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PRÓLOGO

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Consignados ya al frente de los volúmenes anteriores, esto es, de los dos que constituyen la Historia de Santa Marta y Nuevo Reino de Granada, y del primero de la Historia de Venezuela, cuantas noticias se conocen, que son bien escasas, por desgracia, acerca de la vida del Padre Aguado, y rendido al docto franciscano el tributo que en justicia merece, por ser uno de los más autorizados historiadores primitivos de Indias, nada habría sido necesario añadir, si en un libro reciente, escrito con el propósito de rehabilitar á Lope de Aguirre, presentándolo como una de las figuras más asombrosas en la Historia del Nuevo Mundo, y como el primer mártir de la independencia de América, no se estampasen, respecto de fray Pedro de Aguado, juicios y apreciaciones que conviene recoger.

Ante todo, importa recordar que la publicación de un manuscrito inédito por la Academia, no significa que ésta dé por exactos y comprobados todos los hechos contenidos en aquél, y menos aún que acepte las opiniones y las críticas formuladas por el autor. Lo único que hace la Academia es garantizar que la obra, en su conjunto, es digna de la publicidad; y esto, y sólo esto, es lo que significa el hecho de dar á luz, sacándolas del olvido en que injustamente yacían, las Historias del Provincial de Santa Fe. La Academia afirma que por haber residido el Padre Aguado durante quince años en el Nuevo Reino de Granada, y por haber sido testigo presencial de muchos de los sucesos que relata, y recogido noticias de otros, de labios de los mismos autores, sus asertos tienen indiscutible autoridad; y que la obra es indispensable para el perfecto conocimiento de la conquista y civilización de Colombia y Venezuela; pero no dice, ni podría decir, que el autor no haya podido equivocarse, bien por mala información, bien por error de juicio, sin que esas equivocaciones influyan en el positivo valor del interesante trabajo del escritor franciscano.

Por esto no hemos vacilado en nuestras Notas, en señalar algunos errores y en rectificar algunos juicios del Padre Aguado; porque ni aquellos errores ni esas rectificaciones, quitan importancia á la obra ni amenguan el servicio que á la Historia de América ha prestado la Academía con la publicación del manuscrito; y por eso también podemos examinar los asertos á que antes aludimos, sin que nuestros juicios puedan considerarse como hijos del amor propio individual ni colectivo. Desgraciadamente, en Historia, como dijo el insigne maestro Menéndez y Pelayo, nada hay definitivo, y los que nos dedicamos á los estudios históricos tenemos que ser perpetuos estudiantes, obligados á rectificarnos á diario, porque á diario la investigación de los Archivos nos ofrece nuevos documentos, que modifican más ó menos esencialmente, hechos que teníamos por exactos y juicios en ellos basados.

De aquí que, sin violencia, y antes por el contrario, con la satisfacción propia del que persigue ante todo y sobre todo la verdad histórica, acogeríamos aquí las rectificaciones que respecto del valor de la obra de fray Pedro de Aguado y del concepto que merece Lope de Aguirre, consigna D. Segundo de Ispizua en el volumen segundo de los dedicados á Venezuela en su obra Los vascos en América, si realmente la lectura de este libro hubiese llevado á nuestro ánimo el convencimiento de la exactitud de aquéllos; pero no ha podido ser así.

El Sr. Ispizua, al pretender rehabilitar el nombre y la figura de Lope de Aguirre, examina las obras de aquellos escritores que, á su juicio, dieron origen al concepto con que ha llegado hasta nosotros, y reconoce que fray Pedro Simón, en su Sexta noticia historial, consagrada totalmente á la expedición en busca de Omagua y el Dorado, no hizo otra cosa que seguir puntualmente la relación del Padre Aguado, con tanta fidelidad, que constituye un verdadero plagio; pero añade que tampoco el padre Aguado es autor original, porque el libro X de su Historia de Venezuela está calcado sobre la relación que se supone compuso el Bachiller Francisco Vázquez. ¿Qué hay en esto de exacto?

