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JOSÉ DOS MONTES NO CONTARÍA ESTA HISTORIA SI ESTUviera aquí. No, no la contaría. Ningún hombre cuenta con placer la historia de la propia derrota. Cuando se es prisionero, una muralla aprieta la garganta y las cuerdas vocales se callan. Las amarguras forman nubes negras, que terminan en lluvia de lágrimas.

La historia de José comienza así. Que no es la mejor manera de comenzar. Porque comienza en otro lugar.

Había una vez unos navegantes que se hicieron a la mar. Iban camino a la India, en busca de pimienta y piripiri,15 para mejorar el paladar de sus comidas de bacalao y sardina. Cuando pasaban por el océano Índico, comenzaron a sentir ganas. De reposar. O de orinar. De pisar tierra firme y mirar hacia el mar. Tal vez. O fueron atraídos por el maravilloso canto de las sirenas. Atracaron.

Descubrieron que la tierra era inmensa, con hipopótamos, cocodrilos, elefantes y muchos negros. La tierra tenía once sirenas. O’hipiti, que llamaron isla de Mozambique. Nampula. Inhambane. Cabo Delgado.Zambézia. Maputo. Niasa. Tete. Gaza. Sofala. Manica.16 De todas las sirenas, Zambézia era la más bella. Los marineros la invadieron y la amaron furiosamente, como solo se invade a la mujer amada. La Zambézia bella, encantada, gritaba en orgasmo pleno: ven, marinero, ámame, yo te daré un hijo. Yo y tú, siempre juntos, creando una nueva raza. Por todas partes dejaremos marcas de nuestro amor. ¡Dejaremos un mulato en cada grano de arena, para celebrar tu paso por este mundo!

En el comienzo de todo, los pueblos de la tierra creían en Zuze, el dios del mar. Consideraban que en lo hondo del mar residían todas las maravillas de la tierra prometida. Creían que el mar era la residencia de todos los espíritus buenos. Fue por eso que miraron a los navegantes como fieles mensajeros del Gran Espíritu, porque tenían el color claro de algunos peces de aguas profundas.

Entonces los reyes vistieron sus mejores galas para recibir debidamente a los mensajeros de los dioses. Con toques de tambor, bailes y todo. Pusieron a las doncellas más lindas a contonearse en la danza del tufo y del nhambarro.17 Por otro lado, los súbditos del reino desfi-laban con gallinas, cocos, bananas, papayas, oro y marfil para ofrecer a los visitantes de lo hondo del mar. Quédense aquí, marineros, y fecunden a estas doncellas, rogaban los reyes, suelten algunas de sus semillas en estas tierras para la eterna celebración de su paso por estos trópicos.

Llevaron a los visitantes a los corrales, con venias y zalamerías, implorando: ¡escoja un novillo, marinero, escoge una cabra manchada, un carnero blanco, para que sean sacrificados en tu honor! Prepararon pociones mágicas a base de coco y dieron a los marineros. Cualquier visitante que beba de esa poción olvida el camino de regreso. Hicieron todo para que los visitantes no salieran de allí. Pero los obstinados marineros partieron sin despedida. Brujería de negro no hace efecto en el blanco, comentaron amargamente. ¡Qué equivocados estaban! Poco después los marineros regresaron, desbordados por una pasión dorada. Con cañones, fusiles, látigo y mucho vino, para hacer la limpieza de la tierra y sofocar los inconvenientes. Habían encontrado la tierra prometida.

Los navegantes corrieron de aldea en aldea, derramando sangre, profanando tumbas, pervirtiendo la historia, haciendo lo impensable. La Zambézia abrió su cuerpo de mujer y se embarazó de espinas y hiel. En nombre de ese amor se conocieron momentos de eterno tormento y las lágrimas se volvieron un río inagotable en el rostro de las mujeres. Los dolores de parto se volvieron eternos, los hijos nacían solo para morir, eran carne de cañón. El pueblo intentó, inútilmente, transformar los corazones en piedra para escapar al dolor, a la muerte, a la opresión.

Había lógica en todo aquello. El hombre apasionado lo arrasa todo para poseer a la mujer amada. Es la vida. Primero el placer del amor, en la gestación del dolor. Con náuseas y vómitos para condimentar la gravidez. El cuerpo transformado, rasgado, herido. La sangre fluyendo, en el parto de la nueva nación.

