando llegó a la silla en que se había sentado con su madre, vio que había una mujer con un niño de brazos allí. Miró a su alrededor y se agachó a revisar debajo del asiento.

—¿Está buscando algo, padre?

Había olvidado que seguía vestido como cura. Tenía que devolver la sotana lo más pronto posible. Le pertenecía al padre Ross, la había tomado prestada de un armario que encontró mientras todos estaban distraídos con la boda.

—Sí, de hecho, sí, ¿me permite incomodarla?

Ella se puso de pie. Zack se agachó y tanteó el suelo debajo de la silla buscando sus gafas. Por un momento se sintió como Vilma en Scooby-Doo. Su mano rozó algo suave, no reconoció la forma al principio; pero cuando lo sacó a la luz descubrió que eran sus gafas envueltas en un pañuelo.

—Qué alivio, ¿no? —dijo la mujer.

—Sí —respondió, dando una leve sonrisa.

Le costaba admitirlo, pero tenía la esperanza de no encontrar sus gafas. Así tendría una buena excusa que darle a Nina Lemonov de por qué no había terminado todavía Otoño en Budapest.

Usó el pañuelo para limpiar las gafas y se las puso.

Se preguntó quién las había puesto allí.

1 En español «rollo de canela».

Sincronía

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