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Alguien llamó a la puerta de la habitación. Abrí los ojos y miré por la ventana para admirar mi vista de habitación estándar. No había mucha diferencia con la que tenía la suite presidencial, excepto por el hecho de que, a esa altura, parecía que el día estuviera más nublado. Aunque, claro, puede que me lo pareciera por cómo me había ido todo hasta el momento: nuboso con posibilidad de tormenta.

—¡Váyase! —grité—. ¡Estoy intentando dormir!

Volvieron a llamar y, esa segunda vez, cogí el iPhone y, con ayuda de la aplicación traductora, grité en chino el equivalente de lo que acababa de decir.

Likai! Likai!

Me pareció más educado que responder con un «que te jodan» que, por otro lado, es lo que me habría apetecido hacer. Mi historia de amor con China había terminado.

—Señor Manson —empezó a decir una voz de hombre—, tengo que hablar con usted de un asunto de gravísima importancia.

—¡Si es usted periodista, váyase a la mierda!

—No, señor Manson, no soy periodista. Se lo prometo. Por favor, ¿podríamos hablar? Solo será un minuto. Le aseguro que será beneficioso para usted.

Su inglés era lo bastante bueno como para convencerme de que, al menos, podía abrir la puerta y escucharle.

Me levanté de la cama y abrí la puerta de la habitación. Al otro lado había un chino de unos cuarenta y tantos años. Vestía con un par de vaqueros, gafas de sol y una chaqueta de cuero negro. Colgados del cuello llevaba varios collares de plata y, en sus huesudos dedos, una colección de anillos grotescos. Parecía una versión china de Keith Richards.

—¿Es usted Scott Manson?

—Sí.

—Discúlpeme, señor Manson. Sé que, dadas las circunstancias actuales, lo que voy a preguntarle puede resultar un poco extraño, pero ¿nos habíamos visto antes?

—No sé si lo recuerda, pero es usted el que ha llamado a la puerta de mi habitación.

—Por favor, responda a la pregunta. ¿Nos habíamos visto antes?

Lo pensé unos instantes.

—No, yo diría que no.

—¿Está usted seguro?

—¿A qué viene esto? ¿Acaso es usted policía? Habla usted como la policía.

—No, no soy policía pero, por favor, responda a la pregunta.

—Sí, estoy seguro de que no nos hemos visto jamás. Creo que recordaría los collares y los anillos. Por no mencionar la loción para después del afeitado de David Beckham.

—¿Me he puesto demasiada?

Me encogí de hombros.

—Eso depende de si le gusta o no cómo huele. A mí, desde luego, no me gusta. Siempre he pensado que se la fabrican los mismos que le destilan el whisky. No es más que alcohol.

—Puede que tenga razón. —Sonrió—. Bueno, ya que usted asegura, señor Manson, que no nos conocemos, deje que me presente. Mi nombre es Jack Kong Jia, el dueño de la Compañía Minera Nueve Dragones.

Hizo una pausa para dejar que asimilara lo que acababa de decirme. Cosa que hice enseguida. De inmediato, empecé a sentir un gran peso sobre la cabeza. Me recordó a una vez en la que tuve que pelotear en un programa de la tele con uno de esos antiguos balones de cuero con costuras. Alguien lo había mojado y, cada vez que tenías que rematar de cabeza, era como cabecear una bola de cañón. Cuando juegas con un balón así, es imposible no preguntarse cómo son capaces de decir dos palabras seguidas los presentadores del Gillette Soccer Saturday. Puede que esa sea la verdadera razón de que la ITV cancelara Saint and Greavsie.

—Dado que admite usted que no nos hemos visto nunca, convendrá conmigo en que no es posible que lo hubiera contratado para entrenar al equipo de fútbol Shanghái Xuhui Nueve Dragones.

—No lo entiendo. ¿Me está diciendo que usted es el señor Jack Kong Jia?

—No, no es que yo lo diga, es que lo soy. Soy Jack Kong Jia, señor Manson, y, como es evidente que aún no me cree, voy a demostrárselo.

