Читать книгу Sincronía - Paula Velásquez "Escalofriada" - Страница 14

Оглавление

Ella quería ser reconocida.

Él era una celebridad en secreto



Ella

(Diez meses antes)

Layla inhaló una gran cantidad de aire fresco. El cielo pintado de colores violáceos la cubría. Sus piernas pedaleaban a un ritmo constante. La bicicleta se deslizaba con ligereza por el sendero del parque Hemingdoll. Lo que le gustaba de montar cicla en las mañanas era la poca compañía que tenía; el camino estaba vacío frente a ella.

Una pieza de Michael Giacchino sonó en su iPod Shuffle. La guitarra comenzó la melodía, se le unió el xilófono en una carrerilla y por último entró el acordeón. Se repitió el ritmo, esta vez todos acompasados, acelerando en un crescendo. Se repitió de nuevo, aún más rápido. Entonces, su parte favorita: el saxofón. Fue una explosión de colores. Cerró los ojos, deleitada.

—¡Digby! ¡No! —gritó una voz aterrada.

Ella abrió los ojos y vio a un Schnauzer detener su correteo justo a su lado. Ella viró hacia la dirección contraria para alejarse de él y por poco pierde el equilibrio. Tenía el corazón desbocado, giró la cabeza lo suficiente para ver que el perro estaba bien

y había emprendido el camino de vuelta.

Volvió la vista al frente.

—¡Fíjate por dónde vas, chiflada!

—¡Lo siento! —gritó, sin voltearse a mirar.

Le costó recuperarse del susto.

Las bandas sonoras le permitían seguir escuchando lo que pasaba a su alrededor. Punto para las bandas sonoras.

El 90% de las canciones que tenía en su iPod no tenían voces y el otro 10% tenían letras que evocaban sensaciones agradables. Por tal motivo, había aprendido toda suerte de coreografías, pero se sabía muy pocas canciones.

Después de dar sus habituales vueltas al parque, llegó al apartamento de su hermano relajada. Elijah estaba en la cocina, desayunando. Empujó un plato de cereal hacia ella.

—Pensaba que hoy era tu día libre. Madrugaste igual que todos los días.

—Lo es. Solo que me gusta tener el parque para mí. —Se llevó una cucharada de cereal a la boca—. Aunque hoy había un hombre paseando a su perro. Casi lo atropello.

—¿Al hombre o al perro?

—Al perro.

—¿Un perro? No me extraña de alguien que atenta contra la vida de su propio hermano.

Layla rodó los ojos y suprimió una risa.

—No es para bromas. Si lo hubiera atropellado, no me lo habría perdonado. Incluso es preferible atropellar al dueño antes que al perrito. Además, ¿quién pasea a su perro a esas horas, de todas formas? Nunca lo había visto.

—Alguien que quería el parque solo para él, ahora tendrás que compartirlo.

—Ja.

Cuando Elijah se fue, encendió el equipo de sonido. Sonó Big legs, tight skirt de John Lee Hooker. Su hermano era aficionado al rock y al blues. Ella se fue bailando hacía la cocina para traer todos los implementos de aseo, abrió las cortinas, barrió al ritmo de la música. Le tomó dos horas hacer aseo en todo el apartamento.

Fue por su portátil y sus audífonos, se recostó en el sofá, con las piernas apoyadas en la pared. Puso el computador sobre su estómago. Buscó entre sus archivos y al encontrar el que buscaba, lo reprodujo. Se puso los audífonos. Cerró los ojos. Una voz comenzó a narrar:

La fragancia era tan maravillosamente buena que a Baldini se le anegaron de repente los ojos en lágrimas.

No necesitaba hacer ninguna prueba, sólo colocarse delante del matraz y aspirar. El perfume era magnífico. En comparación con “Amor y Psique”, era una sinfonía comparada con el rasgueo solitario de un violín. Y mucho más, Baldini cerró los ojos y evocó los recuerdos más sublimes. Se vio a sí mismo de joven paseando por jardines napolitanos al atardecer; se vio en los brazos de una mujer de cabellera negra y vislumbró la silueta de un ramo de rosas en el alféizar de la ventana, acariciado por el viento nocturno; oyó cantar a una bandada de pájaros y la música lejana de una taberna de puerto; oyó un susurro muy cerca de su oído, oyó un “Te amo” y sintió que los cabellos se le erizaban de placer, ahora, ahora, ¡en este instante! Abrió los ojos y gimió de gozo.

