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Dos semanas más tarde, después de pasar unas felices vacaciones de Navidad con Louise en el Tower Lodge de Nueva Gales del Sur, en Australia, volví a Shanghái.

Lo que me había convencido no era solo el dinero —aunque era una razón muy poderosa—, sino la oportunidad de participar en algo importante del fútbol inglés desde el mismo principio. Las pistas que el señor Jia había dejado caer acerca del club que estaba pensando comprar me llevaban a creer que hablaba del Leeds. Esperaba que se tratara del Leeds. El Leeds era el único gran equipo que merecía volver a la Premier League. Al fin y al cabo, había sido uno de los veintidós que habían votado para dar forma a la Premier League. Además, no se me ocurría ninguna razón por la que, con una inversión adecuada, el Leeds, el gigante dormido del Championship —que era como llamábamos en Inglaterra a la Segunda División—, no pudiera volver a ser un club tan magnífico como antaño. Al Manchester City le había salido bien. Elland Road se había convertido en el segundo estadio de fútbol más grande de entre los que no formaban parte de la Premier League, con capacidad para treinta y ocho mil espectadores. Era más grande que White Hart Lane.

En el aeropuerto internacional de Pudong me recogieron un chófer que se parecía a Oddjob y una de las guapas azafatas del señor Jia. La muchacha se llamaba Dong Xiaolian y hablaba un inglés perfecto y sin acento. Una vez en los asientos de atrás del Rolls-Royce del señor Jia, me contó cuál era el plan que íbamos a seguir aquel día. Me pareció muy emocionante pero, antes incluso de que el coche hubiera arrancado, las cosas empezaron a torcerse. Dong me enseñó un correo electrónico que Tempest me había enviado al hotel y que confirmaba mis sospechas: que todavía no me habían ingresado el millón de libras que tenían que abonarme a la firma del contrato.

—Por la tarde tenemos una conferencia de prensa en el hotel con los medios principales de China —me explicó Dong—. Yo seré su intérprete. Soy licenciada en Literatura Inglesa. Soy autónoma y puede usted considerar que estoy a su disposición personal mientras dure su estancia en Shanghái. Al menos, hasta que dé usted con un intérprete a jornada completa. Un puesto que, por otro lado, bien podría ocupar yo. Haré lo que usted quiera, señor Manson. Lo que sea. Cualquier cosa. Solo tiene que pedírmelo.

—Pues mire... La cosa es que aún no me han pagado. En el contrato, estipulamos una bonificación de un millón de libras que todavía no está en mi cuenta. Se suponía que me habrían abonado la cantidad para cuando llegara a Shanghái. Como poco, diría que me inquieta que no haya sido así.

—Hablaré con el señor Jia al respecto en cuanto lleguemos al hotel.

—Gracias. —Consulté el horario que me había entregado—. ¿Qué es esto de aquí? ¿Unas pruebas físicas? Voy a entrenar al equipo, no a jugar en él.

—Antes de que empiece a trabajar tiene que someterse a un examen médico para asegurarnos de que no tiene ni el ébola ni el VIH.

—¿No hablará en serio?

—No se preocupe, es el procedimiento estándar para todos los africanos que quieren trabajar en China.

—Yo no soy africano, soy británico. O, para ser más exacto, medio escocés y medio alemán. En mi pasaporte dice que nací en el Edimburgo escocés, no en el sudafricano. No pienso hacerme una prueba para ver si tengo el ébola o el VIH. Vayan olvidándose de eso.

—¿Un negro proveniente de Escocia? Esa es una sutileza que no van a comprender ni los chinos ni, lo que es más importante, las autoridades del país. Me temo que las pruebas son obligatorias. Los chinos piensan que los negros tienen el sida. Y, ahora, también el ébola. Necesita usted el examen para obtener el permiso de trabajo en China, para demostrar que no es un peligro para la salud pública.

—¡Es insultante!

—En cualquier caso, es la ley. Todos los extranjeros, pero, en especial, los negritos, tienen que hacerse el examen. Por favor, comprenda que yo no creo que tenga usted ninguna de las dos enfermedades. No estaría sentada en un coche con usted si pensase que tiene el ébola. ¡Vamos, ni se me pasaría por la cabeza! Ni tampoco me habría ofrecido a acostarme con usted si pensara que tiene el VIH.

Sacudí la cabeza.

—¿Se ha ofrecido a acostarse conmigo?

—Por supuesto. Para eso me pagan.

—¿Por qué?

