Читать книгу El alegre canto de la perdiz - Paulina Chiziane - Страница 15
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ОглавлениеLA TARDE ERA PLACENTERA. HASTA LAS PERDICES REPOsaban las voces, después del almuerzo del mediodía. Los hombres y las boas en el natural gesto de pereza, rodando en las sombras para digerir el alimento del día.
El médico hace el mayor esfuerzo del mundo y da un paseo digestivo camino a la clínica donde los enfermos lo esperan. Ve a Maria das Dores sentada a la orilla de la carretera. En cuclillas. Ausente. Un sentimiento de envidia lo asuela. Un suspiro mudo se suelta: quién pudiera ser como ella. A la deriva y sin compromiso. Dormir y despertar sin nadie que la espere. Eternamente parada en el reloj del tiempo. ¿No será eso la felicidad?
—Buenas tardes, Maria.
—Buenos días.
—Ya no es buenos días. Pasa del mediodía.
—El día tiene veinticuatro horas, doctor. ¡Buenos días!
—Ah, sí, tienes toda la razón; pero, incluso así, buenas tardes, Maria.
Una respuesta mecánica. Natural y auténtica. Sin aquellas venias ni zalemas hipócritas con que el pueblo saluda a un doctor. El médico queda sorprendido. Se detiene un instante, porque las palabras de la loca se revisten de algún misterio. Provocan interrogaciones y exigen respuestas, y el médico no tiene tiempo para conversar. La invita a seguirlo.
—¿Qué haces tú ahí?
—¡Nada!
—¿No quieres venir conmigo?
—¿A dónde?
—Acompáñame en este paseo hasta a la clínica. No es lejos. Es allí, en aquella subida.
Maria no se hace de rogar. Se levanta y camina al lado del médico, en el recorrido del desconocido. En aquella pequeña ciudad todo es cerca. En pocos minutos alcanzan la clínica y se sientan uno frente al otro. Sin barreras ni formalidades. Las imágenes de la vida se fijan cuando no se espera. Solo suceden. Basta que los ojos registren en el objetivo imágenes olvidadas en el tiempo. Hablando de nada o de algo. Inconscientes de la importancia de aquel encuentro en las vidas de él y de ella.
—Dime tu nombre, Maria.
—¿Mi nombre?
Ella queda en silencio. La máscara de las sombras juega en aquellos ojos, porque la mente viajó hacia otras galaxias. Para que ella se reencuentre en un todo tendrá que subir a lo alto de los cielos, caminando muchos años-luz hasta allá, con muletas de bambú y escaleras de palo.
—Pero yo soy Maria.
—¿Solamente?
—Sí.
—Maria es nombre de mujer, nombre de madre.
¿Qué siente un hombre delante de un ser andrajoso, misterioso y totalmente loco? ¿Curiosidad? ¿Asco? ¿Piedad? El médico mira hacia Maria. ¿Qué mundo existirá dentro de ella? ¿Qué imágenes, que pesadillas, existirán dentro de ella? ¿Qué corrientes la llevaron hacia esta existencia sombría?
—¿Para qué quieres tú mi nombre?
—Para conocerte.
—¿Para qué?
—Para que seamos amigos. Para acercarme a ti y poder llamarte siempre que te encuentre. Para llevarte a casa de la mano, cuando la noche caiga. No es bueno que una mujer ande sola en la penumbra apartada de los caminos, y tú andas siempre sola.
¿No tienes miedo de los hombres malos, Maria? ¿No tienes miedo de las fieras? ¿Ni de los violadores de mujeres?
Maria oye la voz del muchacho saliendo de un lugar distante. Una mano que hace eco en el lugar más sagrado de su yo. Una voz que surge del sueño antiguo, rena-ciendo de un lugar distante.
—Dime entonces dónde habitas. Quiero saber dónde queda tu casa.
—¿Para qué?
—Para poder visitarte.
—¿Visitarme?
—Sí. Y llevarte un poco de leña para tu hoguera y apartar la neblina en las noches de frío. Para traerte una sopa caliente y una frazada. Para que no agarres artritis, ni sinusitis ni gripe.