Se quitó los audífonos. Patrick Süskind era un genio. Miró sus brazos y los vellos estaban erizados, tenía la piel de gallina; aspiró hondo, no recordaba haber evocado un olor como ese jamás. Un olor que le recordaba con total exactitud qué se sentía estar enamorada.

Ese perfume se había hundido en su carne y había estrujado su corazón.

Pasó los pulgares por sus ojos para secar las lágrimas que habían alcanzado a asomarse. Sonrió. Su don le había traído toda clase de momentos desagradables, pero entonces, estaban esos dulces momentos en que sus sentidos despertaban algo maravilloso con total nitidez. Era entonces cuando se sentía afortunada.

Continuó escuchando el audiolibro durante cinco capítulos más, después escuchó durante una hora otro. Mientras los demás tenían grandes bibliotecas, ella tenía carpetas llenas de audiolibros. Las sensaciones eran más nítidas si las escuchaba que si las leía.

Cuando terminó, revisó su e-mail. Tenía dos nuevos seguidores en su blog.

—¿Qué dices de esto, papá? —dijo en voz alta—. Soy casi una famosa.

En realidad, tenía veinte seguidores y el blog de su padre debía tener doscientos mil.

Pero no importaba. Apenas llevaba un mes con su blog de fotografía Color a la carta. Ella lo abrió y le echó una ojeada. Había fotos de atuendos, fachadas y paisajes en los que primaba el color. Pero lo más importante, había mucha comida. Sus mejores fotos como estilista iban allí. Subió un par de fotos y las compartió en su MySpace. Había creado el blog la última vez que había cenado en la casa de sus padres. Vincent le había insinuado que un blog de estilismo de comida no podría tener tanto éxito como uno de recetas y críticas de restaurantes.

Ella era de ese tipo de personas que, si le decían que no iba a tener éxito en algo, más empeño le metía.

Entró a mirar el blog de su padre para leer las últimas reseñas. Como era usual, estaba destrozando a las pobres almas que lo habían recibido en su restaurante; lo más increíble de todo era que las invitaciones no paraban de llegar. Pedirle una reseña era cómo hacer una propuesta de matrimonio en público: si las cosas salían bien, recibirías la admiración y apoyo de todos; si las cosas iban mal, la humillación sería devastadora y te perseguiría para siempre. Era el riesgo que tenían que correr.

El diseño del blog había cambiado. Ahora había una barra lateral, con su foto y perfil profesional:

«Vincent Bramson. Reconocido crítico, autor de recetarios, columnista en el National Post y blogger. Si quieres que visite tu restaurante, escríbeme al correo info@vincentbramson.com».

Debajo había una fotografía a blanco y negro que le había tomado Elijah; aparecía sonriendo y aparentaba menos años de los que tenía.

Photoshop.

Sí, seguía molesta con él.

Había cinco recetas nuevas. Estaba segura de que nadie las leería si un estilista de comida no hubiera hecho las fotografías tan provocativas. Además, ¿a quién le servían esas recetas? ¿Rollitos de miel de maple? ¿Quién no sabía hacer eso? ¿Quién?

Cuando Elijah llegó en la noche y entró a la cocina, dio un gritillo emocionado.

—¿Qué es esto tan delicioso?

Layla estaba acostada en el sofá viendo Bob Esponja.

—Rollos de miel de maple.


Él

(Diez meses antes)

Dexter suspiró.

—Recuérdame por qué no estás durmiendo en tu casa.

—Estoy dándome una noche libre —respondió, cambiando el canal por quinta vez en diez segundos.

—Puedes darte una noche libre y quedarte en tu casa. Dame ese control, ya me hiciste perder la mitad de The Amazing Race.1

Se lo lanzó.

—No, no puedo porque si estoy allá, será inevitable volver al trabajo —respondió Zack—. Soy un trabajador compulsivo, ¿me entiendes? En cuanto al show, no es la gran cosa; gente corriendo y discutiendo de aquí para allá.

—Tú no ganarías así fuera una carrera de aquí al parque

Hemingdoll.

