Читать книгу Administración Pública y deuda fiscal del concursado tras la reforma de 2011 - Petra M. Thomàs Puig - Страница 5
Prólogo.
Оглавление1. Coincidirán conmigo en que no es una buena noticia que el Derecho Concursal se haya puesto tan de moda en los últimos tiempos. No tanto porque la todavía reciente y profunda renovación que experimentó ese campo normativo con la Ley Concursal de 2003 nos haya impelido, a quienes cultivamos el Derecho Mercantil y a otros, a excursionar frecuentemente por él; eso hubiera sido comprensible y lógico en quienes aspiramos a estar al día, en términos siempre relativos, en nuestra disciplina incorporando a nuestro acervo las novedades legislativas. La mala noticia es que hayamos tenido que irrumpir ahí, además de por tal novedad, por el intenso grado de aplicación que, lamentablemente, el Derecho Concursal ha experimentado en estos años.
Porque el Derecho Concursal está para lo que está, para proporcionar tratamiento ordenado a las situaciones de insolvencia del deudor, esas que, según la ley, sobrevienen cuando el tal deudor no puede cumplir regularmente sus obligaciones exigibles. Dicho de otro modo, el grado de aplicación del Derecho Concursal es directamente proporcional a las situaciones de crisis económica, pues es entonces cuando las insolvencias de deudores mercantiles y no mercantiles proliferan de modo tan habitual como indeseable. Y es también en esa vibrante aplicación cuando las leyes concursales vigentes enseñan sus virtudes y sus defectos, cuando se hace más aguda la contraposición de intereses entre los distintos afectados por la insolvencia de su deudor común, cuando, en fin, se pone a prueba si los loables objetivos de conservar y sanear la masa patrimonial afecta a la actividad del concursado (normalmente una empresa) se pueden coordinar con la satisfacción de los acreedores mediante un convenio razonable, o si, por el contrario, el camino conduce a una liquidación, como viene siendo frecuente, regida por el principio de comunidad de pérdidas.
De modo que muchos de nosotros, que llevábamos tiempo pacíficamente acampados en territorios mercantiles (el Derecho de Sociedades, de la Propiedad Industrial, de la Competencia, de la Contratación, etc.) mucho menos angustiosos y más pensados para la normalidad, nos hemos visto impulsados, como decía, a irrumpir en el Derecho Concursal. No en vano la “atenta observación de la realidad”, si es que nuestro oficio todavía nos provoca, debe implicar también eso, penetrar en los sectores de la disciplina que, en un momento determinado, son más reclamados como instrumento de solución de conflictos. Para conocerlos con la mayor profundidad posible; para analizarlos críticamente; para proponer reformas y mejoras; para procurar, en suma, que sean útiles sirviendo al fin para el que han sido predispuestos. En mi caso concreto, no puedo pasar por alto que, a mi condición permanente de profesor de Derecho Mercantil, uní durante una legislatura la condición transitoria de diputado del Congreso; justamente en la etapa en que la brusca irrupción de la crisis económica y su desenvolvimiento posterior proporcionó argumentos para elaborar o reformar un buen número de leyes, también de leyes mercantiles, y entre ellas la Ley Concursal, de la que tuve ocasión de ser ponente parlamentario en el correspondiente trámite. Tal vez ello pueda enturbiar mi juicio sobre el resultado normativo, recuperada mi condición de profesor, y por eso me parece obligado advertirlo de antemano, para que el lector de este prólogo discrimine con sensatez lo que pueda haber de crítica académica serena y lo que pueda haber de opinión condicionada. Y, por supuesto, para que conceda más valor, si cabe, al profundo análisis que, como es el caso, está detrás de la monografía que tengo el honor de prologar, en relación con un asunto ciertamente trascendental para el desenvolvimiento de cualquier procedimiento concursal, como lo es el tratamiento que tiene en la Ley, o el que debería tener, el crédito público.