—Porque, además de ser intérprete, soy señorita de compañía. Y no se preocupe, yo me hice la prueba del VIH ayer mismo, por lo que puede estar seguro de que estoy completamente sana. En cuanto lleguemos al hotel, le enseño el certificado.

—No va a ser necesario. Mire, no quiero que haya malentendidos entre nosotros. Creo que es usted muy guapa, pero lo único que necesito es que me traduzca durante la conferencia de prensa.

—¿Está seguro? Puedo darle gran cantidad de placer.

—Creo que ha habido un error. Tengo novia en Londres y ella confía... más o menos... en que me porto bien cuando estoy fuera de casa, ¿lo entiende?

Pero no creía que lo entendiera. Louise y yo nunca habíamos hablado de fidelidad, pero quería dejar aquella conversación habiendo ofendido a la joven lo menos posible.

—Qué pena. Me parece usted muy atractivo. Para ser negrito, claro. Nunca me he acostado con ninguno. Dicen que una no es mujer completa hasta que un negro se la meta, ¿no es así?

—Pues lo siento, pero va a tener que seguir esperando a probar ese placer. Nuestra relación será estrictamente profesional, ¿de acuerdo? Nada de ñaca-ñaca.

—¿Qué significa «ñaca-ñaca»?

—Da lo mismo. Usted, encárguese de ver qué ha sucedido con mi dinero, ¿vale? Y, por favor, no vuelva a referirse a mí como «negrito». No sé dónde se licenciaría usted en Literatura Inglesa, pero esa es una manera ofensiva de dirigirse a un negro.

—Le pido disculpas. No pretendía ofenderlo. A decir verdad, pensaba que era un término afectuoso. Como «gabacho». O como «salchicha». ¿Les molesta a los alemanes que los llamen «salchicha»?

—Eso es diferente. Puede que «negrito» no sea un apelativo tan malo como otros, pero sigue siendo racista.

—Bueno, debería saber que todos los chinos son racistas.

—Ya veo, ya.

—Quizá debería avisarle de que la mayoría de los clubes nocturnos de Shanghái les prohíben la entrada a los negros. Los porteros dan por hecho que son todos traficantes de drogas, así que no los dejan pasar.

—No me preocupa. No me gustan los clubes nocturnos.

—A los jugadores sí.

—Ellos tampoco van a ir a clubes nocturnos. Opino que los deportistas deben tratar sus cuerpos con respeto. Eso significa que ni se fuma ni se bebe alcohol.

La joven se echó a reír.

—Pero ¡si en China fuma todo el mundo! ¡Y, en especial, los deportistas!

—Ya me di cuenta la vez anterior.

No dije mucho más hasta que llegamos al hotel pero, una vez allí, la cosa fue de mal en peor. La suite presidencial en la que me había alojado la primera vez no estaba disponible. Me ofrecieron una habitación normal con un buen baño, pero que distaba mucho de ser la suite presidencial, que tenía su propia cocina, un comedor y la mejor vista de Shanghái. Cuando llamé a recepción me explicaron que aquella era la única habitación que tenían y, después, me preguntaron cuánto tiempo iba a quedarme, dado que la habitación solo estaba reservada para dos noches. Me quedé perplejo al descubrir que, además, era yo quien iba a pagar la habitación. A esas alturas, empezaba a tener la sensación de que había cometido un grave error. Ahora bien, cuando volví a hablar con Dong y le pedí que llamara al señor Jia para que se pusiera en contacto conmigo cuanto antes, el error empezó a parecerme garrafal.

—No lo entiendo. El señor Jia no está en la ciudad. Su secretaria dice que anoche lo llamaron por un negocio inesperado y que ha viajado a Hong Kong. Que no volverá hasta dentro de dos días.

—Así que ¿no va a estar en la conferencia de prensa que damos... —consulté mi reloj—... que damos dentro de cincuenta minutos?

—Le ha enviado un mensaje de texto para disculparse.

—Un mensaje de texto. Ah, bien, eso lo arregla todo. —Miré el móvil—. Pero claro, como no tengo señal, tampoco puedo leerlo.

—Eso sí, la secretaria me ha asegurado que el dinero se lo ingresarán en la cuenta hoy mismo.

—Me lo creeré cuando lo vea.

—Deberíamos salir ya a Géminis.

—¿A Géminis?

—Es como el Hyatt llama a una de sus muchas salas de conferencias.

—Parece apropiado.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que Géminis tiene dos caras, ¿no? Bah, da lo mismo.