Me tendió su pasaporte y, después de superar la sorpresa que me supuso que los pasaportes chinos estuvieran en chino y en inglés, sentí que se me caía el alma a los pies al comprobar que, en efecto, aquel hombre se llamaba Jack Kong Jia. En el pasaporte también decía que se dedicaba a los negocios y que estaba soltero.

—Entonces ¿con quién me reuní?

—¿Le enseñó el pasaporte?

—No.

—En ese caso, cabe la posibilidad de que nunca lo descubramos. Ahora bien, si me deja entrar, puede que encontremos respuesta a esa pregunta y a muchas otras.

—Sí, claro, creo que será mejor que pase.

Una vez en la habitación, cogió el mando a distancia de la mesita de noche y encendió la televisión.

—Voy a enseñarle una cosa. Para acabar de disipar todas sus posibles dudas acerca de quién soy. —Empezó a cambiar los canales—. Resulta que, ahora mismo, estoy en el Bloomberg Channel, en un programa llamado Market Makers, hablando del incierto futuro de la economía china y de que nuestro mercado de acciones está sobrevalorado; algo que, por otro lado, estamos empezando a corregir. Sí... Ahí estoy... hablando con Stephanie Ruhle. Es atractiva, ¿no le parece?

Me quedé un rato mirando la televisión, el tiempo suficiente para darme cuenta de que, muy probablemente, aquel hombre fuera quien decía que era. Luego le devolví el pasaporte.

—¿Empieza a ver cuál es el problema? —me preguntó mientras apagaba la televisión.

Asentí.

—Mierda... Sabía que algo iba mal en cuanto he bajado del avión. Se suponía que iban a pagarme una bonificación por firmar el contrato, pero no me han hecho ningún ingreso.

—Siempre digo que, hoy en día, en el mundo de los negocios, lo único en lo que puedes confiar es en el dinero. La palabra de una persona no vale nada frente a la seguridad que te da una transferencia a través de la red de teleprocesamiento interbancaria.

—Y lo de la revisión médica.

—¿Qué pasa con la revisión médica? —Jack Kong Jia se echó a reír—. ¿Le han dicho que tenía que hacerse un chequeo? No es necesario en el caso de los entrenadores. Incluso con los jugadores es algo que podría arreglarse. A decir verdad, aquí, en Shanghái, puedo arreglar cualquier cosa. En especial, las revisiones médicas. Si lo sabré yo. —Sonrió—. Tengo una ligera cardiopatía, un agujerito en el corazón, que, por algún motivo, nunca aparece en mis chequeos habituales. Aunque, claro, de lo que acaba de suceder se ha enterado todo el mundo.

—Sí, me temo que así es. Mire, no entiendo nada. ¿Quién iba a querer dejarme como un idiota? ¿Y además en China?

—No a usted, señor Manson. Esto no va por usted, siento decepcionarlo, sino por mí. Alguien se ha tomado muchas molestias para suplantar mi identidad y poner en entredicho mi empresa. Usted no ha sido sino una herramienta para conseguirlo y no sabe cuánto lo siento, dado que lo admiraba cuando era entrenador del London City.

—Pero si fui al estadio. Vimos un partido contra el Guangzhou Evergrande en un palco privado. Al día siguiente me invitaron a un paseo por el Yu Garden. Pero ¡si hasta conocí a algunos de los jugadores! Todo parecía de lo más real.

—Es probable que se tratara de uno de los palcos VIP que ofrecemos a los altos ejecutivos. ¿Era el de las azafatas y el champán Krug?

Asentí.

—En cuanto a lo de la visita por el estadio y lo de conocer a los jugadores, es un servicio que cuesta cinco mil yuanes. Unas quinientas libras. Lo han engañado, señor Manson. Y lo han engañado muy bien. Es probable que la persona a quien contrataron para suplantarme fuera un actor. Una persona con cierta habilidad, al parecer, pues no doy por hecho, ni por un instante, que sea usted tonto de remate.

—Joder.

—Eso mismo digo yo.

—Si es actor, quizá podamos dar con él. Ha cometido un delito.