El médico se esfuerza por reconocer los trazos de humanidad donde los otros la consideran perdida, como un muchachito pobre, en el montón de basura, tratando de rescatar los desperdicios, los restos de alimento para el propio bienestar. Porque él sabe que reconfortar al otro es reconfortarse. Es dormir con el corazón feliz, por haber ayudado a alguien a ser alguien.
Maria era una peregrina en busca de una voz distante.
—¿De dónde vienes, Maria?
—¿Yo?
—Sí. Tú.
Pregunta típica del primer encuentro. Porque las personas son como los árboles, tienen raíz. Las personas son en verdad árboles. Alegres y frescas como flores del campo. Unas son árboles en tierras áridas. Como ella. Otras, sedientas, sin hojas ni humedad, de ramas desnudas como manos que ruegan a los cielos.
—Vengo de lejos.
—¿Lejos?
—Sí. De un lugar sin nombre.
—¡Ah!
Él quiere decir algo, pero no lo logra. Porque es difícil que alguien hable de sí mismo. Quien habla de sí siempre miente. Colocando palabras dulces sobre momentos amargos. Colocando flores y velas en lugares oscuros, para esconder las espinas del recorrido.
—Háblame de tu historia.
—No tengo historia ninguna —responde Maria.
—Ah, mientes. Cada cual tiene su historia —insiste el médico—, cada día tiene su historia. Ah, Maria, tú tienes tu historia.
Las verdaderas historias están en las telenovelas. Están también en los libros, dice Maria, para despistar la curiosidad del médico.
Maria siente vértigos en la mente. Los médicos son gemelos de los sacerdotes. Curiosos. Quieren saber todo lo que los demás hacen. En el consultorio. En el confesionario. Unos usan palabras para las enfermedades del alma y otros usan medicinas para las enfermedades del cuerpo.
—Háblame un poco de tu infancia.
—¿De mi infancia?
Maria retrocede en el tiempo y celebra la infancia. Del vientre materno fue la primogénita. Ella era el orgullo, el delirio, en los brazos de la madre. Era la flor, la fiesta en el corazón del padre, que la levantaba hacia lo alto, en el saludo a la luna, gritando triunfante a pleno pulmón: ¡eres mi hija, mi reina, alma de mi madre!
—Háblame de tu nacimiento.
—¿¡Ah?!
De los orígenes guarda las más dulces memorias. Dice que no es una negra cualquiera. No nació en el matorral ni en el cañaveral. Ni al gusto de la casualidad ni por accidente. Ella fue deseada, esperada, su nacimiento celebrado. Vino al mundo en las manos de una partera blanca, en el hospital de los blancos. Fue criada con leche, miel, besos y mucho cariño. Creció en cuna de oro y en cesta de encajes. Engendrada por un negro, criada por un padre blanco. Un día el padre negro partió, el padre blanco llegó, y la vida cambió.
—¿Y la casa de tu niñez?
—Ah, mi casa.
Recuerda la casa del padre negro. De forma cónica, como un hongo de los cuentos de Alicia en el País de las Maravillas. Árboles frondosos y un verde muy verde. Mosquitos. Comida en abundancia. Risas y sueños. Felicidad pura. La casa del padre blanco, muy bella. En el barrio de los blancos. Con ventanas anchas y vidrio oscuro. Y jardín con muchas flores. Electricidad. Muebles más altos que las personas, que a la noche se confundían con los fantasmas. Comida buena, y mucha tristeza.
—¿Y tu madre?
—¡Ah, mi madre!
Maria cuenta que ella era sorda. No oía los llantos de los niños ni los reclamos del mundo. Pero oía el tintinear de las monedas cayendo en el suelo a kilómetros de distancia. Oía el entrechocar de las pulseras y de los pendientes de oro que tintineaban en los brazos, en las orejas y en los tobillos. Y oía la orden de la propia mente. Era ciega. Veía su imagen en el espejo. Y nada más. Era muy bella su madre.
—¿Y tu padre?
—Tuve dos padres. El padre negro era un hombre de valor. Arrebató a la madre de los brazos de un blanco, en una batalla mortal. El hombre blanco era un hombre de envergadura. Recuperó a mi madre de los brazos de mi padre negro. Mi padre negro era muy alto y muy bello. Mi padre blanco era muy dulce y muy tierno, bajo y redondo, como un barril de vino tinto.
