Читать книгу Falso nueve - Philip Kerr - Страница 12

7

Оглавление

El hotel Princesa Sofía está situado en la zona oeste de Barcelona, a tiro de piedra del famoso Camp Nou. No es el mejor hotel de la ciudad —tiene el encanto de un edificio de aparcamientos, y yo prefiero el Casa Fuster, que está mucho más céntrico y goza de un fascinante encanto modernista—, pero es donde el club lleva a cabo muchas de sus reuniones de negocios. Si te quedas un rato en el amplísimo vestíbulo del hotel, una estancia con un aspecto muy saudí, seguro que te cruzarás con alguna celebridad del mundo del fútbol español. Mi helada suite del piso 18 me proporcionaba una espléndida vista del Camp Nou que, desde tan arriba, parecía más pequeño y menos impresionante de lo que lo recordaba. Hasta que no entras, no te das cuenta de que el estadio puede albergar casi cien mil espectadores. En 1993 bajaron el terreno de juego unos dos metros y medio, lo que ayuda a explicar este trampantojo futbolístico. En la actualidad, tienen planes para remodelar el estadio y aumentar su capacidad, y llegar así, en 2021, hasta los ciento cinco mil espectadores, lo que les costará seiscientos millones de euros. Parece que nada escape de la ambición de este club o de la de los cataríes que ayudan a financiarlo. ¿Por qué no iba a ser así? Si alguna vez vas a Barcelona, deberías ir a visitar el museo del equipo, porque en cuanto llegas a la sala de trofeos comprendes en qué está fundamentada su ambición.

Pero en Barcelona hay más de un equipo de fútbol. El R. C. D. Espanyol tiene una hinchada amplia y entusiasta, pero nunca lo dirías mientras estás en la ciudad. Allí, todo el mundo lleva camisetas con los colores blaugranas del F. C. Barcelona y es como si todos aquellos con quienes hablases del tema apoyasen al equipo. Podría decirse que lo primero que ves cuando llegas a la ultramoderna terminal de aeropuerto es la tienda oficial del F. C. Barcelona, donde, entre otros productos del equipo, puedes comprar un muñeco del tamaño de una bota de fútbol con la cara de tu jugador favorito. El aspecto que ofrecen dentro de la caja de plástico es el de ilustres cuerpecitos embalsamados. El muñeco de Luis Suárez, en especial, parece un cadáver sacado de una catacumba mexicana, mientras que el de Lionel Messi tiene una sonrisa que parece un rictus, como si no estuviera seguro de si sus abogados hablaban en serio cuando le dijeron cuánto iba a tener que pagar de multa por todos los ingresos que no había declarado.

«¿Cuánto decís que quieren que pague? Pero... ¡tiene que ser una broma! ¿De verdad habéis dicho cincuenta y dos millones de euros?».

«Eh... sí».

Y, a la luz de lo sucedido, seguro que el asunto no acababa ahí. Al parecer, Messi iba a tener que ir a juicio y existía la posibilidad de que acabara en prisión, lo que sería estupendo para que el Real Madrid amarrara la victoria en el Clásico.

Era domingo por la noche y hacía frío. Salí del hotel camino del Camp Nou para ver el partido del Barcelona contra el Villarreal. Vi cómo alguno de los jugadores llegaba en los Audis negros que les regalaba la marca, patrocinadora del club, cuyo logotipo de los cuatro aros a la entrada del campo consigue que los partidos en el Camp Nou se parezcan a unas Olimpiadas de bajo presupuesto. Sin embargo, no me cabe duda de que es preferible que el público vea estos Audis en vez de Lamborghinis o Bugattis Veyron. El negro simboliza los negocios y los sedanes alemanes o el Q7 exudan sentido común, algo que escasea en los salones del automóvil que estas superestrellas del fútbol acostumbran a tener en su casa. Además, conducir un coche más modesto, como un Audi, tiene otra ventaja: te mantiene lejos del alcance de la inquieta y codiciosa Hacienda Pública española.

