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LA CIUDAD DE GÚRUÈ9 SE VOLVIÓ UN LUGAR DE PEREgrinación. Cada día llega gente nueva, interesante. Este año llegaron el padre Benedito y el doctor Fernando. Dicen que son hermanos. Desde que la guerra terminó, las llegadas aumentaron. Con la construcción de la carretera asfaltada, Gúruè quedó todavía más cerca del mundo.

Hay muchos forasteros que llegan a la ciudad desde las montañas cubiertas de anturios rojos con rebordes de barro. La belleza de la tierra y de los campos de té atrae a muchos inmigrantes. Aquellos dos no parecen románticos, y mucho menos buscadores de oro. Ellos vinieron, sí, por razones diferentes. Vinieron de lejos, como quien regresa triunfante a la tierra madre.

El pueblo venera al padre Benedito y teje mitos a su alrededor. Dicen que es mágico. Solo su mirada cura todas las amarguras, por eso el pueblo entero desfila frente a él para ser tomado en el punto de mira de los ojos milagrosos. Él es un hombre de ternura, de pasiones profundas, de humildad extrema. De sonrisa abierta y el pecho cerrado. Durante la misa, sorbe las propias pala-bras con la voracidad de un declamador. Y decía cosas bellas. De fe. De poesía. Cuando habla de la familia, del padre o de la madre, llora. Quizás recuerde momentos de la crueldad de este mundo. Tal vez le haya fallecido el padre en algún combate. Acaso la familia haya perecido en una masacre. Algo grave sucedió en su vida. O no sucedió nada. Hasta puede haber sido instruido así. Las iglesias modernas explotan las emociones de los creyentes en actos teatrales.

Conocieron antes sacerdotes viejos y blancos. Sacerdote negro y joven es cosa de los tiempos de la independencia. Para aquel pueblo, la procreación es la esencia de la vida y la vida sexual es tan vital como la gota de agua. Ser sacerdote es importante, reconocen, pero más importante todavía es engendrar un heredero para seguridad social en los momentos difíciles. Murieron muchos hombres en la guerra civil y hay muchas viudas por consolar, muchas solteras esperando amor, es un crimen grave que un hombre duerma solo, sean cuales sean las motivaciones de su creencia. Causaba dolor ver a las jóvenes vivarachas frente a aquella santa presencia, tratando de acercar al macho hacia las cosas de la tierra, para que terminaran frustradas como abejas que golpeaban contra los vidrios fríos de una ventana.

No había nada de anormal en el comportamiento de las mujeres. Las nuevas creencias son las extrañas, contradictorias. Los dioses bantúes ordenan la virilidad y la fertilidad. En el sexo, la trascendencia. Los dioses celestes ordenaban también la fertilidad y la multiplicación, pero alcanzan la pureza del cuerpo en el celibato. Por eso las familias negras no aceptan de buen grado que un hijo sea ordenado. Todo hombre bello debe echar semillas al suelo. Y germinar. Henchir la tierra como las estrellas del cielo, porque la eternidad es hija de la fecundidad. Por eso las mujeres preguntaban los orígenes de aquel joven padre.

—Señor padre Benedito, ¿usted es de aquí?

—La tierra es de Dios. Como las golondrinas, yo soy de aquí, de allí, de cualquier lugar.

—¡Ah! Padre Benedito, ¿usted es de verdad hombre?

Él sonreía. Y comparaba aquel parloteo al alegre canto de las alondras que saludan el amanecer. Expresión de la libertad. Aquellas mujeres hablaban como quien juega, pero ambos sabían que el mejor veneno tiene gusto a miel.

—No sé. Soy hijo de una piedra. ¿Qué es lo que piensan de mí?

—¿Usted nunca se enamoró?

—Ya.

—¿Y entonces? Quien prueba de este vino nunca más duerme solo.

—Yo no bebo, ustedes lo saben.

—¡Qué pena, señor padre!

Las mujeres trataban de liberar las tensiones en el corazón enrejado de aquel sacerdote, asediándole la carne débil, joven y fresca. Las más atrevidas se abrían diciendo con toda libertad lo que les iba en el alma.