—¿Dos padres y una madre?
—Sí.
—¿Cómo fue posible?
Una historia trascendente. Con redes de seducción y de traición. Maria cuenta esa historia. Sin muchos detalles, porque ella no los conoce. Todo sucedió hace mucho, mucho tiempo. Mucho antes de que el padre durmiera con la madre para que ella naciera. Érase una vez.
El negro y el blanco amaban locamente a la misma mujer. Pusieron en el desafío nombres como honra, virilidad, para enmascarar la codicia, y ambos la disputaban como un trofeo. Ella es mi muchacha, mi prieta, decía el blanco, eternamente mía. El negro replicaba yo soy Adán y ella mi costilla generadora de la vida, será mi esposa, eternamente mía. Marcaron el duelo para una noche de luna, sin padrinos ni testigos. Antes del combate ambos juraron victoria, usando las mismas palabras: por esa negra mataré o moriré. Por esa negra viviré, venceré. Fue así. Lucharon. El blanco con puños de rabia y el negro con puños de hierro. Hicieron piruetas en el dorso de la tierra, en la danza de la muerte. Desalojando las hierbas de su nido. Revolcándose en los charcos de lodo, reduciéndose a nada, cumpliendo antiguas profecías. Eres barro y lodo. Del polvo vienes, al polvo volverás. Los dos en el suelo ganando el color del polvo y del barro, en un acto de regreso a los orígenes. Tal vez para nacer otra vez. En la primera generación éramos del color de la tierra: todos negros. Con el tiempo, las razas se modificaron: por el clima, por la comida, por las formas de vida, la humanidad se diversificó. Por eso hoy estamos aquí, en una ensalada de razas.
El combate se prolongó hasta el canto de los gallos. En los puñetazos del blanco, la ceguera del amor. En los puñetazos del negro, los celos, la rabia contra la raza de los marineros, el odio por la colonización, por la esclavitud, por el látigo de los capataces. La luna se detuvo para asistir al milagro de la noche. Un negro zurrando a un blanco en un duelo de amor. Inédito. Increíble. ¡Bravo! El nombre José dos Montes será registrado en la memo-ria de Zambézia como un productor de la Historia.
Cuando la madrugada llegó el blanco estaba molido como un puré de zanahoria. Cansados de tanta lucha, se sentaron lado a lado. Por amar a la misma mujer los dos hombres se hermanan, abrazándose como solo la fraternidad sabe abrazar. Susurrando uno al otro pala-bras cansadas. El blanco, aplastado de dolores, suspiraba: ¿puede un hombre conquistar el amor por la fuerza de los puños? Ah, Dios mío, ¿por qué me trajiste al Edén? ¿Por qué me pusiste delante de los ojos la fruta más apetitosa de la existencia, si ni la puedo agarrar?
Desde lo alto, la Estrella del Alba viene e ilumina sus mentes. Se miran. Reconocieron en ellos a dos miserables, cazadores de mariposas. Arriesgándose a matar y a morir por algo que ni se palpa. Se dieron las manos y sellaron un pacto, prometiendo guardar secreto sobre aquella lucha. No vale la pena tanta guerra. En las cosas del amor, todas las razas son iguales. Corazón negro, corazón blanco, la misma locura, la misma fantasía, y en las venas la misma sangre roja. ¿Por qué luchamos? ¿Por qué nos maltratamos tanto así?, se rendía el blanco. Quédate con ella, si quieres, pero no me mates. Dejemos que sea ella la que decida con quién se queda. Ella me escogerá a mí, argumentó el negro. Conozco aquella mariposa, mozo, dijo el blanco a manera de profecía. Es un insecto volador. Sangre de piraña. Puede escogerte hoy. ¿Por cuánto tiempo?
Las previsiones del blanco se concretizarían más tarde. Los dos se sucedieron alternadamente en el corazón y en el cuerpo de ella. Al blanco amante sucedió el negro como primer marido. A quien sucedió el blanco como segundo marido. Y de nuevo el negro como amigo, amante, marido, o cualquier cosa indefinida. Los dos amándola hasta el infinito. Por ella sufriendo hasta el abismo. De tan amada, ella terminó abandonada, cumpliendo el dicho popular: ¡quien de sentimientos mata, de sentimientos muere!
