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Ella podía sentir las historias



(Dos años y tres meses antes)

No hay momento más extraordinario para un artista que cuando ve su creación terminada y expuesta a la vista de todos. Un metro de la línea SkyTrain de Vancouver se detuvo frente a Layla; la portada de la revista culinaria Flavours estaba impresa en el costado. Una lágrima de orgullo amenazó con asomarse; ella había preparado la comida para esa fotografía.

El ruido metropolitano se silenció a su alrededor. Relamió sus labios. La mostaza Dijon, picante y cremosa, mezclada con la miel con regusto a malta, acentuada por condimentos italianos, sal y pimienta, hizo una fiesta en su boca. El olor del pollo horneado y las papas humeantes invadió su nariz. Sus dedos acariciaron la mixtura espesa de salsa de queso cheddar, leche, mantequilla, sal y mostaza seca.

Intentó tomar una foto con su celular para mostrársela a Elijah, pero el metro reinició la marcha y le quedó borrosa. No le dio importancia, nada podría arruinarle esa dicha. Había visto su trabajo impreso en revistas, en menús, en las paredes de restaurantes, incluso en vallas de paradas de autobuses, pero nunca en el metro. Ahora la fotografía recorrería Vancouver, despertando apetitos. El deleite estremeció su estómago. Eso debía celebrarlo con una banda sonora épica.

Abrió su bolso para buscar sus audífonos. ¿A quién escuchar? ¿Hans Zimmer? Algo glorioso para celebrar el triunfo. No los encontró en el bolsillo en el que siempre estaban.

Ese momento ameritaba, mejor, algo de John Williams.

Él siempre convertía todo suceso cotidiano en algo extraordinario. Un escalofrío cruzó por su espalda. Los audífonos no estaban en ninguna parte del bolso ni de los bolsillos de su ropa.

La angustia trepó por su garganta. Para cualquier otra persona, este incidente no hubiera sido más que un molesto contratiempo, pero para Layla Bramson, suponía todo un desafío.

Llamó a su hermano mayor; era lo que siempre hacía cuando estaba en alguna emergencia. Su teléfono se fue a buzón de mensajes después de timbrar seis veces. Marcó de nuevo, él contestó después del primer timbre, arrastrando las palabras.

—¿Hola? ¿Layla?

—¡Elijah! ¡Qué bueno que contestaste!

Se demoró unos segundos en responder, bostezaba.

—¿Qué haces llamándome desde tu habitación? ¿Por qué no vienes hasta acá? —dijo, su voz adormilada.

Él tenía el sueño tan profundo que ni se había percatado de que ella había salido.

—No estoy en el apartamento, estoy en la estación King

Edward.

—¿Qué? —dijo, e hizo una pausa—. Son las cinco y media de la mañana. Los domingos son para descansar.

—Voy a ir a comprar unas provisiones para la sesión de fotos de mañana a Grandville Island.1

Él gruñó.

—Para eso tenemos un chico que hace las compras, ¿recuerdas? Se llama Craig, tiene frenillos, siempre usa botas... Él trae la comida, tú haces la magia...

—Lo sé, lo sé... Pero estuve hablando con él y dijo que nunca había comprado ruibarbos2 antes, es mejor que vaya yo misma a escogerlos.

—Él lo hará bien. Ya hemos hablado de esto, tienes que confiar en el trabajo de los demás. Ven a dormir, ¿okey? Voy a colgar.

—Vi algo grandioso —dijo rápido—, ¿quieres saber qué es?

—¿Unos deliciosas donas con glaseado de jarabe de arce?

—No. Pero podría prepararte unas si vienes con tu cámara y mis audífonos a la estación.

—Estás loca —dijo y colgó.

Inclinó la cabeza hacia atrás y soltó un quejido. ¿Pero qué estaba pensando? Sacarlo de la cama después de un concierto era casi tan imposible como convencerlo de ordenar su habitación. Se ubicó en la fila para abordar el metro y se cruzó de brazos. Perdería mucho tiempo si iba y volvía, alguien más se llevaría los mejores ruibarbos. Iba a ir al mercado sin audífonos, ¿qué tan malo podría ser?

Un par de amigos se hicieron detrás de ella en la fila. Les echó una ojeada rápida. Iban vestidos con pantalones cortos y cargaban maletas gigantes en la espalda. Uno era de baja estatura, cubierto de tatuajes y tenía cabello rizado; el otro era alto, fornido y tenía la cabeza rapada. Parecían senderistas, quizás iban a recorrer alguna de las montañas que rodeaban la ciudad.

—Irlanda es increíble —dijo uno de ellos—. Sigo impresionado con la Calzada del Gigante3. Es fantástica. Estaba ahí y pensaba «¿qué tal que en cualquier momento aparezcan los gigantes a lanzarse rocas?».