El señor Jia, el verdadero señor Jia, esbozó una sonrisa de compasión.

—Shanghái tiene veinte millones de habitantes. Y, aunque consiguiéramos dar con él, ¿de qué nos serviría? El daño ya está hecho.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué le interesaría a alguien hacer esto?

—Oh, es muy sencillo. Mire, estaba... bueno, el equipo estaba a punto de contratar a dos futbolistas de clubes ingleses para que vinieran a jugar en unos pocos meses. Cuando acabase la temporada en Inglaterra. Esos dos jugadores, que son muy conocidos, por cierto, puede que estén acabados en la Premier League, pero aquí les habríamos pagado un salario de grandes estrellas y, casi con toda seguridad, habrían supuesto esa pequeña diferencia que necesitamos para destacar sobre nuestros rivales. Por no mencionar la estupenda oportunidad publicitaria y económica que eso implicaría. Sin embargo, lo que acaba de decir usted en la conferencia de prensa los hará recapacitar. Nadie en su sano juicio va a firmar por el Nueve Dragones cuando los periódicos de la tarde publiquen lo de que se marcha usted antes de haber empezado siquiera. Aunque les paguen cien mil libras a la semana. Ha sido usted muy elocuente, señor Manson. No le han pagado el incentivo por firmar el contrato. La estancia que le han asignado no es adecuada. Ha habido unos cuantos insultos calculados. Racismo. Los jugadores de los que le he hablado son negros. Me temo que ha conseguido usted que parezca que no se puede confiar en nosotros ni por un segundo, ¿no le parece?

Asentí.

—Sí, pero ¿quién iba a querer hacerle a usted una cosa así?

—Estamos en Shanghái, señor Manson. A mediados del siglo XIX, los marineros utilizaban el nombre de esta ciudad para referirse, indistintamente, a «robar», «tomar prestado y no devolver» y «secuestrar». A decir verdad, casi nada ha cambiado desde entonces. Aquí tienen lugar muchas actividades deshonestas que se hacen pasar por prácticas mercantiles normales y corrientes. Aquí, la ética y los negocios no van de la mano, como en el centro de Londres.

—No tengo tan claro que allí sea así.

—Sí, ya, soy consciente de que la situación tampoco es perfecta en Londres, pero, por imperfecta que le parezca, señor Manson, si la comparamos con la capital inglesa, esta ciudad es el Salvaje Oeste. Hay regulaciones, sí, pero nadie obliga a cumplirlas y, si alguien lo hace, pues lo sobornan y asunto arreglado. Dado que soy un hombre rico, de los más ricos de Shanghái, es normal que tenga enemigos, y no solo en el mundo de los negocios, sino también en el mundo del fútbol. Aquí, en China, aún no hemos aprendido a apreciar eso de la deportividad. Aquí, lo que importa es ganar y poco más. Quedar entre los cuatro primeros puede estar bien para el Arsenal, pero aquí no sirve de nada. En chino tenemos una frase que dice: «“Segundo puesto” no es sino un eufemismo acuñado por los perdedores para describir el fracaso».

»Si tuviera que apostar, diría que esto ha sido cosa de uno de mis rivales de la Superliga, que ha intentado acabar con nuestras posibilidades de contratar talento europeo. Lo más probable es que haya sido el Shanghái Taishan, que es nuestro rival más fuerte. Me dan ganas de decir eso de «Olvídalo, Jack, es Chinatown», solo que esto no voy a poder olvidarlo. Siento tener que decirle que debemos ofrecer otra rueda de prensa en la que admitirá usted que se ha equivocado. Mañana. Aquí, en este mismo hotel. En la misma sala de conferencias. Déjeme a mí los preparativos. Nos sentiremos avergonzados y nos perderán el respeto, pero así es como se hacen las cosas en China. Hay que admitir que se ha equivocado uno. Puede decir usted que lo engañaron y, luego, cagarse en todo. Ahora bien, asegúrese de no decir algo como «todos los chinos son iguales». Eso solo empeoraría las cosas.

Negué con la cabeza.