Al final de la lucha se apoyaron el uno en el otro y se levantaron como buenos enemigos, y caminaron a la pata coja, como gemelos siameses ligados por el amor.
Ambos sabían que la mujer de verdad es la que camina con las piernas cerradas. Guarda el amor en el cofre del pecho. Toma la mano de su hombre y lo apoya en la construcción del mundo. Sabían, lo sabían todo. Sabían también que eran víctimas de los poderes mágicos de una sirena negra. Y vivieron todo su camino como héroes en la danza del negro y del blanco.
—¡Qué historia, Maria!
—Fue así como todo sucedió, doctor. Fue así mismo.
—¡Interesante!
El médico esperaba oír una historia de amor que comienza con flores del jardín y acaba con espinas y tormentos, porque es en la pasión donde reside la locura de la mayoría de las mujeres. Esperaba oír historias de príncipes y princesas, de castillos y sueños. Pero se equivocó redondamente. Maria habla de las historias de otros, pero no de la suya. Comienza a interesarse por aquel relato. En la familia de la loca reside la raíz del problema.
—¿Cómo llegaste a este punto?
—¡Ah, doctorcito bondadoso!
La loca retrocede en el tiempo. Recuerda aquel atardecer de fin y de principio. De los brazos del hombre de su madre, que sería, a fin de cuentas, el hombre de su vida. De sus ojos nacen lágrimas que corren como dos caudales abundantes hasta las puertas de la eternidad. Era la gestación del Licungo y del Malema,11 ríos gemelos de caminos opuestos, hijos de los montes Namuli. Que encierran mitos sagrados de lo femenino y de lo masculino, muy anteriores a la creación humana.
Ante las lágrimas, el médico se enternece. Y dibuja un mapa de probables diagnósticos. Esta mujer debe de ser de Quelimane,12 donde las sirenas se baten por la posesión de un hombre blanco para recoger el semen, engendrar un hijo y llenar el mundo con el colorido de la nueva raza.
—¿Qué vientos malos te arrastraron hacia este camino? — insiste el médico con redoblado interés.
—Ah, cosas de la vida.
—¿Qué es la vida?
—¿De verdad quiere saber?
—¡Claro!
—La vida es amar y sufrir. Recorrer como la gallinita ciega los laberintos del mundo. Andar y desandar carreteras, calles, caminos. Es ver rostros humanos, rostros vivos, muertos, inanimados y abortados.
El médico aprende los contrastes del mundo. La mujer que a la distancia parecía loca de remate de cerca se reconoce respetable
y humana. Con palabras coherentes e ideas claras. Contrastando
con los individuos que a lo lejos parecen lúcidos y de cerca se revelan locos y tiranos.
—Antes incluso de entender las cosas de este mundo —dice la
loca—, las luces se apagaron en mi camino.
—¿Por qué?
—Las luces del escenario no iluminan el día entero. Cayó la luz, cayó el telón. Caí yo.
—¿Y qué buscas en los caminos, Maria?
—Todo lo que nunca tuve. Todo lo que gané y perdí.
—Yo también, Maria. Yo también. En ese punto todos nosotros somos iguales, ¿no lo somos?
El médico se siente delante de una eremita y no de una loca.
Somos todos peregrinos en la eterna búsqueda. Siguiendo los senderos del azar hasta el ocaso de nuestras vidas. Al final de un
camino, el inicio de otro. Cuerpo y alma emparejándose, divorciándose, reconciliándose, imitando el amor del sol y de la luna.
—Sabía que yo iba vivir así.
—¿Quién?
—Mi madre.
Advirtió que el rostro de Maria cambiaba de expresión. Le sube a la mente una ola de turbulencia que le altera todo. Los
gestos en movimiento ascendente. Los ojos de quien busca algo en lo profundo de la memoria. Vio la mente transmigrando hacia
otro espacio, otro tiempo. La loca entra en trance. Matoa. Madjini. Mandiqui.13 O simplemente epilepsia. Suelta una voz chillada, como del lobo de las cavernas, y grita:
—Fue aquí.
—¿Qué cosa?
—Fue de esta sala de donde yo partí.
—¿Hacia dónde?