Tenía una entrada para la tribuna central, lo que me permitía comer tanta sepia y beber tanto cava como quisiera en la sala VIP. Por una entrada de ciento catorce euros, había muchos sitios en el campo que te ofrecían lo mismo, aunque no vi evidencias de que esa hospitalidad se extendiera a quienes lucieran el color amarillo del Villarreal. De hecho, ni siquiera tengo claro que hubiera seguidores suyos en el estadio y, desde luego, nadie, excepto tal vez yo, esperaba que el Submarino Amarillo, como se conocía al Villarreal, pudieron hacer nada contra el arsenal goleador de Messi, Suárez y Neymar. Al Villarreal siempre se le ha dado bien el F. C. Barcelona y no había perdido ni un partido desde noviembre. Cogí un botellín de San Miguel y fui hasta mi localidad: no quería que me reconociera nadie que se acordase de mi paso por el Barcelona.

En cuanto vi aquel verde, olí el césped recién cortado y oí el murmullo de la muchedumbre, sentí que se me cerraba el estómago como si acabase de ponerme la camiseta para salir a jugar. Siempre me sucede lo mismo. Espero que algún día me sienta diferente cuando vea un campo de fútbol pero, con suerte, ese día está aún tan lejos como el andador y los aparatitos para la sordera.

Mi asiento estaba casi en la línea de banda y muy cerca del banquillo del F. C. Barcelona, donde se sentaría el técnico, Luis Enrique. A esa altura, el campo parecía gigantesco y, con tanta gente animando a gritos al equipo, parecía un chiste pensar que alguien que no fuera el cuarto árbitro o el entrenador del equipo rival pudiera oír sus indicaciones a los jugadores. Lo cierto es que todo eso se hace más bien para entretener a los aficionados o las cámaras de televisión. Actuaciones como las de José Mourinho en su área técnica te llevan a pensar en Laurence Olivier en Ricardo III y, desde luego, a veces son dignas de un Óscar o de un Globo de Oro. Luis Enrique me gusta, pese a su ligero parecido con Roy Keane. Es el entrenador más en forma del mundo del fútbol; entre otras cosas, porque ha competido en varias maratones y en unos cuantos Iron Man. Y no es que lo piense solo yo. En 2004, Pelé dijo de él que era uno de los mejores futbolistas vivos que había sobre la faz de la Tierra.

El partido empezó a las nueve —solo en España dan el pitido inicial de un partido a una hora en la que muchos ingleses solo están pensando en acostarse— y, de inmediato, apareció Messi, delante de mí, dando la impresión no solo de que era mucho más pequeño que el muñeco con el número diez que había visto en el aeropuerto, sino también de que estaba mucho menos contento. Sin embargo, aquellos pies centelleantes que tenía transmitían más que su sonrisa y me recordaron las coreografías de claqué de Gene Kelly en Bailando bajo la lluvia o de Fred Astaire en Sombrero de copa.

Se habla mucho de la rivalidad entre Messi, del F. C. Barcelona, y Cristiano Ronaldo, del Real Madrid. En ocasiones me preguntan quién es mejor jugador, a quién preferiría que fichara el club al que estuviera entrenando. Lo cierto es que son dos jugadores muy diferentes. Ronaldo, más alto y musculado, es un atleta consumado, mientras que Messi, más bajito —mide un metro setenta—, se parece más a un artista. Ronaldo parece más arrogante, y no sé muy bien qué pensar de esa fanfarronería propia de un torero que muestra cada vez que marca un gol. Es como si esperara que le dieran las orejas y el rabo del toro que acaba de matar. En las pocas ocasiones en que marqué, me giraba para darle las gracias al que me hubiera pasado el puto balón. Me parecía un gesto de buena educación. Pero bueno, allá cada cual.

Como había leído el programa del partido, más o menos esperaba ver en acción a Jérôme Dumas, el nuevo delantero del Barça —cedido por el PSG—, al menos en el banquillo, pero no estaba por ningún lado. En cualquier caso, me encantó que los tres goleadores principales del equipo —Messi, Neymar y Suárez— dirigieran el ataque. Todo apuntaba a que iba a ser una noche emocionante, dado que no es habitual disfrutar viendo a tres de los mejores jugadores del mundo en acción al mismo tiempo.