Es indudable que fray Pedro de Aguado, para trazar la parte de su historia, en la cual describe la expedición de Orsua y las tristes hazañas de Lope de Aguirre, tuvo á la vista un manuscrito. Honrada y lealmente lo reconoce él mismo al decir: «Yo lo tengo por difycultoso que se ouiese trauado peligrosa y braua escaramuza sin peligrar nadie; y el dezillo desta suerte deue de causar la poca espiriencia que el autor que esta rrelación dio tenía de cosas de guerra, porque a qualquier uista que le dauan en que disparauan arcabuzes, la llama escaramuza y muy braua y peligrosa; y asi haze en su Istoria o rrelación de donde esto se trasunto, memoria de muchas escaramuzas, y en todas hellas no se hallará que hayan herido vn solo hombre»1.

Pero, ¿cuál fué ese manuscrito? No debió ser el de Pedro de Munguía, que sólo alcanza en su relato hasta que Lope de Aguirre llegó á la Margarita, ni el de Gonzalo de Zúñiga, que termina con la salida del traidor de la Burburata. ¿Sería el atribuído á Francisco Vázquez, que luego modificó Pedrarias de Almesto?

Todos estos relatos, y aun los escritos con posterioridad, coinciden en lo esencial, como no podía menos de suceder en los primeros, puesto que redactados por actores más ó menos principales del sangriento drama que comenzó con el asesinato de Pedro de Orsua y terminó con la muerte de Aguirre en Barquisimeto, no se proponían otra cosa que atenuar la responsabilidad de sus autores. Pero el Padre Aguado no tenía interés en agravar la culpabilidad del traidor, ni escribía su historia para disculpar á los que fueron sumisos ejecutores de las maldades concebidas por Lope de Aguirre; por esto, entre su relato y los de los demás, incluso el que se ha atribuido á Vázquez, aunque no haya prueba plena de ello, existen diferencias que no permiten afirmar en justicia que el reverendo franciscano copió al soldado de Lope de Aguirre. Es más, el manuscrito que el Padre Aguado tuvo á la vista no debió ser el de Vázquez, sino el de Pedrarias de Almesto, pues á éste y no á aquél convienen las observaciones de nuestro franciscano.

El Padre Aguado fué al Nuevo Reino de Granada hacia 1560, es decir, un año antes, poco más ó menos, de la muerte del traidor, y pudo, por ello, recoger informes y noticias de los que habían sido actores, ó cuando menos testigos de los sucesos que narra; y aunque en sus asertos puede haber alguna exageración, como puede haberla en los demás relatos de los contemporáneos, siempre hay á favor del Padre Aguado la posición desapasionada é imparcial en que éste se encontraba colocado.

Pero, por grande que sea esa exageración, ¿cabe admitir, como quiere el autor de Los vascos en América, que Lope de Aguirre fué el primer mártir de la independencia americana, y que su conducta se inspiró en las doctrinas, que supone sostenidas por los juristas, de que los conquistadores y poseedores de aquellas tierras podían arrogarse el derecho de dominio sobre ellas, haciendo caso omiso de los Reyes de Castilla, que no intervinieron en la adquisición de dichos territorios? ¿Es cierto que esa teoría política descansaba en otra: la de que el Rey, junto con la nación, el pueblo ó la comunidad, como entonces se decía, eran cosoberanos, es decir, en la negación del Poder absoluto en el Rey ó mandatario, y en la aceptación de que el depositario del Poder público era la comunidad política? No, en todo eso hay una lamentable confusión.

Es verdad que desde fines del siglo XV hasta fines del siglo XVI, hubo múltiples tratadistas en la Península que combatieron el poder absoluto de los Monarcas, como el famoso trinitario fray Alonso de Castrillo, el publicista de los caballeros en la lucha con las Comunidades, que no sólo se mostró opuesto al principio hereditario, sino casi casi á toda autoridad; como el franciscano Alfonso de Castro, en su obra De potestate legis pœnalis; como Micer Juan Costa, en su Gobierno del ciudadano; como Diego de Covarrubias, llamado el Bartolo español, en su obra Practicarum Quæstionum; como el filósofo sevillano Sebastián Fox Morcillo, en De Regni regunque institutione; como el jesuíta Luis de Molina, en De justitia et jure; como el valenciano Fadrique Furio Ceriol, defensor de la tolerancia religiosa, en su libro Del Consejo y consejeros del Príncipe; como el gran estilista y eminente teólogo fray Juan de Márquez, en El Gobernador cristiano; como Domingo de Soto, el mayor de nuestros doctores católicos; como Francisco Suárez, el Príncipe de los escolásticos, en De legibus ac Deo legislatore; como el gran teólogo Vázquez Menchaca, y como Alfonso de Orozco, Juan de Espinosa y otros, que fueron los precursores de las doctrinas que sobre el tiranicidio desarrolló más tarde el Padre Mariana.