La loca había vencido la barrera del tiempo. Estaba en las márgenes de un pasado lejano, cumpliendo los dictados de soles muertos. El médico entra en pánico. Metempsicosis es terreno de curandero. La loca identificaba aquel lugar, y allí buscaba algo que tuvo y perdió. Tal vez haya sido de allí de donde partió hacia los caminos de la luna.
—¿Dónde están ellos?
—¿Quiénes?
—Mis niñitos.
—Aquí estamos solo dos. Nadie más.
Maria abandona la silla y recorre el corredor del hospital. El médico la persigue. Recorren los cuartos. Los cuneros. Los consultorios. De repente la loca se detiene y reclama:
—¿Dónde está el doctor?
—Soy yo.
—No, no lo eres, vamos, dime la verdad, muchachito negro. No está bien mentir. Robar es peor todavía. Yo también jugué de doctora y de enfermera y hasta de cocinera. Las personas juegan así cuando son pequeñas. Estás crecidito, no puedes mentir, dime,
¿dónde está el doctor?
—¿Cuál doctor?
—El blanco. El viejo. El calvo. El portugués. Se decía también que era sacerdote.
—¡Ah!
Hay un momento de lucidez en la mente de Maria. Recuerda. Había soldados en ese tiempo. Estaba en el corazón de una guerra. Negros y blancos en el mismo ejército, acosados por soldados invisibles, que aparecían de noche y solo atacaban de sorpresa. Libertadores o terroristas. Guerrilleros o guerreros. Se acuerda de ser transportada por soldados blancos hacia aquel hospital donde médicos y enfermeros eran blancos.
—¿De dónde sacaste esa bata blanca, muchacho negro? Sal ya de ahí, tu lugar no es ese. Tu lugar es a la entrada, en el corredor, trasportando camillas, limpiando el suelo y cambiando las sábanas malolientes de los enfermos. Tu lugar es en la lavandería, en la cocina. Ahora dime: ¿dónde está aquel médico blanco?
¿Y la monja blanca?
El joven médico recuerda. En el pasado, los empleos obedecían a las jerarquías raciales. La memoria de la mujer encalló como un navío en la arena del tiempo. No sabe que la guerra terminó, los blancos partieron y se cambió la bandera. No sabe que todavía hubo una nueva guerra y una nueva paz debajo de la nueva bandera.
—El doctor blanco partió y no vuelve más, Maria.
—¿Hacia dónde?
—Hacia su tierra.
—¿Dónde?
—En ultramar.
—¿Ultra qué?
—Ultramar. Del otro lado del mar, allá en el norte del ecuador. Somos ahora independientes. Nuestra tierra ya está en el mapa del mundo.
Los blancos estaban aquí, al lado de los negros. Amándose y odiándose como marido y mujer dentro de una casa. Pero la desavenencia y el divorcio sucumbieron al milagro del tiempo: el odio de ayer se transforma en un nuevo amor y la añoranza en el surgimiento de una nueva unión. ¿Dónde está mi blanco? ¿Dónde está mi negra? Él estuvo aquí. Ella estuvo aquí. Antes de aquel tiempo. Después de aquel tiempo. ¿Dónde está?
—Voy ahora mismo hasta allá. A pie.
—¡Es lejos! Para llegar allá tendrás que vencer el mar.
—Dónde hay un deseo, hay un camino. Llegaré. Mi vida será esa a partir de hoy. El descubrimiento del camino para allá llegar.
—¿Descubrimiento? ¿Por qué?
—Ellos se llevaron todo mi tesoro.
—¿Tesoro?
—Sí. Mis tres niñitos. Y los sustituyeron por otros que no lloran ni maman. ¿Cuánto tiempo hace que ellos se fueron?
—Hace treinta y un años. Yo soy el médico y tengo la edad de
la nueva nación.