Fue así como comenzó la historia de José muchos siglos antes de su nacimiento. Es por eso que está allí, sentado en las dunas, hablando con los barcos, con el mar y con las olas. Recordando cosas de su infancia. Preguntando. ¿El tirachinas escondido detrás del granero todavía existe? Mi gatito negro, regalo de la abuela, ¿existirá? ¿Y el gallo bravo que servía al gallinero de la casa y al de la vecindad? ¿Y mi madre? ¿Estará viva mi madre? Nadie le responde. Bosteza y suspira. Ah, que añoranzas de mi monte, mi cuna, de los brazos de mi madre.

Sueña.

Con construir una casita en lo alto del monte y casarse con una dama cocinera de buenos manjares, adobados con coco, clavo y canela. Con pimienta y piripiri traídos por los marineros. Una dama bien rellena de cuerpo, a quien colocará abalorios coloridos en la cintura y en los tobillos. Que se bañe en el río y tenga sabor a algas y a la flora de los ríos. Se imagina en el umbral de la puerta, viendo la luna llegar, romántica, redonda. Encender una hoguera e iluminar la casa. Comer con afrodisíaco. Prepararse para el amor. Verla acostándose desnuda, en la estera de juncos, muy cerquita de la hoguera suave, e iniciar la danza de la serpiente, con primores ensayados en la escuela de sexo. Después acostarse al lado de ella, penetrar despacio en la casa de todos los misterios, apagar la hoguera del deseo con la lluvia de su carne. Y sembrarse. Sueña en tener un hijo mujer. Porque las mujeres nacen con una mina de oro dentro de ellas y cazan el sustento en el sudor de los hombres. No desea un hijo hombre, que nace esclavo, que es deportado, que caza el sustento en los peligros de las selvas, se vuelve ladrón y engruesa la población de las prisiones. El hombre nació para sufrir y muere lejos, por eso no lo desea.

Un escozor recorre la palma de la mano, y José masajea con la punta de una uña. El masaje llega al corazón despertando dulzuras en la mente —señal de suerte. Sonríe. Los nervios humanos tienen el poder mágico de detectar las mareas de la bonanza y de la tormenta. Es una señal, piensa él, de buena suerte, según dicen. Hoy tendré noticias. El sol no caerá antes de que yo reciba mi buena sorpresa. ¿Pero qué buenas noticias pueden suceder en la vida de un condenado?

Tal vez sea el mensaje del futuro flotando en el aire, llegándole a las neuronas como olas maravillosas. Se enciende en la mente el sueño de libertad.


José quiere quedarse allí sentado hasta que caiga la noche. Para ver la luna llegar, desde las aguas del mar. Quiere contar con cuántas estrellas se hace el manto de la noche. Quiere elegir la estrella que lo llevará a los caminos de la libertad. Ama el agitarse de las olas en la oscuridad. Ama ver las gaviotas dibujando carreteras geométricas, saludando a la noche que viene. Una voz de sirena se oye desde las aguas profundas. Aguza el oído. Era el murmullo suave de una ola suicidándose en el casco anclado de un barco muerto.

—Hola, condenado.

Vuelve la cabeza lentamente en dirección a la voz y no ve a nadie. Se frota los ojos y los lanza nuevamente al graznar intenso de las gaviotas.

—¡Hey, condenado!

Una mujer surge de la nada como una diosa. Trae en los ojos una flecha de tormenta para fulminar el corazón de los hombres.

¡Dios mío, qué linda es! Toda ella tejida de dulzura. Seguramente fue traída por Cupido. Debe de ser la Santa Valentina de los Desesperados. Dios mío, ¡qué bella es, cómo brilla!

—¿Por qué no me respondes, condenado?

José miró. Mostró desdén. Aquel tipo de mujer no era de confiar. Son las eternas cazadoras de pan en el sudor de los hombres. El sudor de los blancos y de los negros asimilados tiene sabor a dinero, pero el sudor del condenado es mal olor. Catinga de negro.

—¡Condenado!

En aquella voz, tentación y súplica, como un pájaro sediento que llora por una gota de agua. José se tapa los oídos.

— ¡Habla conmigo, condenado!

Al principio, la voz de ella era suave. Después se irritó, y finalmente se volvió agresiva. Esta vez José se vio obligado a responder.

—¿Qué quieres de mí, si nunca te vi?

—¡Ah, condenado! Entonces veme.

—¿Qué quieres que vea en ti, si no te conozco?