Dexter se sentó en el sofá.

—¡No es verdad!

—Digby tiene mejor físico que tú. ¿Cierto, Digby?

El perro que estaba acostado en el tapete levantó la cabeza para mirarlos y la ladeó un poco.

—Él se mantiene al margen de esta discusión —dijo Zack.

—Cállate y mira televisión un rato, como el resto de los

mortales.

Él no solía usar su televisor. Ni siquiera la prendía para que hiciera ruido de fondo, como suelen hacer los demás. Le gustaba trabajar en silencio o, si era necesario, con música a todo volumen. Cuando terminó el episodio de Amazing Race, Dexter dio un gran bostezo, apagó el televisor y se levantó del sofá.

—Ahí tienes el sofá para que duermas. Puedes tomar lo que quieras de la nevera, excepto mis arándanos. No los toques, no los mires, no les hables. —Lo apuntó con su dedo.

—Pero yo ni siquiera...

—Te he visto hablándole hasta a las persianas.

Intentó lucir ofendido.

—Ellas tienen muchas historias que contar.

Dexter torció la boca hacia abajo.

—¿Es en serio? Ojalá así fueras con las personas de carne y hueso. En fin. Ahí tienes computador, biblioteca, mesa de ajedrez. —Señaló los objetos mientras los mencionaba—. Diviértete. Buenas noches, Charlie.

—Buenas noches, Hannibal.

Entró a su habitación y cerró la puerta. Digby dio vueltas en su camita hasta que se acomodó y se acostó.

Encendió el computador. El navegador en incógnito estuvo abierto a los minutos, con Google esperando su próxima

búsqueda. Tamborileó sus dedos en el teclado. Un pensamiento acudió a su mente.

No, no se suponía que hiciera eso allá. Si Hannibal lo descubría, lo iba a odiar.

Fue a la nevera y destapó una gaseosa y volvió a sentarse. Miró al navegador y después a la puerta cerrada de la habitación. Se puso de pie, caminó con sigilo hasta ella y apoyó el oído. Unos leves ronquidos se escuchaban al otro lado de la puerta.

¿Cómo es que se dormía tan rápido?

Volvió a sentarse en frente al computador. La barra de búsqueda lo miraba tentadora.

¿Qué más daba? Él no tenía por qué enterarse.

Buscó la palabra «Noveland» en Google y entró al primer enlace. Noveland era una página web en la que escritores (en su mayoría aficionados) publicaban sus historias.

Él era una especie de celebridad del fanfiction allí.

Nadie podía enterarse de ese placer culposo, en especial Dexter; lo acusaría de alta traición. Sin embargo, en su defensa, podía decir que lo que hacía era una buena causa y miles de personas se sentían agradecidas con él. Tomaba historias que habían sido abandonadas hace años y las terminaba. Generalmente eran de novelas negras, de ciencia ficción, fantasía, suspenso o sobrenatural. Era un camaleón y podía imitar casi cualquier voz, de cualquier género. Sin embargo, nunca había terminado una historia de romance, lo cual volvía locas a sus fans femeninas. Tampoco escribía nada propio. Se preguntaba con frecuencia que pasaría si lo hacía, pero prefería seguir bajo la sombra de ser escritor fantasma.

Aun así, su cuenta tenía más de 380.000 seguidores. Una locura. Cuando inició sesión, encontró más notificaciones y mensajes de los que podría responder si pasaba toda la noche en ello. Sin embargo, pasó dos horas dándose a la tarea. Se divertía mucho con los comentarios y respondía los más ingeniosos o en los que le hacían preguntas. La mayoría le pedían un nuevo capítulo de Sin evidencias, una novela de misterio con un detective sarcástico que todos amaban.

Volvió a mirar la puerta cerrada.

Se suponía que era su noche libre de trabajo, pero no le pagaban por escribir fanfiction, así que no contaba como trabajo, ¿o sí?

Con eso en mente, pasó tres horas escribiendo el nuevo capítulo.

Era una lástima que no pudiera hacer ruido, porque a él le gustaba escuchar y cantar jazz mientras escribía esa novela en especial. De hecho, le gustaba cantar en general. En las fiestas solo podía hacer el paso del robot, pero era el rey del karaoke.