—La sala se encuentra en el segundo piso. Está invitada toda la prensa y la televisión de Shanghái. Esta es una gran historia. Al parecer, el anterior entrenador no sabía que lo iban a despedir. Por cierto, creo que en el exterior de la sala va a conocer a algunos empleados del club. Se presentarán ellos mismos. Yuan Ming, una de nuestras más importantes personalidades televisivas, será quien lo presente a los medios. Dirige el programa equivalente chino de Match of the Day. Es nuestra versión de Gabby Logan, ¿sabe?

Asentí, aunque no estaba muy seguro de que Gabby Logan formara ya parte del equipo de MOTD, pero no me pareció relevante hacérselo notar.

Iba de camino a la sala Géminis cuando Tempest O’Brien me llamó al móvil.

—Llevo toda la mañana intentando dar contigo —me dijo.

—Aquí no hay mucha cobertura. Al menos, mi teléfono apenas recibe señal. Espero que me llames para decirme que el dinero ya está en mi cuenta.

—Pues no, no lo está, y no sé qué decirte. Desde luego, no es porque el señor Jia no tenga el dinero. Todos mis conocidos en el mundo de los negocios dicen lo mismo de él, que es mucho más que multimillonario. Pero también hay otro problema. He recibido una llamada de un amigo que vive en Beijing. Según él, le has dicho a un periódico chino que los árbitros del país están todos comprados y que no saben distinguirse el culo del codo.

—Pero ¡yo no he dicho eso! ¡Ni lo diría aunque lo pensara de verdad! ¿Cómo iba a decir eso? ¡Y menos ahora!

—En la Federación China de Fútbol están muy molestos contigo.

—Y no los culparía si, en efecto, lo hubiera dicho, pero la cosa es que no lo he hecho. Oye, ya te llamaré, que tengo que entrar a una rueda de prensa. En cuanto acabe, te llamo.

Dong me llevó a una habitación que había detrás de la sala Géminis, donde varios hombres y una glamurosa presentadora de televisión me estaban esperando. Los hombres llevaban chándal del Xuhui y, al parecer, formaban parte del equipo técnico, aunque no estaba seguro, porque ninguno de ellos hablaba inglés. Todos estaban fumando. Nos inclinamos los unos frente a los otros con educación, nos dimos la mano, intercambiamos tarjetas de presentación y uno de ellos me dio una chaqueta de chándal del equipo y me la puse. A continuación, entramos en la sala de conferencias y nos sentamos tras una mesa larga, delante de casi cien periodistas. La sala estaba decorada con los colores del Shanghái Xuhui —o del Barcelona, según se mire—, lo que no sirvió para que recuperara la fe en la decisión que había tomado. De hecho, empecé a arrepentirme de haber decidido trabajar para un equipo que parecía un Rolex falso.

Cuando Yuan Ming empezó a hablar, mi cabeza no dejaba de darle vueltas a qué debería hacer. Podría haberlo pasado por alto casi todo: el racismo, el error con la habitación del hotel, que me obligaran a hacerme un examen médico o la ausencia del presidente del equipo en la conferencia de prensa en la que se anunciaba mi contratación —suponiendo que me hubieran pagado, tal y como habíamos acordado—, pero aquello último me irritaba, sobre todo, después de la importancia que le había dado Jia al dinero en el fútbol moderno. Entonces, de pronto, ya no pude aguantarlo más. Interrumpí a Yuan Ming y anuncié que cambiaba de opinión, que no ficharía por el Shanghái Xuhui. Me pasé unos minutos explicando mis razones y, cuando acabé, la conferencia de prensa se convirtió en un caos. Hice caso omiso de las preguntas que me disparaban y me marché de inmediato. La situación me recordó a aquel estúpido anuncio del perfume Bleu de Chanel en el que el soplagaitas de la nariz dice eso de: «No voy a seguir siendo lo que los demás esperan que sea» —o alguna chorrada así— y una periodista de la audiencia se queda extasiada ante tal despliegue de carácter galo.

No dejaba de pensar en que Brian Clough había durado cuarenta y cuatro días en el Leeds United y en que yo no había durado ni cuarenta y cuatro minutos.

Volví a mi habitación, desde donde le envié un correo electrónico a Tempest para contarle lo que acababa de hacer y me pasé la siguiente media hora reservando un vuelo de vuelta a Londres. Luego, me serví una copa, me la bebí, me tumbé en la cama y me dije a mí mismo que aquella pesadilla no tardaría en terminar. Puede que incluso me riera de lo sucedido cuando estuviese de nuevo en Londres pero, desde luego, en aquellos momentos no podía sentirme más deprimido.

Falso nueve

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