—Los gigantes son lentos, seguro alcanzas a correr antes de que te caiga una roca.

—Viejo, lo más probable es que me hubiera quedado atontado viéndolos y tomándoles fotos.

No era tan malo, estaban hablando de viajes. Le encantaba escuchar esas historias.

—¿Como te quedaste atontado mientras te hundías en las arenas movedizas?

—¿Qué más querías que hiciera? —respondió su amigo riendo—. No tenía a dónde ir.

—Pudiste haber retrocedido.

—¿Alguna vez has estado en arenas movedizas? No es como que puedas decirles «Hey, ¿saben qué? Recordé que tengo que ir a otra parte, nos vemos al rato». Cuando las pisas, tus pies se hunden porque no pueden soportar tu peso, el agua se separa de la arena y se forma un vacío alrededor de tus piernas que las hace sumergirse. Me tomó apenas siete minutos estar hundido hasta la cintura. La arena era espesa, no había forma de moverme. Me sentía atrapado en cemento, para salir necesitas la misma fuerza que para levantar más de una tonelada.

«Oh, no».

Por esa clase de cosas le gustaba usar audífonos en lugares públicos.

El asfalto se deshizo bajo sus pies. Levantó los brazos asustada, clavó la vista en el suelo; seguía intacto. Aun así, sus pies se hundían, sin apoyo alguno. Intentó levantar una pierna, pero una presión intangible le impidió moverla más de unos milímetros. Trató de usar sus manos para hacerlo, sin embargo, cuando la bajaba más allá de su cintura, se enterraba en la arena húmeda invisible. Ella metió y sacó las puntas de los dedos de aquella arena varias veces. Los miraba para cerciorarse de si se habían impregnado, pero no había ni un grano sobre ellos. Estaba anonadada, no dejaba de sorprenderla su capacidad de sentir cosas que no podía ver.

El problema era que nunca se había hundido en arenas movedizas antes; no había forma de que pudiera caminar a menos que alguien describiera cómo se sentía salir.

—Hey, ¿vas a entrar? —dijo una voz detrás.

El metro había llegado y estaba interrumpiendo el curso de la fila. Intentó mover las piernas sin efecto.

Demonios.

Giró la cabeza para ver quién le hablaba; era el de la calva. Les dio una sonrisa forzada a los dos amigos y los invitó a pasar con el brazo.

—No, adelante.

La rodearon para entrar al metro. Odiaba admitir que había estado escuchando una conversación de extraños, pero una situación como esa ameritaba que reuniera fuerzas y lo hiciera.

—¡¿Y cómo se sale de unas arenas movedizas?! —gritó.

El hombre de pelo rizado se volteó y sonrió.

—Primero debes echarte hacia atrás y arriba, recostarte sobre tu espalda y gritar por ayuda. Después debes...

Las puertas del metro se cerraron y no terminó la oración.

«Ay, no».

La única persona que podía ayudarla se había ido.

Se recostó lentamente hacia atrás con los brazos extendidos, segura de que no perdería el equilibrio porque sus piernas estaban adheridas al suelo. Un coro de risas la interrumpió. Un grupo de chicos estaba viéndola hacer su maroma. Qué vergüenza. Seguro pensaban que estaba imitando a Neo en Matrix o practicando para jugar al limbo en el cumpleaños de alguna prima.

Se sostuvo con el cuerpo doblado unos segundos, pero no se sintió liberada de ninguna forma. Enderezó la espalda de nuevo, frustrada. Necesitaba la ayuda de alguien. Un anciano pasó a su lado.

—Disculpe, buenos días —dijo para llamar su atención—, ¿puedo hacerle una pregunta?

El hombre se detuvo y asintió. Le dio una cálida sonrisa.

—Claro, señorita.

—¿Cómo cree que se sienta ser liberado de arenas movedizas? Solo... Imagínelo y descríbalo, por favor.

Echó la cabeza hacia atrás, claramente sorprendido por la pregunta. Levantó su gorra y peinó el cabello con su mano, la vista fija en el suelo. Meditó durante unos segundos y respondió:

—Para ser honesto, no se me ocurre nada, lo siento.

Después de preguntar a tres personas y no obtener una respuesta satisfactoria, llamó a Elijah de nuevo. Es decir, ¿quién tenía más imaginación para las situaciones dramáticas que él?

—¿Qué pasa? —contestó somnoliento al tercer timbre.

Le pidió que mirara si había dejado sus audífonos en la habitación. Él aceptó a regañadientes, al medio minuto le dijo que estaban sobre su cama.

—Gracias. Hazme un favor, déjalos encima de la mesa del comedor junto con tu cámara y ya voy por ellos.

—¿Para qué quieres mi cámara?

—La portada de Flavours está en el metro. Nuestra foto está en el metro. La del pollo horneado con mostaza y miel. Intenté tomarle una foto con mi celular, pero salió borrosa.