—Vamos, señor padre. Haga al menos un pecadito, uno solo de vez en cuando, no hace ningún mal. Hasta puede ser conmigo si quisiera; ¡vamos, señor padre!...

—Dios tiene ojos grandes, lo ve todo.

Las mujeres quieren probar que ellas existen y su presencia es más importante que todas las creencias y juramentos de este mundo para que el sacerdote conozca la real dimensión de las necesidades del cuerpo. Hay parcelas del organismo que no se alimentan de arroz, ni de remedios y palabras divinas.

—Señor padre, ¿escogió esa vida así por propia voluntad?

—Fue el destino. El llamado.

—¡Ah, qué pena, señor padre! ¡Qué desperdicio! ¿Tanta belleza solo para servir a Dios? No, no debía ser así. Es una tentación. Debía estar prohibido ordenar sacerdotes tan bonitos —porque perturban a las monjas, a las doncellas y a las mujeres casadas.

¡Ah, señor padre! ¡Usted debía ser más caritativo y matar la sed del mujerío suelto por la ciudad!

El doctor Fernando, hermano menor del sacerdote, aparentaba unos treinta años. Contrastaba con la élite burguesa de la pequeña ciudad, que se socorría de las futilidades de este mundo, exhibiendo carros de última moda y joyas grotescas de nuevos ricos, en la afirmación de grandezas imaginarias. Andaba siempre de jeans. En zapatillas y camisa de mangas cortas. A pie o en bicicleta como un campesino cualquiera. No ostentaba nada. Ni un anillo de oro en el dedo. Ni palabras complicadas en la boca. Accesible y transparente como las aguas del Licurgo, que nace en lo alto del monte. Quien lo quiere lo tiene. Solo su saber y la fuerza, porque el corazón vive en una fortaleza inaccesible.

El médico creía en la magia de los montes. En los mitos que se cuentan de lo sagrado y de lo profano, de lo mágico. Por eso escalaba, regularmente, para inspirarse en lo fantástico que reside en el pico del Namuli. Creía también en la magia de amor, y trataba a los enfermos con la terapia de amor y medicina. El pueblo venera al médico y dice que tiene manos mágicas. Basta ser tocado por él para ser curado. Las mujeres se le acercaban llenas de deseo. Apretaban el cerco.

—Doctorcito lindo, ¿usted tiene esposa?

—No, soy soltero.

—¿Tiene novia?

—No, no tengo ninguna.

—¿Por qué, doctor?

Ellos asombraban al mundo. No se puede vivir sin una gota de agua. Aquellos dos vivían en el mar seco, en un desierto sin alma hembra que espantara las pesadillas de las noches. El pueblo busca explicaciones y teje fantasías sobre mordeduras de conejos, causadoras de impotencia sexual, condenando a hombres y mujeres a noches de eterna infancia. Hace condenaciones imaginarias de los padres de ambos por haber criado conejos en la pubertad de la muchachada, acabando por destruir el brillante futuro de las criaturas. El pueblo crea fantasías en las cuales no deposita fe ninguna, y por eso las mujeres no se rinden.

—¿Pero el señor doctor es de verdad hombre?

—Soy de la familia de los ángeles, no tengo sexo.

—Ah, nosotros podíamos conseguir una doncella para que usted pruebe. O yo misma, si me quisiera, claro está. Aquí el frío es inmenso, doctor.

—Los ángeles no sienten frío.

—Usted y su hermano son tan atractivos. Encantadores. Tienen brazos que alcanzan para envolver a una mujer hasta que se sienta dentro de una concha. Ah, si yo pudiera ser llevada en las olas de esos brazos. Doctorcito lindo, ¡el día que usted quiera!...