—Entonces conóceme.

—¿Para qué?

—Para que seamos amigos. Para que conversemos de vez en cuando. Andas siempre solo, condenado. ¿No te hace falta mujer?

—Vete, mariposa, ve y posa ese cuerpo inmundo en los brazos de los marineros.

José comprendió. Por los gestos. Por la mirada. Por las curvas del cuerpo, balanceándose como hojas de palmeras. Era una invitación para el amor de un instante, que arde como un penacho y enseguida se disuelve en ceniza y polvo. Un tumulto, una zambullida y después nada. Aquel tipo de mujer tenía amor para vender y no para dar. Él no tenía dinero para pagar.

—Tienes los pies llenos de fango, condenado.

José se mira. Los pies y las manos tienen el color de la tierra.

—¿Y qué? ¿qué tienes tú que ver con eso?

—Ven conmigo, que te daré un baño.

Entonces oye la voz de la soledad y de la desesperación. Y descubre que tiene cuerpo y no está muerto. A fin de cuentas la mujer es esto. Manta de fuego en la noche de frío. Sal de la vida. Gota de agua en el infierno del mundo. Astilla de fuego en el corazón desierto.

—No. No me gustan las mujeres como tú.

—¡Ah, condenado!

—No me gustan las mujeres de tu especie.

—¿No te gusto? ¡Pobre negro! ¡Castrado! ¡Esclavo! ¡Bruto! José la mira con mucha rabia. Y siente en el cuerpo el incubar

de una tormenta que lo hará estallar en todas las direcciones como las aguas furiosas del río y derribar todas las compuertas.

—¿Por qué me provocas?

—Porque eres cobarde. Castrado. Tienes miedo de enfrentar a una mujer. No eres hombre, condenado.

La muchacha había lanzado un trapo rojo a los ojos del toro bravo. José suelta fuego por las narices. Y entra en el ruedo. Miró hacia todas partes y no vio señales de gente, la noche caía. La agarró furiosamente y se clavó en ella como una lanza de guerra, transfiriendo toda la electricidad hacia aquel cuerpo. Gemía. En pleno orgasmo, José suspira la palabra madre, único ser que lo liga al mundo. El padre desapareció, como él, por los caminos del mundo.

No, no era amor lo que él hacía. Era guerra. Atizando sobre ella una lanza de fuego, como un violador de la floresta desierta. Y ella descubre en aquel instante que encontró el hombre que le apagaría el fuego de la ansiedad. Que le haría olvidar la existencia de otros hombres en la superficie de la tierra. Descubrió también que el hombre ideal es un tesoro inalcanzable. Descubrir uno es suerte de pocos y ella logró esa suerte.

José emergió de las aguas como un náufrago. Un toque mágico lo trasportó hacia la vida nueva. Porque el amor es exactamente esto. Secreto como la raíz de una brisa. Germinando en cualquier lugar, floreciendo en cualquier matorral y muriendo en cualquier espacio. Porque es gemelo de la luna que se esconde en las nubes y juega con los corazones románticos el juego de la gallinita ciega, va y viene al gusto de las mareas, tatuando en los corazones las marcas de su paso. Cuando el instante de amor sucede, toda la vida se renueva.

—¿De dónde vienes, condenado?

—¿Yo?

En la mente de José recordaciones del paisaje de la infancia, con el canto de las perdices saludando el amanecer. Añoranzas del toque de las marimbas a la luz de la luna, imitando el canto de las alondras. ¡Ah, mi tierra, mi monte, brazos de mi madre!

—¿De dónde vine?

—Sí, ¿de dónde vienes?

Su recorrido es igual al de todos los condenados. Fue cazado y encadenado como un criminal, sin saber el mal que había hecho. Viviendo en el campamento de los condenados, esos andrajos humanos habitados por la soledad, que olvidan la idea de regreso cuando la noche cae, enroscados alrededor de una hoguera en bohemias de desesperación, sin neones ni mujeres baratas. Solo fuego y alcohol. Y olor a tabaco virgen. Y marihuana. Y beben sura,18 mucha sura, para enseguida enroscarse en danzas embriagadas, rugiendo como locos desorbitados, abatiendo los pies sobre la tierra que levanta densas nubes de polvo, rogando plegarias a dioses imaginarios, liberando sudores que les curan la eterna tristeza. Todos ellos fueron arrastrados por la misma corriente hacia estas tierras. Para reventar peñascos y plantar cocos como zombis de la historia.