2. Las circunstancias que he pretendido exponer no sólo han motivado, como decía, la creciente actualidad de los estudios concursales y su proliferación en los ámbitos académicos o profesionales. Inevitablemente han reabierto el debate sobre un gran número de cuestiones que, en mayor o menor medida, se ven sometidas a la “onda expansiva” del concurso de acreedores una vez que éste es declarado. Porque, en efecto, cuando el concurso se declara, todo el conjunto de relaciones jurídicas, derechos, obligaciones, acciones, expectativas, etc., que el concursado tenía hasta ese momento, quedan afectados por una nueva perspectiva; como igualmente ocurre a la inversa con las pretensiones que los acreedores tuvieran frente a él. Nada podrá permanecer ajeno a la nueva situación jurídica que surge con el concurso; todo quedará cubierto, con más o menos intensidad, por el tupido velo, a menudo pesado y angustioso, de los efectos de un procedimiento teleológicamente dirigido a compaginar intereses tan legítimos como contrapuestos.
En efecto, probablemente no hay otra institución jurídica con tanta fuerza expansiva como el concurso de acreedores, hasta el punto de que, bajo su “imperio”, decaen las fronteras ordinarias entre los sectores jurídicos, mezclándose lo civil y lo mercantil, lo fiscal y lo laboral, lo administrativo y lo procesal, todo ello teñido por la inquietante finalidad de afrontar una situación de insolvencia que, a menudo, conduce a repartir lo que queda ya que no se pudo conservar lo que convenía. Y así, las viejas reglas (la oportunidad de un convenio concebido como deseable, la fatalidad de una liquidación aceptada como inevitable, la comunidad de pérdidas o la par conditio creditorum, entre otras) pugnan entre sí para ofrecer la solución más adecuada, o la menos traumática, o la única posible, a tal eventualidad.
El Derecho Concursal español, todavía reciente en su configuración actual y ampliamente “removido” en el contexto de la crisis económica, a partir de 2009, conoce bien esa realidad. Construido en época de bonanza (2003 todavía lo era) con innegable resultado modernizador, se ha visto “zarandeado” por la imperiosa necesidad de hacer frente con más eficacia normativa a la espectacular proliferación sobrevenida de insolvencias y de procedimientos concursales. Así surgieron las reformas de 2009 (Real Decreto-ley de 27 de marzo), planteada como de urgencia, pero con innegable amplitud, y muy especialmente la de 2011 (Ley de 10 de octubre), ésta más pausada, preparada por un Grupo de Especialistas en el seno de la Comisión General de Codificación, y concebida en sí misma como “actualización integral” de la Ley de 2003, no como “reforma radical”, aunque ambas expresiones, tomadas del Preámbulo de la Ley de Reforma, no tengan precisamente un línea divisoria clara.
3. Es en este contexto en el que adquiere todo su valor la monografía de Petra M. THOMÀS PUIG, “Administración pública y deuda fiscal del concursado tras la reforma concursal de 2011”. Y del propio título ya podrá deducir el lector cuánto es el grado de interés que la acompaña. A poco que uno reflexione comprobará que la índole del problema es tan sencilla de plantear como compleja de resolver: cuando hay insolvencia, lo normal es que los acreedores no puedan ver satisfechas con integridad sus aspiraciones de cobro cuando llegue el momento; y cuando no hay para todos (ni para todos los acreedores, ni para todos los créditos), las reglas para ordenarles, en la medida en que condicionarán el reparto, se convierten en esenciales. Porque la cuestión ya no es que unos cobrarán antes y otros después; la cuestión es que unos cobrarán y otros no, o que si unos cobran más, otros cobrarán necesariamente menos, o no cobrarán nada. De modo que el tratamiento que reciban los distintos créditos, los criterios para graduarlos y las preferencias para pagarlos son, en buena medida, el ser o no ser del procedimiento concursal, sobre todo si éste camina indefectiblemente hacia la liquidación del patrimonio del deudor, transmutado ahora en masa activa del concurso. Y la estadística de estos últimos años revela que en torno al 90% de los procedimientos concursales iniciados, como media, terminan en liquidación y no en convenio, por más que éste fuera el objetivo, declarado como natural y prioritario, del concurso en la concepción de la Ley de 2003; no en vano una de las pretensiones de la reforma de 2011 ha sido precisamente la de flexibilizar el acceso a la liquidación, facilitar su gestión y anticiparla lo más posible cuando se presente como inevitable ya desde el principio.
Y en esas estamos; en valorar si las reglas de tratamiento de los créditos son adecuadas, objetivas y justas. En suma, en volver de nuevo, como siempre, a una cuestión tan vieja como el propio Derecho Concursal, que desde antiguo suscitó el debate de si las deudas de la masa, por su carácter prededucible, debían ser unas u otras, menos o más, o si los sistemas de privilegios, en más o menos cuantía, eran justificados y proporcionados, o si los supuestos de ejecución separada de créditos y garantías eran razonables, etc., etc. Debate que, lejos de pacificarse, no sólo ha permanecido, sino que ha cobrado polémica actualidad, tanto a partir de la Ley Concursal de 2003, como de las reformas posteriores, especialmente ésta de 2011.