Verdad es esto, pero no lo es menos que frente á esa corriente existió otra, defensora del carácter absoluto del Poder real, de cuya corriente fueron representantes el sabio filósofo y eminente orientalista Arias Montano; fray Domingo Bañez, en De jure et justitia; el maestro Marco Antonio de Camos, prior del Monasterio de San Agustín en Barcelona; el abogado Carballo Villas-Boas, en su Volumen primero del Espejo de Príncipes y Maestros; el doctor valenciano Cerdán de Tallada, en su Veriloquium en reglas de Estado; Bartolomé Felippe, en el Tractado del Consejo y de los consejeros de los Príncipes; el famoso fray Antonio de Guevara, que fué el publicista de la Corona durante la guerra de las Comunidades; el insigne maestro de la escuela salmantina Francisco de Vitoria, y otros que sería prolijo enumerar, así como hay que omitir, por no ser de este lugar, el sentido especial que tuvo entre nosotros la doctrina del absolutismo monárquico hasta el último tercio, casi hasta el final, del siglo XVI.

Pero no era el concepto del Poder real lo que entonces se discutía con relación á las Indias, ni siquiera, como sostiene el defensor de Lope de Aguirre, si los nuevos territorios correspondían de derecho á los Reyes ó á los conquistadores; lo que entonces se discutía era si unos y otros, Reyes y conquistadores, tenían justos títulos para hacer la guerra á los indios y reducirlos á la esclavitud. Esto es lo que dió origen á larga y ruidosa polémica entre el famoso Obispo de Chiapa, fray Bartolomé de las Casas, y el célebre humanista cordobés Juan Ginés de Sepúlveda, defendiendo aquél, con notorias exageraciones, los derechos de los indígenas, y afirmando el segundo la legitimidad de la conquista y la necesidad de la esclavitud, en sus obras De honestate rei militaris, qui inscribitur Democrates, seu de convenientia disciplinæ militaris cum christiana religione; De justis belli causis contra Indios suscepti sive Democrates, y Apologia pro libro de justis belli causis contra Indios suscepti.

La tesis de Las Casas fué mantenida, aunque interpretando de un modo más científico la doctrina aristotélica, por casi todos los teólogos, y entre ellos por hombres de la inmensa valía de Melchor Cano, Domingo de Soto y Francisco de Vitoria; pero no faltó quien, en una ú otra forma, secundase á Juan Ginés de Sepúlveda, como el jesuíta José de Acosta, el cual, en su obra De procuranda indorum salute, sostuvo el derecho de penetrar en las tierras de los indios y hacer á éstos la guerra.

Claro es que en esta polémica hubo quien salió á la defensa de los conquistadores, tan duramente fustigados por Las Casas. El defensor de aquéllos fue Don Bernardo de Vargas Machuca, gobernador y capitán general de la Margarita, quien en sus Apologías y discursos de las conquistas occidentales procuró refutar el tratado del Obispo de Chiapa: Destrucción de las Indias; pero esto puede decirse que fué una excepción, porque la doctrina general sobre la materia es la consignada por el Obispo de Charcas, fray Matías de San Martín, en su parecer sobre el escrúpulo de si son bien ganados los bienes adquiridos por los conquistadores, pobladores y encomenderos de Indias, doctrina que puede resumirse en estas líneas:

«Que los primeros conquistadores fueron tan amigos de su interese, que en todo lo que hicieron yva delante el interese, de suerte que ellos propios con sus hurtos y robos justificaron la causa a los propios naturales para justamente defenderse y no dar crédito a cosa que dixesen; e ansi sujetaron la tierra, robando y matando y no guardando, no digo ley divina, pero ni aun natural; ya estos murieron, y si algunos quedan, no son parte para deshacer lo mal hecho que todos hicieron, porque puesto que sabemos de muchos particulares el nefando modo que se tubo en el descubrir y poblar, no puede haber probanza bastante y caval para que los reyes de spaña, legitima y juridicamente no posean y tengan sujetos aquellos reinos, y por tributarios a los naturales dellos; y por tanto entienda bien el lector que esto leyere, que los reyes de spaña poseen juridicamente los reynos del Perú y las demas indias descubiertas, porque las poseen bona fide, y no puede aver probanza bastante en contrario ni suficiente; pero no obstante esto, los que fueron causa que los reynos se ganasen como se ganaron y sujetarse como se sujetaron, son obligados a restitución», etc.