—¿Treinta y un años? ¿Solo? ¿Le parece que fue mucho tiempo? El médico trata de mirar hacia el tiempo, su tiempo. Distante y nublado. Noche densa, compacta, sin puntitos en el cielo. El doctorcito todavía no sabe cómo se miden las distancias del tiempo. Ni de la vida. Conoce apenas el largo recorrido de la infancia de los orfanatos. La sopa de calabaza de los colegios. El frijol insípido siempre surtido de larvas y de gorgojos. La papa uniformada de las residencias universitarias, que se cuece y se sirve siempre vestida, para preservar el pudor y la virginidad de los nutrientes. Los discos voladores de las rebanadas de pan, sirviendo de guijarros para las hondas, y que hicieron memorables cacerías de pájaros. De la distancia recuerda el café maquillado con leche ácida. El aceite amargo, vistiendo las zanahorias con paladar de jabón. Del tiempo recuerda las lechugas vanidosas, con aretes de aceituna, pulseras de tomate y anillos de cebolla. Nada más que eso. Ni tierra natal, ni difunto, ni antepasado. Ni padre ni madre. En una vida hecha de libros y misas. Estudiando todas las líneas y párrafos para no desaprobar y mantener el lugar en el colegio. Para tener siempre dónde comer un plato de sopa. Tener una cama y una frazada. Y tener amigos. Y la protección de la monja, su madrina. Del pasado ellos tienen apenas una memoria.
Fueron traídos al mundo en el pico de una cigüeña.
—Ah, niñito bueno, niñito dulce. Eres el más inteligente de todos los que conocí. Niñito bonito, vaya, júrame por tus antepasados, tus santos: ¿no mataste al blanco?
—¿Yo? Algunos fueron muertos por la Historia. Por mí no, lo juro.
—¡Lindo niñito! No se puede matar a un hombre, aunque sea un blanco. ¡Nunca!
—No, no maté. Ni mataré. Cuando partieron yo todavía era un muchachito. Lo juro.
—¿No volverán?
—No, nunca más.
—Evita la palabra nunca, niñito. El sol que va después vuelve. La noche también. Hasta los muertos renacen en nuevas encarnaciones. La palabra nunca cierra las puertas del cielo, niñito, evítala.
—¿Por qué?
Maria explica. El asesino encarna el espíritu de su víctima. El negro que mató al blanco partirá de rodillas hacia la tierra del blanco. Para pagar la deuda de sangre en el árbol de los antepasados del muerto. Los blancos que mataron volverán. Para arrodillarse y pedir el perdón de nuestros antepasados. Y serán recibidos en nuestras chozas como hermanos. La sangre derramada hermana, hace un nudo, y ni la muerte lo puede separar.
—¿Tienes la seguridad, Maria?
—¡Absoluta! Así fue siempre, desde el principio del mundo. La loca persigue voces de fantasmas perdidas en el silencio
del tiempo. Grita. De miedo. De rabia contra el tiempo que se fue y no vuelve más. Lanza toda su desesperación en los corredores del hospital y el médico corrobora: Fue de aquella clínica de donde ella partió hacia el infinito. La loca se levanta. Corre. El médico corre detrás de ella, sin saber que corría atrás del propio destino. Logra agarrar a la loca que huye, sin saber que agarra en las manos el propio destino. Se ocupa de ella hasta que se serena completamente.
El médico comprende. La loca es una mujer de bien, que trata de enfrentar el mundo con manos de mujer. Caída en la miseria, pero enfrentando el fardo con valor. Sola. En la luna. Recorrer los caminos sin ton ni son no significa locura. Es una mujer hasta culta, que vive exiliada del mundo. Transmigrando hacia otros caminos, hacia otras estrellas. En nombre de la felicidad la mataron. Quebraron por dentro la balanza del tiempo, de la mente. Las agujas ya no señalan el Norte. Por eso camina lentamente, a la deriva, para alcanzar las puertas del paraíso. Sube las escaleras del templo y encuentra ruinas y desolación. Hundiéndose en los escombros de las ruinas antiguas.
Se genera un instante mágico entre la loca y el médico. El
mundo suelta misterios y los deja suspensos en la gravedad. Maria ve y oye: la voz del doctorcito es tan dulce que despierta los sentimientos adormecidos en la mente. Sus ojos, farolitos de encanto. Su sonrisa, luna llena, límpida, fresca, romántica, carita de bebé. Ay, si pudiera sostenerlo en mis abrazos, amamantarlo, como mi niñito. Ve en él una máscara de tristeza, el enigma. Soledad de un hijo sin madre. En los ojos del médico, la imagen de una mujer tierra, donde asientan todos los árboles y todas las raíces. Árboles con flores, sin flores, arbustos, hierbas, frutos. Sueña. Cuerpo de mujer. Sobre ti. Sol y sonrisa. Río y sangre. Amargura. Flores en arco iris. El principio, el fin, el universo entero.