4. Porque habrá que convenir que, siendo cierto que las reglas de tratamiento de los créditos deben ser cuidadosamente establecidas para que la “par conditio” no sufra más de lo debido, también lo es que no todos los créditos son iguales, o equiparables, ni por su naturaleza jurídica, ni por su “cualidad”. No lo son los que están garantizados y los que no, los laborales o los refaccionarios y los que no tienen ese carácter, los que tienen por titular a “persona ajena” o a “persona especialmente relacionada con el deudor”, los de origen extracontractual, que ostentan los llamados “acreedores involuntarios” y los que derivan de la actividad ordinaria del concursado, los que proceden de un acuerdo de refinanciación ya en estado de riesgo (el tan famoso “fresh money”) y los que estaban constituidos con anterioridad y, acaso, se comunicaron tardíamente, los que tienen por titular a un acreedor de mala fe y con acto perjudicial rescindido y los que no, etc., etc. Y tampoco lo son, a estos efectos, los privados o los que, como créditos públicos de variada naturaleza, tributarios o de la Seguridad Social, llevan consigo el prurito del interés general en su cobro.
Convendrá advertir que la predisposición a aceptar tratamientos diferenciados puede estar matizada de preferencias ideológicas o sociales a las que la cuestión no permanece ajena, como es obvio. Pero es igualmente indudable que el juicio de valor propiamente jurídico, en la medida en que pueda ser un juicio de valor autónomo, debe ir dirigido a apreciar si tal tratamiento diferenciado, razonablemente asumible, es justificado y está proporcionado, y a evitar en todo caso que el sacrificio ocasionado a unos por la preferencia a otros sea excesivo. Porque ambas cosas están directamente relacionadas, hasta el punto de que una será la consecuencia automática de la otra; no se olvide lo dicho: cuando el patrimonio a repartir es insuficiente y ya no hay para todos, el mejor trato para unos es inseparable del peor trato a otros. Así que el problema es éste, discutir cada vez, otra vez, antes y después de cada reforma, si los créditos contra la masa son los que deben ser, si los privilegios especiales y generales son los que deben ser y en qué medida deben serlo, si los créditos subordinados son los que deben ser y, por exclusión final, si deben quedar como créditos ordinarios los que deben quedar. Nada más, y nada menos, porque probablemente se trate de un debate permanente, pero distinto en cada momento histórico en función de las circunstancias socio-económicas y de los distintos intereses en juego, y, por tanto, de un debate abierto en todo caso.
5. Así planteada la cuestión, pocas dudas habrá de que la contraposición entre créditos públicos y créditos privados, a efectos de su tratamiento concursal, eleva de manera especial la intensidad de esa tradicional polémica, y quizá más en este momento y en esta coyuntura que en otros a lo largo de la historia. Que el crédito público haya participado tradicionalmente, también en la vertiente de crédito concursal, de ciertas “ventajas” que acompañan la presencia de la Administración en las relaciones jurídicas (repásense los conocidos “privilegios de la Administración”, empezando por su formulación constitucional) tal vez no resulte demasiado extraño; que esas ventajas puedan llegar a ser excesivas o desproporcionadas, con notorio desequilibrio respecto del crédito privado y que la invocación del interés general haya podido avalar un tratamiento concursal beneficioso en demasía, esto es precisamente lo que merece discusión, y en su caso crítica. Así debe aceptarse.
La monografía de PETRA M. THOMÀS PUIG contiene a estos efectos un riguroso análisis al respecto, y de innegable actualidad, pues está concebida y escrita a partir de la reforma concursal de 2011 y con el fin declarado de exponer y valorar el tratamiento de la deuda fiscal del concursado (los créditos tributarios) resultante de esa reforma. Y su valor se acrecienta, si cabe, en tanto que viene precedida de otro estudio de envergadura (“La posición de la Administración tributaria y el crédito tributario en el proceso concursal”), que constituyó su tesis doctoral, defendida en 2010 y publicada en 2011, antes, pues, de que la reforma viera la luz. Estamos, por tanto, ante un trabajo de auténtico especialista, en el más profundo sentido del término, con presunción, seguramente indestructible, de rigor, de acierto y de credibilidad, como así me consta y de lo que puedo dar testimonio directo.