En la cacería del amor las mujeres saben que es necesario esperar las noches de frío intenso y sin hogueras encendidas. Es necesario esperar que la fe decante y el deseo resurja nítido, con la levedad del aceite en el vaso de agua. Es necesario esperar que el bicho hombre se revire y domine todo el raciocinio. En ese tiempo, el padrecito y el doctorcito se doblegarán, porque ningún hombre sale victorioso en la lucha contra las leyes de la creación. Cuando ese momento llegue, ellos buscarán el resguardo, la sombra para serenar su furia de lobos. Y los hijos nacerán, aunque ellos no los quieran. Afortunadas serán las mujeres que estén cerca en ese instante.

Aquellos dos hermanos están desnudos de sentimientos mundanos, de poses, de bellezas de mujeres y vanidades cotidianas, son gente sana, que inspira la moral de todos los habitantes. De ojos que flotan buscando algo que vuela, que alivia, que saca la mente de las nubes y fija los pies en el suelo. Tienen un aura de ausencia, de levedad, parece que les falta algo indescriptible para completar la existencia. Tal vez el lado femenino, que completa el masculino, no el cuerpo, sino el lado sagrado, trascendente, que hace a cualquiera sentir aquella alegría de vivir, hasta en el vestir, en el sonreír. Parecen frágiles como niños crecidos en la orfandad. Ellos se acercan a las mujeres, ofrecen sonrisas y flores. En el gesto de oferta parecen buscar una reliquia perdida en los ojos de esas mujeres. Ellos soñaban con las mujeres, sí, pero mujeres de otra naturaleza, otro pensamiento. Acaso una madre o una hermana. Tal vez un útero donde se pudieran proteger de los azotes de la vida.

Están siempre uno al lado del otro, uniéndose en una especie de resistencia contra el tiempo. Protegiéndose mutuamente para que la separación no se produzca. Siempre juntos, viendo la puesta del Sol al final de cada jornada. Conversando cosas de sus orígenes y de un mundo que solo a ellos pertenece. Ellos dicen que son de allí, pero nada saben de la geografía de la tierra ni de la historia ni de los linajes. Deben de ser hijos de familias acomodadas, familias antiguas, que emigraron. Algo se sabría si el cocinero del sacerdote no fuera mudo y el curandero no fuera tan prudente, que nada dejaba transpirar. Podían al menos espiar las sábanas para confirmar si ellos eran hombres o solo santos. Algunas personas se juntan de nuevo y corren hacia la casa del régulo en busca de una respuesta.

—Señora esposa de nuestro régulo, madre de todas las madres, que conoce la historia de este pueblo desde la creación del mundo, díganos algo sobre estos jóvenes. ¿De dónde vinieron ellos?

—¿Otra vez la misma pregunta? ¿No entendieron mi explicación? ¿Quieren saber de dónde vienen ellos? Y nosotros, ¿de dónde venimos? Está bien, les digo una vez más. Es aquí, en los montes Namuli, la cuna de la Zambézia entera. Ellos vinieron, sí, para recordarnos tiempos en que la tierra era nuestra y las montañas parían vida. Aunque muchos digan que nacimos en un edén distante y de una pareja extranjera, vinieron estos para recordarnos la muerte lenta de nuestros mitos. De los tiempos en que no había hambre, cuando el paraíso original vivía en el vientre de nuestro monte y era aquí la cuna de la humanidad y de todas las especies del planeta. Vinieron para hacernos renacer. Para reunirnos en comunión con el gran espíritu y reposar en el suelo sagrado de los montes, porque aquí todo comienza y todo termina. ¿Zambézia tiene fronteras? No, porque aquí es el centro del cosmos. Todo el planeta tierra se llama Zambézia. Los montes Namuli son el vientre del mundo, el ombligo del cielo.

Nota

9 Distrito situado al norte de la provincia de Zambézia en la región de Alta Zambézia, y donde se encuentra el monte Namuli. Linda al norte con las provincias de Nampula y Niassa; al este, con los distritos de Alto Molocué y de Ile; al sur, con el distrito de Namarroi, y al oeste, con el distrito de Milange. Es la zona más elevada de la Zambézia, y en ella se cultiva el té. Posee un importante parque de reserva forestal.

El alegre canto de la perdiz

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