Esta es, repetimos, la doctrina entonces dominante, doctrina que un siglo más tarde desarrolló y amplió Solórzano en su Política indiana, afirmando que el Rey era el propietario absoluto, el único superior político de sus dominios indianos; doctrina completamente opuesta á la que se dice sostenía Lope de Aguirre, la cual, en realidad, carecía de fundamento, porque los descubridores y conquistadores españoles no habían ido á las Indias por su exclusiva iniciativa y en su propio nombre, sino previo el consentimiento y la autorización de los Monarcas, concertando con éstos las condiciones en que habían de realizar sus descubrimientos y conquistas, y recibiendo de ellos su nombramiento y su autoridad. El descubrimiento y la conquista de las Indias no fueron empresas particulares, sino una empresa nacional; por esto, todos los descubridores y conquistadores tomaron posesión de las tierras que descubrieron ó conquistaron, en nombre de los Reyes; todos quedaron sujetos al juicio de residencia y ninguno se atrevió á declararse dueño ó soberano de los nuevos territorios; por el contrario, éstos quedaron sujetos directamente al Monarca, por formar parte integrante de sus dominios hereditarios.

Además, podrían comprenderse y aun en cierto modo justificarse esas pretensiones de independencia en un Cristóbal Colón, en un Hernán Cortés, en un Francisco Pizarro, en un Jiménez de Quesada, en un Alvarado, en cualquiera de aquellos hombres, verdaderamente excepcionales, cuyo genio y cuyas hazañas producen sorpresa y admiración; pero, ¿cómo es posible justificar la rebelión de un Lope de Aguirre? ¿Cuáles eran los títulos que éste podía presentar? ¿Qué hazañas había realizado? ¿Qué comarcas había sometido? ¿Qué le debían ni las Indias ni España?

Podrá haber, en las relaciones que hasta nosotros han llegado, exageración en la pintura de los hechos y apasionamiento en los juicios, toda vez que aquéllas fueron escritas para disculpar la conducta de sus autores, lo cual no nos interesa de momento, porque no es el objeto de estas páginas trazar la biografía de Lope de Aguirre ni juzgar su conducta. Pero el hecho de que en el fondo coincidan cuantos se han ocupado del desastroso fin de la jornada de Pedro de Orsua á Omagua y el Dorado, demuestra que cuando el Padre Aguado escribió su obra existía un estado de opinión perfectamente definido. ¿Puede censurarse al docto franciscano porque se inspirase en esa corriente, recogiendo los hechos como los exponían los que en ellos habían intervenido, siendo así que no se conocía documento alguno que pudiese servir para comprobar la exactitud ó la falsedad de esas versiones? ¿Es, acaso, que poseemos hoy nueva documentación que nos permita rectificar aquellos juicios?

Ojalá fuese así, ojalá pudiera evidenciarse la inexactitud de los crímenes que se atribuyen á Lope de Aguirre, para que la figura de este tristemente célebre personaje dejase de ser una de las más sombrías de nuestro período colonial, y el relato de su expedición de Machiparo á Barquisimeto no continuase siendo un sangriento borrón, que mancha las páginas de la Historia de la conquista de las Indias.

Con ello nada amenguaría el valor histórico de la obra del Padre Aguado, no sólo porque lo relativo á Lope de Aguirre no es en aquélla más que un incidente, sino porque no desmerece como historiador el hombre que de buena fe, utilizando cuantos medios de información tiene á su alcance, relata imparcialmente la realidad, tal como ésta se ofrece á su inteligencia, aunque luego, más afortunadas investigaciones, obliguen á rectificar su labor.

JERÓNIMO BÉCKER.

1

Libro X, cap. LXXXV, último párrafo.

Historia de Venezuela, Tomo II

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