—Estás silencioso, ¿en qué piensas tú?

—¿Yo?

Nada tiene de presente. Ni de futuro. Solo un pasado de tristeza enredado en la memoria. No sabe en qué año nació. No sabrá. Ni si existe o si alguna vez existió. Es un grano de arena bailando al viento. Arrastrado a pie en la marcha más larga de su vida, caminando descalzo, durante años. Gúruè, Mocuba, Lugela, Ile, Macuse, Milange, Quelimane,19 lugares y gentes desconocidas. Descubrió que la tierra era un lugar inmenso, mucho mayor que la mirada de los mortales. Que el horizonte se renueva a medida que se alcanza. Que el punto de llegada es siempre un punto de partida. Que el dolor vuelve al hombre más duro, que la añoranza no mata, solo hiere.

—¿Cuántos años tienes?

—¿Eh? ¿Cuántos años?

¿Cuántos? ¿Cuántos pasos marcan los pies descalzos en toda la existencia? ¿Cuántos sueños caben en la cabeza de un hombre vivo? ¿Cuántas lágrimas existen en los ojos de una mujer? ¿Cuántas injurias puede un corazón sufrir? ¿Cuántas gotas de sangre caben en el cuerpo humano? ¿Cuántos años él tiene? ¿Cuántos años tuvo de libertad y cuántos fue prisionero? No sabe y ni quiere saber. Son tantos. Cuando salió de la tierra natal era impúber, pero hoy tiene las muelas del juicio y mucha barba. Ya comió mucha harina podrida y recibió muchas buenas zurras.

—¿Cómo te llamas?

—¿Yo?

Ah, qué largos son los caminos del mar. Cuán árida es la travesía del desierto. Cuán distante es el más allá de nuestros antepasados. Cuán bella es la tierra que nos vio nacer. Cuán confortable es el útero de una madre.

—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?

—¿Yo? ¿Cuánto tiempo?

Él no responde, porque ella lo sabía todo, ella sabía. Ella es chuabo y nació en medio de un palmar. El grito de su nacimiento se fundió con el grito de muerte de los condenados, azotados en los troncos hasta perecer. Nació en medio del sufrimiento y por eso sabe de todo, sabe que un condenado no tiene nombre ni patria. Los marineros civilizaban al pueblo arrancándole los ojos de la cara. Cristianizaban fornicando a las mujeres en los montes. Construyeron el nuevo mundo con espadas, cañones y látigo. Pacificaron la tierra arrancando la lengua de la boca. El jefe de los marineros gritaba a los cuatro vientos: ese es ladrón, préndanlo. Ese es fuerte, encadénenlo, véndanlo. Ese es obstinado, mátenlo. Esos son venenosos, son lúcidos, piensan, conspiran, alcoholícenlos. Son todos vanidosos, perezosos, vagos, mentirosos, esclavícenlos.

—¿Cuándo volveré a verte, condenado?

—¿Cuándo? ¿Por qué?

¿Volver? Él quería, sí, volver al tiempo de la infancia. A los tiempos de los mitos, en que creía que en lo profundo del mar florecía la vida, y que el Dios mayor había montado en las profundidades del mar un trono de diamante. A los tiempos en que todo lo que venía del mar era bendito. El pez. La tormenta. Las nubes. Que el mar era el centro de la creación divina, donde la tierra terminaba y las nubes se formaban. Él quería tanto volver a los tiempos en que el mar era camino, paraíso, secreto y misterio.

—Gusto en conocerte, condenado.

—¿Eh?

Ella se levanta. Da dos pasos y trata de partir. José vuelve a derribarla, como una azada hendiendo la tierra. Le remueve el cuerpo con manos de plantador. Y el cuerpo de ella gana la suavidad porosa de la tierra fértil, por donde el río de la vida pasa. Él era barco y marinero y ella alta mar. Y navegan suavemente. Remueven los obstáculos del camino y vuelan más allá de las estrellas. José libera todos los acordes de la canción de amor sin saber que iría a recorrer los mismos sonidos en la canción del dolor.

Despiertan del sueño y miran hacia el mundo. La luna huye en despedida, el sol está cerca. Se separan sin palabras ni besos. Tenían la seguridad de que se encontrarían, como dos prisioneros que habitan la misma jaula.

El alegre canto de la perdiz

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