—Desde luego, el actor no se parecía a usted. Pero claro, tampoco estábamos seguros de qué aspecto tenía usted. No encontramos fotos suyas en Google.

—Intento mantenerme alejado de los focos, señor Manson. La aparición en el Bloomberg Channel ha sido mi debut en la televisión.

Me acerqué a la ventana y observé el horrible paisaje de rascacielos y letreros de neón. Si aquel era el futuro, los unos y los otros encajaban bien en él y, por primera vez desde que había dejado el London City, en Atenas, deseé no ser una persona tan de principios. Echaba de menos Londres y, en especial, echaba de menos a la gente de mi equipo, que era como los consideraba todavía, de mi equipo. Era el primer sábado de enero. El City se enfrentaba al Arsenal y yo habría estado eligiendo a los titulares y preparando la charla previa al partido. Aquella era la época del año en la que los entrenadores tenían que poner toda la carne en el asador, en la que lo que decías y hacías importaba de verdad. En enero es complicado motivar a los jugadores, que están hechos polvo de tanto jugar al fútbol y que saben que se arriesgan a sufrir una lesión debido al calendario de mediados de invierno, el cual, a pesar de ser una locura, no se ha desterrado aún del fútbol inglés. Era innegable que había muchos encuentros entre Navidad y Año Nuevo. Los alemanes, en cambio, se las arreglan para bajar la persiana durante cuarenta días, lo que resulta mucho más sensato que lo nuestro. Hasta los españoles, que están locos por el fútbol, paran cosa de trece días.

Gran Bretaña es el único lugar del mundo donde los clubes y, lo que es peor, las televisiones, tratan este deporte como si no fuera más que una pantomima. Eso de que el espectáculo debe continuar y toda esa mierda. Puede que aquello no importase cuando se jugaba en campos embarrados y, por tanto, el ritmo era lento —como en el Baseball Ground en 1970—, pero, hoy en día, los campos son tan rápidos como mesas de billar y es justo la velocidad lo que más lesiones produce en el fútbol moderno. En vez de eso, lo que debería preocuparme en aquel momento era el mal que se le había hecho a mi reputación y a mi persona. Iba a ser el hazmerreír del fútbol. En el periódico de Viktor Sokolnikov —su último juguete— se iban a encargar de ello.

—¿Y si no lo hago?

—Me temo que he de insistir. Y lo que es peor para usted: mis abogados también insistirán. Todos mis asuntos los lleva un bufete inglés de primera línea: Slaughter & May. Supongo que habrá oído hablar de ellos. Señor Manson, espero de todo corazón que entienda lo generoso que he sido hasta ahora, viniendo a hablar con usted en persona para explicarle su desafortunado error. Podría haber puesto el asunto en manos de la policía y alegar una conspiración criminal para difamarnos a mí y a mi empresa. Y estoy casi seguro de que a usted lo habrían detenido. Por ahora, sin embargo, bastará con una disculpa pública. Después, cuando las aguas hayan vuelto a su cauce, hablaremos de cómo podría usted compensarme. Tal vez todavía pueda hacerme usted un servicio deportivo.

Asentí.

—De acuerdo... Mire, lo siento. Lo cierto es que no sé qué más decir ahora mismo. Y mire que no es habitual en mí. Puede que cuando deje de sentirme como un idiota se me ocurra algo.

—Quizá le sirva de ayuda que les pida a mis abogados que le escriban una declaración que podría leer usted mañana. No me gustaría que dijera nada por pura vergüenza.

—Sí, me serviría de ayuda. Y, sí, señor Jia, ha sido usted muy amable. Ahora me doy cuenta.

—Gracias. —Hizo una pausa—. ¿Está seguro de que podrá hacerlo?

Asentí.

—Sí, claro. Estoy acostumbrado a quedar como si fuera gilipollas delante de las cámaras. ¿Que por qué hemos perdido? ¿Que por qué no hemos jugado mejor? ¿Que por qué hemos cometido ese error tan estúpido? Cuando eres entrenador de fútbol... es como si lo de cagarla viniera con el cargo.

Falso nueve

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