Aunque el Villarreal empezó controlando el encuentro, los habilidosos movimientos de Messi consiguieron que el Barça se hiciera con el balón y los de amarillo no tardaron en dejar claro que les faltaban el equilibrio, la intensidad y la velocidad del Barcelona. Por suerte para ellos, el Barça casi no veía puerta. Suárez tuvo tres ocasiones bastante pronto, pero solo una de ellas entre los tres palos: un disparo a bocajarro en el minuto 13 que Asenjo, el portero del Villarreal, consiguió despejar. El número 16, Giovanni Dos Santos, falló tres oportunidades de marcar, que Asenjo salvó de nuevo. El Barça llegaba tanto a portería que sus aficionados aguardaban el gol sin impacientarse; pero, después de media hora de partido, las cosas dejaron de ir como esperaban. Gaspar, del Villarreal, soltó un zurdazo que estaba destinado a perderse lejos de portería hasta que Cheryshev metió la pierna y el balón se coló en las redes del Barça: 0-1 para el Villarreal.

El gol causó una gran perturbación en los jugadores del Barcelona. Su energía desapareció. Parecía como si el equipo se desmoralizara. El público se quedó en silencio y la responsabilidad de devolver al Barcelona al partido recayó una vez más en Messi. Un minuto antes de llegar el descanso, el argentino creó una oportunidad. Pasó a Rafinha, que estaba en el área, este remató y, aunque Asenjo desvió el chut, Neymar aprovechó el rebote para marcar sin contemplaciones.

El empate hizo que el Barça volviera del descanso transformado. Presionaba, amenazaba y demostraba por qué hay tan pocos equipos que causan tantísimo desbarajuste a los rivales, ya sea con o sin el balón, y tanto en defensa como en ataque.

Sin embargo, un error de Piqué en defensa permitió que Giovani, del Villarreal, se escapara y le diera un pase a Vietto, que marcó y puso a su equipo 1-2 en el minuto 51. El Camp Nou volvió a guardar silencio, como si se acabara de dar cuenta de que el Submarino Amarillo no estaba dispuesto a ponérselo fácil. El silencio se volvía más incómodo. Suárez y Messi gozaron de sendas oportunidades de marcar. Sin embargo, fue Rafinha quien metió el gol del empate. 2-2. Los culers, como locos de contentos, acababan de sentarse después de celebrar el gol cuando, en el minuto 55, Leo Messi soltó una preciosa parábola desde fuera del área grande. Teniendo en cuenta el poco espacio con que contaba para disparar, pareció el típico gol que solo el argentino es capaz de imaginar y, desde luego, de marcar: 3-2 para el Barcelona.

Durante la última media hora, el Barça defendió su ventaja con cierto nerviosismo y, poco a poco, fue apagando a su rival. Cerca del final del partido, Luis Enrique sustituyó a Rafinha. A medida que había avanzado la noche, el tiempo y yo nos habíamos quedado fríos —ya no recordaba lo fría que llega a ser Barcelona en invierno— y, como tenía frío y me irritaba aquel cambio, que era un evidente intento de perder tiempo por parte del Barça, tuiteé una estupidez, que sustituían al brasileño porque acababa de bajarle la regla. Era como el chiste sobre la menstruación de Infiltrados, la peli de Scorsese. En aquel momento, no pensé más en ello.

Terminó el partido. El Villarreal acababa de perder por primera vez desde noviembre. Sin embargo, para el Barcelona, la victoria —que lo dejaba a cuatro puntos del Real Madrid, primer clasificado de la Liga— no pareció sino el típico encuentro de una temporada deslucida. Se habían visto pocos destellos y el equipo había dado la sensación de tener que esforzarse. Como diríamos en Inglaterra, había sido una victoria «sucia». Sin embargo, habían ganado, por lo que la mayor parte del público se fue a casa feliz. A mi entender, había sido cuestión de mala suerte que el Villarreal —al que le habían anulado un gol por fuera de juego— no se hubiera llevado ni un solo punto.