—¡Qué! ¿Nuestra foto está en el maldito metro? —exclamó Elijah—. ¡Debiste empezar por ahí! ¡Eso es increíble! Tengo que ir ya mismo a fotografiarla. Espérame quince minutos.

—Okey. Pero antes de eso, ¿cómo te sentirías si te liberaran de arenas movedizas?

—¿Qué?

—Solo responde, después te explico.

—¿Aliviado?

—Físicamente. ¿Cómo te sentirías físicamente? —insistió ella—. Imagina ese momento y descríbelo, por favor.

—Eso pasa cuando no duermes. ¿Ves? Empiezas a hacer preguntas extrañas.

—Por favor.

—Um, déjame pensar... En ninguna película que haya visto se liberan, ¿sabes? Mueren ahí.

—¡Elijah!

La arena invisible ya había cubierto su abdomen y amenazaba con alcanzar su pecho. Solo podía mover los brazos y la cabeza. De nada le servía saber que nada de eso era real si al intentar moverse, su cuerpo no le obedecía. ¿Qué pasaría si la arena llegaba a su cabeza? Si abría la boca, ¿la saborearía? ¿Se sentiría asfixiada? No tenía respuestas a eso y no quería averiguarlo tampoco. Inhaló profundo para calmarse.

—Okey, okey. Supongo que me sentiría como cuando me quité ese pantalón de cuero apretado que me prestó Roxy.

—¿Qué? ¿Por qué tenías un pantalón de Roxy?

—Ella me retó —explicó su hermano—. En fin, esa cosa me estaba matando.

—Concéntrate, por favor. Imagina que estás atrapado en arenas movedizas, estás asustado y tus piernas se están entumeciendo. ¿Qué sentirías si alguien viniera y te sacara? ¿Qué harías?

—Am, supongo que sentiría que mis piernas se liberaron de un gran peso que las aprisionaba, como si pudieran respirar. Las frotaría y movería para ver que están bien. Creo que me reiría del gran susto que acabo de pasar y les contaría a todos mi gran hazaña.

Sus rodillas se doblaron y la presión invisible desapareció. Ella se agachó en cuclillas y suspiró.

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por darme un nuevo ítem para mi lista de sensaciones agradables —improvisó Layla—. Se me ocurrió que esa podría ser una.

—Eso lo explica.

La gente decía que sostener una mentira por años requería más esfuerzo que decir la verdad, pero había comprobado que no era cierto, no en su caso. La verdad era tan extravagante e inexplicable que las mentiras sonaban más reales.

Le dijo a Elijah dónde podría encontrarla y fue a buscar agua a la máquina. Solo tenía que mantenerse alejada de todas las conversaciones mientras llegaba su hermano. No quería tener más sensaciones desagradables, había sido suficiente. De camino, pasó junto a una joven sentada en el pasillo, tocando la guitarra. Su voz era aterciopelada y ella cayó en su hechizo. Reconoció el estilo español del instrumento: la canción era Have You Ever Loved a Woman?, de Bryan Adams.

—She needs somebody to tell her that it’s gonna last forever, so tell me have you ever really, really, really ever loved a woman? —cantaba la chica.

Cuando terminó de llenar su botella, se detuvo frente a ella. Sabía cómo se sentiría la siguiente estrofa, era placentero y aterrador a la vez. Cerró los ojos y se dejó llevar.

—To really love a woman let her hold you ‘til ya know how she needs to be touched. You’ve gotta breathe her, really taste her ‘til you can feel her in your blood4.

Unos brazos rodearon su cintura, una respiración ligera recorrió su nuca y una lengua se deslizó por ese tramo de piel. Sus hombros se sacudieron por el estremecimiento. Inhaló profundo y una colonia irrumpió en su nariz. Era la de Dawson Hardy, el jefe de redacción de la revista Flavours y su cliente.

Abrió los ojos de golpe y sacudió su mano frente a su nariz para espantar aquel olor. No había nadie, solo ella y la cantante, quien la miraba intrigada. Dejó un dólar en el forro abierto de la guitarra, después buscó una silla en la que sentarse y calmar su ritmo cardiaco. Había una banca que estaba dándole la espalda a otra igual, ambas mirando hacia una plataforma diferente. Se sentó en la que daba vista a la plataforma a la que llegaría Elijah. Se dedicó a observar los metros pasar, esperando que volviera el suyo.

Miró la hora, aún era muy temprano para llamar a su papá para agradecerle. Él fue quien los había recomendado para el trabajo. El estilista de comida de la revista Flavours había sido hospitalizado después de un accidente mientras escalaba,

Dawson necesitaba alguien que terminara de tomar las fotos para la edición de mayo y los contrató.