Una vez más el médico asiste al sufrimiento humano ante el silencio del mundo. Aquella pobre mujer, fustigada por todos como una coruja, no pasaba de un pajarito perdido en el camino. ¡La pobre! Cuida de Maria como cuidaría de la propia madre, si la tuviera. Voy a darle una camiseta y una capulana14 a esta loca. Todos somos árboles con raíz al desnudo. Víctimas de la tempestad que se llama vida.
Día de Pascua. Madres e hijos están engalanados en torno del santo bautismo. La iglesia huele a leche, huele a pañales. Huele a resina y a incienso. Huele a perfume barato. La loca del río observa por la puerta. Aguza los oídos hacia las palabras que la penetran como gotas de lluvia, como si aquel sacerdote entrara en su íntimo y olfateara el dolor que la corroe.
Aquella misa era un poema de alabanza a la madre. Y el padre Benedito predicaba y cautivaba.
—Me gustan mucho los bautizos —dice el sacer-dote—. Cuando veo niños en el regazo de las madres, muero de envidia. Cuando veo un niño desobediente, me pongo triste: yo no tuve a quien obedecer. Cuando veo un hijo maltratando a la madre, sufro infinitamente: no tuve madre que me cuidara. Aprendí, por la carencia, la importancia de una madre. Me gustaría tener una madre, para alegrar mi existencia y llenar este vacío, esta ausencia. Que me transmitiera la sabiduría de las cosas terrenas y de las cosas pequeñas. Que me ofreciera una sonrisa, una flor y mucha ternura.
La loca escucha a aquel sacerdote y se asusta: ¿quién habrá sido la madre que engendró este hijo y lo perdió? ¿Cómo puede una madre separarse de un hijo tan maravilloso? Recuerda con añoranza las pequeñas nadas. Colocar el bebé en el pecho. Sonreírle. Cambiarle los pañales. Acariciarlo. Acostarlo suavemente en la cuna y verlo quedarse dormido. Hablar de él con orgullo a los amigos, parientes, a toda la gente que pasa. Él es llorón. Simpático. Comilón. Dormilón. El llanto de ayer era de angustia, pero el de hoy es una cancioncilla, un capricho, para fortalecer los pulmones. La loca quería gritar, yo también soy madre con las manos vacías. Mis hijos fueron llevados por el viento, por la tierra o por el mundo y la añoranza es mi única locura.
Ahora el sacerdote habla de amor y de cosas celestes.
La loca escucha y reacciona. No, padre, no me hable de amor, que el odio llenó todo mi recorrido. Hábleme mejor de las noches negras y sin luna. Hábleme de madres como la mía, que transforman el cuerpo de las hijas en granero y dinero.
El sacerdote vuelve a hablar de la madre. Dice que cada madre conoce el nombre de las estrellas, porque ella es también una estrella. Ella es sueño, invocación, poesía. Mira hacia la loca del río que observa por la ventana. Se emociona. Esta pobre mujer quizás haya sido madre. Tal vez haya perdido todos los hijos en los caminos de la vida.
Maria se estremece, grita. Tal vez la inspire la vergüenza de no haber logrado sostener los hijos en los brazos, como las madres delante del altar. Siente el alivio de un abrazo cayéndole en los hombros. Era el médico que la sostenía para librarla de aquella agonía. Cuando la misa terminó, la loca se sintió rodeada de atenciones de los fieles. El padre Benedito le dedica una oración breve y la invita a las misas, alentando a los creyentes a convivir con ella, porque es tan humana como los demás. Locos son parientes, decía él, pueden ser hijos, nietos, padres, hermanos, cualquiera puede enloquecer. Dice que todo ser humano es loco, y la tierra un planeta de locura. Dice también que la loca no perdió el juicio, que nada perdió. Solo partió lejos, dejando este mundo de vanidad, de maldad, para habitar paraísos distantes. Por eso ella vive en aquel mundo de pureza, en lo alto, en el trono de la libertad.