Al día siguiente, que también fue frío, Jacint Grangel me llevó a comer al restaurante del hotel Majestic, uno de los mejores de la ciudad. Para ser sinceros, es un poco demasiado para mi gusto. Yo prefiero algo más de tapas, como el Cañete, en el barrio del Raval. Cada vez que viajo a Barcelona pienso en Hemingway. No tengo ni idea de si alguna vez estuvo en el Cañete, pero en una de las paredes de ese restaurante hay una gran cabeza de cabra montesa que me induce a pensar que le habría gustado el sitio. En cualquier caso, no era yo quien iba a pagar la cuenta. A Nandu Jubany, el chef del Majestic, lo consideran el gran genio de la cocina catalana y es muy fácil darse cuenta del porqué. Se me había olvidado lo buenas que estaban las piruletas de fuagrás con chocolate blanco y reducción de oporto.

Cuando llegué al restaurante con Jacint, ya había otra gente sentada a la mesa. Tres hombres, para ser exactos, y todos ellos con sobrio traje azul marino, camisa y corbata. Eso hay que reconocérselo a Barcelona: todo el mundo viste bien. Nadie se atrevería a aparecer en un sitio como aquel con chándal y zapatillas deportivas. Suelo fijarme en la manera en que visten los futbolistas y a menudo me da la sensación de que no les vendría mal una buena bofetada. Una de aquellas tres personas era otro de los vicepresidentes del Barcelona, Oriol Domènech i Montaner, pero lo que me sorprendió fue que me presentaran a Charles Rivel, del París Saint-Germain, y a un catarí llamado Ahmed Wusail Abbasid bani Utbah. Al menos, creo que era así como se llamaba, si bien cabía la posibilidad de que el tipo solo hubiera estado aclarándose la garganta.

Hablamos en castellano. Sé algo de catalán —que es una mezcla interesante y casi hermética de francés, castellano, italiano y una tremenda actitud obstinada—, pero el castellano me parece más sencillo. Y se lo parece a todos aquellos que no hablan catalán. Los catalanes están muy orgullosos de su idioma, y no es para menos, dado que bajo la dictadura del general Franco tuvieron que luchar muchísimo para mantener viva su cultura. O, al menos, eso es lo que ellos dicen. Y lo mismo pasó con el club de fútbol. O, al menos, eso es lo que ellos dicen. En 1936, las tropas de Franco fusilaron a Josep Sunyol, presidente del Barcelona, a quien, aun a día de hoy, se le conoce como el presidente mártir. Situaciones como esa hacen que el rechazo de los ingleses a gente como los Glazer o Mike Ashley resulte ridícula. Y cabe la posibilidad de que también explique por qué este club, fundado por un grupo de ingleses, suizos y catalanes, se considere més que un club. El F. C. Barcelona es una forma de vida. O, al menos, eso es lo que ellos dicen.

Mientras el camarero nos servía el vino, pensé que aquella iba a ser una comida interesante. No tenía ni idea de qué querrían decirme. Por un instante me pregunté si tendría que ver con lo que había sucedido en Shanghái. Si, por ejemplo, los grupos a los que representaban aquellas tres personas querían invertir con Jack Kong Jia, quizá quisieran la opinión de alguien que lo había conocido. El propio señor Jia había admitido que evitaba la vida pública.

—Doy por hecho que vio usted el partido del PSG contra el Niza en el Parque de los Príncipes —me dijo Charles Rivel.

—Sí, fue como ver al Arsenal trabajárselo todo el partido para ganar uno a cero. Creo que el Niza merecía el empate más que ustedes la victoria.

Lo que también era aplicable al partido entre el F. C. Barcelona y el Villarreal, pero me abstuve de comentarlo.

—No creo que esté siendo usted justo. Si Zlatan no hubiera estrellado aquel balón contra el palo en el primer cuarto de hora, tal vez estaríamos hablando de uno de los goles más bonitos de toda su carrera. La manera en que controló la pelota, en que se giró y en que disparó fue soberbia. Es muy ágil para lo grande que es.

—Sí, pero falló. Y, como él mismo le diría, no basta con estrellar el balón contra el palo. ¿Qué es lo que dice en su libro? Puedes ser muy bueno un día y un completo inútil el siguiente. Y, en esta ciudad, eso es más cierto que en ningún otro lado. Dejó de pisarle el cuello al rival. Al menos, así lo vi yo.