Ya en la Introducción previene sin ambages contra lo que ha podido ser, y tal vez lo siga siendo, un peligro notorio: el hecho de que, en ocasiones, la ventaja desproporcionada haya derivado, incluso más que del propio tratamiento legal, de la interpretación extensiva de los instrumentos normativos o del uso desmesurado de las prerrogativas dispuestas por el legislador, quiero creer que con la mejor intención, a favor de la Administración tributaria. No oculta, pues, la autora una legítima visión crítica que, con mayor o menor intensidad, atraviesa el conjunto de la obra, desde la delimitación de la “posición singular de la Administración tributaria en el proceso concursal”, en el Capítulo Primero, hasta el análisis de la “clasificación de los créditos concursales”, en el Capítulo Quinto, pasando por los sucesivos Capítulos Segundo, Tercero y Cuarto, dedicados a “los créditos tributarios contra la masa”, “los efectos de la declaración del concurso sobre los créditos”, o “la comunicación y reconocimiento de los créditos tributarios concursales”. Nada queda fuera de consideración, ni las reformas directas de preceptos de la Ley Concursal, ni otras reformas operadas en la legislación sectorial (Ley General Tributaria, Ley reguladora del IVA, etc.) Algunos epígrafes gozan de especial interés y llamarán particularmente la atención (así, la graduación y pago en caso de conclusión del concurso por insuficiencia de masa activa, o el régimen de la compensación, o las especialidades en materia de reconocimiento de créditos, o la inversión del sujeto pasivo a efectos del IVA en entregas de inmuebles durante el concurso, entre otros asuntos). Pero el valor esencial está en el conjunto de la obra, en el examen completo, detallado, riguroso, y a menudo crítico, de todas y cada una de las recientes novedades.
6. No dudo, pues, de que la obra que el lector tiene en sus manos contribuirá con toda seguridad a ponderar, en un aspecto trascendente como lo es el tratamiento concursal del crédito tributario, el resultado normativo y práctico de una reforma proyectada, preparada, debatida y aprobada en circunstancias especialmente difíciles, y, en alguna de sus fases finales, en condiciones de premura de tiempo. Como tampoco tengo duda de que el juicio de la autora, en lo que tiene de crítica razonada, habrá de servir para afrontar posteriores revisiones, que deberían hacerse, opino, cuando la tormenta económico-empresarial haya amainado y la configuración del procedimiento concursal, en lo que fuere conveniente retocarla, pueda hacerse en un clima más sosegado, sin las urgencias y apreturas que tanto han incidido en estos atribulados tiempos que vivimos. Porque esta experiencia deberá servir para el futuro, y porque ninguna ley, tampoco la concursal, debe plantearse como eterna, por más que su estabilidad razonable resulte conveniente en determinadas coyunturas.
Escribo, en fin, estas líneas siendo 11 de octubre de 2012, exactamente un año después de que la última reforma concursal fuera publicada en el BOE Quizá no sea aún tiempo suficiente para valorar con perspectiva sus aciertos y sus errores, habida cuenta de la amplitud de su contenido. Pero puede serlo para que empiecen a ver la luz estudios doctrinales de calado, rigurosos y críticos, en las diversas materias afectadas y análisis que vayan más allá de la exposición o la valoración de urgencia. Aquí hay un buen ejemplo, continuación de una tarea elogiable y preludio de la que debe continuar produciendo la autora en beneficio del progreso jurídico y del interés general a disponer de instituciones solventes, en el ámbito concursal y en los demás. A ello la animo, con agradecimiento sincero por haberme concedido el privilegio de prologar su obra. Como animo a los potenciales lectores interesados a disfrutar de la lectura de una obra bien hecha, conscientes, como yo lo soy, de que es un auténtico privilegio, general y especial a la vez, disponer en la doctrina española de tratadistas tan sólidos como es el caso de la Doctora Petra M. THOMÀS PUIG en un momento en que los horizontes de nuestras Universidades presentan alguna que otra incertidumbre, ojalá que pasajera por el bien de todos.
Jesús QUIJANO GONZÁLEZ
Catedrático de Derecho Mercantil de la Universidad de Valladolid
A 11 de octubre de 2012.