Al terminar, envió el borrador a su correo electrónico y dejó el computador sin evidencias de que había estado escribiendo fanfiction allí.

Cuando vio que se acercaban las cinco de la mañana, se levantó para salir a tomar aire fresco. Una caminata le haría bien.

Se levantó, estiró los brazos, abrió la nevera y tomó una botella de agua. Su cabeza comenzaba a doler. Tomó las llaves que colgaban de la pared y, con sumo cuidado, quitó el seguro. Al deslizar el primer pasador, hizo suficiente ruido para despertar a Digby. El schnauzer se levantó y ladró, fue hacia la puerta y la aruñó con sus patas.

—No, amigo, no te puedo llevar conmigo. Ni siquiera sé dónde está tu correa. Dexter se volverá loco si lo despierto tan temprano para preguntarle.

Miró a su alrededor y no vio rastro de la correa. Solo había una pelota roja que debía ser un juguete del can.

Otros dos ladridos.

—Ya va, ya va. Shh. —Se cubrió la boca con el dedo índice—. No hagas tanto ruido.

Tomó una pelota que había en el suelo. Quitó el otro seguro, abrió la puerta despacio y se deslizó fuera. Digby lo siguió.

—Solo no te vayas muy lejos, ¿eh?

Apenas salieron del edificio, echó a correr como alma que lleva el diablo.

—¡Digby!

Se fue corriendo tras él.

El schnauzer corría entusiasmado, solo deteniéndose para ver si aún lo seguía. Lo siguió a una distancia larga, con el corazón saliéndose de su pecho, los pulmones le ardían. La última vez que había corrido tanto había sido cuando se fue sin pagar de un bar y el dueño lo persiguió cinco calles.

Cuando Dexter dijo que no era capaz de correr ni hasta el parque Hemingdoll, se equivocaba, de alguna forma lo había logrado.

Digby se detuvo cuando llegaron a una amplia zona verde, era una pequeña loma. No se veía ni un alma. El cielo estaba cubierto de tonos violáceos. El canino empezó a dar saltos a su alrededor, con la vista fija en la pelota roja.

—Ah, ¿quieres esto? Pues no te lo daré.

Ladró.

—Hasta que tome agua, ¿eh? No me dejaste terminar.

Tomó cuatro sorbos seguidos de agua. Inhaló, exhaló, inhaló, exhaló.

—Está bien. ¿Estás listo?

Tomó la pelota e hizo el ademán de lanzarla. Digby siguió la trayectoria invisible de la pelota y luego volvió la vista hacia él. Ladró dos veces.

—Casi te engaño, ¿eh?

El perro puso las patas en su pierna, estaba jadeando.

—Ahora sí, ¡atrápala, Digby! Lanzó la pelota con todas sus fuerzas y la perdió de vista, se fue cuesta abajo. El perro fue tras ella y salió de su campo de visión. Corrió hasta lo más alto de la loma para ver hasta dónde había llegado. La pelota estaba cruzando el sendero para las ciclas. Entonces la vio, una ciclista venía rauda por todo el sendero. Tenía ropa deportiva, una cola de caballo alta y audífonos. El schnauzer estaba a punto de cruzarse en su camino.

Corrió detrás gritando, pero la ciclista parecía no escucharlo, no quitaba la vista del camino. Su pequeño amigo la había visto, pero siguió corriendo.

—¡Digby! ¡No!

El perro se detuvo justo al lado de la chica. Ella, al verlo, desvió en dirección contraria, y eso le hizo perder el control del manubrio por un momento. El perro cruzó el sendero, tomó la pelota y corrió de vuelta hacia él. Ella giró para mirarlo unos instantes y siguió su camino.

Manoteó con la mano libre hacia ella.

—¡Fíjate por dónde vas, chiflada!

—¡Lo siento! —respondió ella, sin siquiera voltear a mirarlo.

La miró hasta que se perdió de vista.

Digby puso la pelota a sus pies y batió la cola.

—¿Viste eso? Por locas como esa es que el mundo no es un lugar seguro para nosotros, ni nuestros corazones.

1 Reality show estadounidense en el cual equipos corren alrededor del mundo en competencia contra otros equipos. Su primera emisión fue en el 2001.

Sincronía

Подняться наверх