Hacer esas fotos no fue tarea fácil; él era la personificación del perfeccionismo. Elijah y ella tuvieron que recrear decenas de composiciones, preparar una y otra vez la comida, cambiar las luces, probar distintos ángulos y variar la utilería hasta lograr el resultado que querían. Durante esa semana que trabajaron para la revista, ingirieron el café de todo el mes. Sin embargo, ese trajín era lo que amaba. Probar, equivocarse, aprender, empezar de cero, cambiar de dirección. Él éxito sabía a ambrosía cuando tenía que trabajar duro para conseguirlo.

El dilema era que ahora que el contrato entre ellos había terminado, no tenía razones de peso para no aceptar sus invitaciones a salir.

Una pareja se sentó en la silla del respaldo. No podía verlos, pero por sus voces parecían ser un hombre joven y una mujer mayor. Tomó sus cosas para levantarse, no quería escuchar más historias.

—Eso no es lo que me afecta —dijo la voz masculina—.

Mi problema es que no puedo evitar sentir cosas que no me

pertenecen.

Se quedó congelada en su lugar. Las palabras calaron hondo en su ser; ese era exactamente su problema.

—Mis personajes están tan llenos de odio que cuando escribo sobre ellos la rabia me enceguece, endurece mis puños, el rencor hace hervir mi sangre, todo... Todo ese dolor se clava en mi pecho como navajas. —Hizo una pausa—. Se siente real para mí. En esos breves momentos, todo se siente real, no puedo controlarlo. A veces escribir es conjurar una lágrima.

Por unos instantes, deseó golpear una pared gritando furiosa, hasta romper en llanto. Fue una sensación momentánea, pero tan nítida que la asustó. No quiso escuchar más, se puso de pie y emprendió la marcha hacia el baño. Palpó su pecho y se miró las manos para recordarse que nada de eso era real, que esos sentimientos no eran suyos.

La última vez que había podido evocar sentimientos había sido...

Alguien tocó su hombro.

—La próxima vez no seré tan gentil de traer tus audífonos hasta aquí. Casi se congela mi trasero en el camino, ¿sabes?

Miró a su hermano de pies a cabeza. Se había vestido como si fuera a esquiar. Sostenía la cámara en el cuello y el trípode, guardado en el forro, colgaba en su hombro. Sus ojos verdes rodeados por unas buenas ojeras.

—Eres un dramático.

Frunció el ceño y secó la lágrima que había derramado hacía unos momentos con el dedo.

—¿Estabas llorando?

—Sí, extrañaba mucho mis audífonos.

Él sonrió y pasó el brazo por sus hombros, ella abrazó su

cintura.

—¿Qué se siente saber que tu foto está en el metro? —le preguntó a su hermano.

Se encogió de hombros.

—No lo sé... Es como orgullo y felicidad mezcladas, pero... Es algo más... Definitivamente no es algo que se pueda describir con palabras, ¿sabes? Esas cosas solo puedes sentirlas.

Ella asintió.

Si le frustraba algo acerca de su don, no era que pudiera sentir las palabras, sino que no pudiera elegir qué sentir. Podía evocar las sensaciones adversas de cualquier extraño, pero no los sentimientos sublimes de las personas que amaba si ellos no los ponían en palabras. A veces, en las noches de insomnio, se imaginaba que se sentiría tener el poder total sobre su don, ser capaz de finalizar las evocaciones cuando quisiera. Miró sus audífonos blancos. Como no podía ponerle filtros a su don, ella le ponía filtros a la vida misma.

En su camino de vuelta a la plataforma, pasaron por la banca donde había estado sentada. Estaba vacía, a excepción de unas gafas que quedaron abandonadas. Se separó de su hermano

y caminó hasta la silla para recogerlas. Tenían el marco negro y las patas mordisqueadas. Intentó ver a través de ellas, pero el aumento hirió sus ojos. ¿De quién eran? ¿Serían del hombre que estaba hablando cuando se sentó allí? Las giró entre sus dedos. Lo mejor sería que las cubriera con algo, por si el dueño volvía por ellas. Él le recordó a la única persona que le había transmitido sus sentimientos de una forma tan poderosa pero que no había conocido jamás.

Zack Hawkins.

1 Península y distrito comercial de Vancouver, Canadá. Es reconocida por su mercado público.

2 Planta de tallo rojo y verde, muy similar al apio, que es usada en repostería por su peculiar sabor ácido.

3 Ubicada en la costa del condado de Antrim, Irlanda del Norte. Consta de 40.000 pilares hexagonales de basalto de origen volcánico. La leyenda dice que dos gigantes la formaron al lanzarse rocas entre sí.

4 «Para amar realmente a una mujer, deja que te abrace. Hasta que sepas cómo ella necesita ser acariciada. Tienes que respirarla, realmente saborearla. Hasta que puedas sentirla en tu sangre».

Sincronía

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