—¿Ha leído su libro? —me preguntó Jacint.

—Intento leer todos los libros de fútbol que se publican aunque, a veces, no sé ni por qué lo hago. A decir verdad, los empiezo todos, pero casi nunca termino ninguno. Incluido el de Zlatan. En mi opinión, no es un buen libro. Lo considero un buen jugador, pero no es un buen escritor. Aunque tampoco es que sea peor que los demás. Como en la mayoría de los libros de fútbol, en el PSG-Niza hubo poca perspicacia. Era como un libro de cuentas.

—Sí, es cierto —coincidió Oriol—. Debería haberse titulado El ego ha aterrizado.

—Tendría que haber contratado a Roddy Doyle para que se lo escribiera —comentó Jacint.

—Yo diría que habría sido más apropiado Henning Mankell —dijo Rivel—. Al fin y al cabo, ambos son suecos.

—Bueno, ahora podría ser útil Kurt Wallander —murmuró Ahmed—. Dada la situación...

—No creo que Ibra fuera muy justo con Guardiola —continuó Oriol.

—No estamos aquí para hablar de Ibra —soltó Rivel—, sino de otra persona. De otro jugador del PSG.

—¿No sería conveniente que el señor Manson firmara primero un acuerdo de confidencialidad? —preguntó Ahmed.

—No creo que tengamos que preocuparnos por eso con alguien como Scott —dijo Jacint—. Me basta con su palabra.

—¿Podemos confiar en que vaya a tratar este asunto con confidencialidad? —me preguntó Rivel.

—Por supuesto. Tienen mi palabra. Por si no se habían dado ustedes cuenta, en los últimos tiempos se me ha dado muy bien evitar a la prensa.

—¿Usted cree? —me preguntó Jacint.

—¿Qué quiere decir?

—¿Ha consultado recientemente su cuenta de Twitter?

—Hoy no.

—Pues, al parecer, tuiteó usted algo acerca de Rafinha que tiene enfervorizadas a algunas de sus seguidoras.

—¿Ah, sí? —Me encogí de hombros porque no sabía muy bien a qué se refería Jacint—. Pues ya lo comprobaré.

—Estamos aquí para hablar del que ahora mismo tal vez sea el secreto mejor guardado del fútbol —comentó Oriol.

—Vaya, ahora sí que estoy intrigado —admití.

—Para empezar, nos gustaría decir que lo consideramos uno de los entrenadores jóvenes con más talento que hay —añadió Rivel—. A pesar de lo acontecido recientemente en China... que podría haberle pasado a cualquiera, la verdad.

El catarí asintió y comentó:

—Cuando uno está en Shanghái, es muy difícil saber qué está sucediendo de verdad. —Se rio—. Por lo menos, en Catar solo somos dos millones de personas. Eso facilita las cosas. A menos que sea un asunto relacionado con la religión, claro está. O con la sharia. O con los derechos de las mujeres. O con el Mundial de Fútbol de 2022. En esos casos, la situación se puede complicar, y mucho.

Sonreí. Me gustó que dijera aquello.

—Su reputación como entrenador joven es una cosa —empezó a decir Jacint—, pero, por lo que parece, también se está labrando otra reputación como persona capaz de resolver problemas. A estas alturas, todo el mundo sabe que fue usted, y no la Policía Metropolitana, quien resolvió la misteriosa muerte de João Zarco.

—Y la de Bekim Develi —añadió Oriol.

—Estoy seguro de que saben que no puedo hablar de ninguno de esos dos temas.

—Usted no, pero la policía de Atenas sí —dijo Rivel—, y resulta que el cuerpo ha dado a entender vagamente que su ayuda le resultó imprescindible para cerrar el caso.

—Lo que necesitamos es su habilidad como investigador privado —anunció Jacint.

—Y estamos dispuestos a pagarle bien por ello —añadió Ahmed.

—Papá, Quebec, Charlie... —murmuré.

«Pero ¡¿Qué Coño...?!».

—Muy bien —insistió el catarí.

—Se lo agradezco, señores, pero yo no tengo habilidades detectivescas. Eso, como siempre, es cosa de la prensa, que exagera lo sucedido. Con lo que han escrito los periódicos cualquiera pensaría que soy Sherlock Holmes con chándal. Hércules Poirot con cronómetro. El Kurt Wallander de la línea de banda. Pero no es el caso. Yo no soy sino un simple entrenador, un técnico, y, ahora mismo, lo que necesito es un equipo que entrenar, no un caso interesante. Denme once jugadores y estaré tan contento como un niño con zapatos nuevos, pero no me pidan que haga de detective.

—En cualquier caso, entiende usted de fútbol y a los futbolistas —opinó Rivel—. Y de una manera que... quizá la policía jamás llegue a entender.

—De «quizá», nada —dijo Jacint—. No sé cómo serán las cosas en París, pero en Barcelona es casi imposible ser objetivo cuando se habla de fútbol. Aquí hay demasiadas emociones de por medio.

—Yo diría que en París sucede lo mismo —apostilló Rivel—. Además, no se puede decir que la policía francesa sea conocida por mantener la boca cerrada, precisamente. Miren lo que pasó con François Hollande. Y, antes de eso, lo que pasó con Dominique Strauss-Kahn. Esta historia estaría en la portada de L’Equipe en un par de días.

—Señores, están ustedes perdiendo el tiempo. No me interesan los crímenes. Ni siquiera me gustan los libros de crímenes. Detectives aburridos que tienen problemas con la bebida y con sus exesposas. Son historias muy predecibles. Son libros con poca clase que solo mejorarían si los diseñara Louis Vuitton.

—Por favor, señor Manson, por lo menos, escúchenos —me pidió Ahmed.

—Sí, por favor, Scott, escuche nuestra historia —insistió Jacint.

—De acuerdo, la escucharé. Por respeto a usted y a su club —le aclaré a Jacint—. La escucharé, pero no les prometo nada. Ya se lo he dicho, a lo que quiero dedicarme es a entrenar, no a jugar a policías y ladrones.

—Por supuesto, lo comprendemos —dijo Oriol—, pero no creo que vayamos a dar con nadie que entienda a los futbolistas como usted. La presión. Los fallos. Los obstáculos. Puede que no se dé cuenta, pero está usted, Scott, en una posición única dentro del mundo del fútbol. En un corto periodo de tiempo, se ha vuelto usted indispensable para cualquier equipo de fútbol europeo que necesite alguna ayuda «especial». Habla usted varios idiomas...

—Y lo que es más importante, sabe hablar usted el lenguaje de los jugadores —intervino Jacint—. Los jugadores confían en usted hasta un punto en que jamás confiarían en la policía. Son jóvenes. Algunos son inadaptados sociales e incluso delincuentes que provienen de ambientes muy muy complicados. Jóvenes como Ibra. Él era un gamberro, un ladrón de coches, ¿no es así? Si alguno de nuestros jugadores, o de los del PSG, tiene que confiar en alguien, es muy probable que no sea en el poli metomentodo de la grabadora en quien vaya confiar. Pero en usted sí que confiará, Scott. Ha estado usted en la cárcel por una falsa acusación. A usted tampoco le gusta nada la policía.

—Eso es cierto, aunque, al parecer, se me está empezando a pasar. Louise, mi novia, es inspectora de la Policía Metropolitana.

—Pues mucho mejor.

—Quizá deberían hablar con ella.

Desde luego, a mí me gustaría estar con ella.

Llegó el camarero y nos tomó nota. Cundo hubimos acabado con los entremeses y probamos el vino, Jacint volvió a la carga con el asunto que les preocupaba a los cuatro.

—Supongo que habrá oído la noticia de que el PSG nos ha cedido a Jérôme Dumas.

—Sí. Me sorprendió. Me parece muy buen jugador.

—Con nosotros no llegó a cuajar —comentó Rivel—, aunque tampoco sé muy bien por qué. Tiene mucho talento en los pies, pero en la cabeza tiene algo que le impide encajar con nosotros. A veces, sucede. Torres funcionó muy bien en el Liverpool, pero en el Chelsea no dio pie con bola.

—Dumas vino a Barcelona y, acto seguido, se fue de vacaciones —me explicó Oriol—. Como estaba cedido, nos pareció justo honrar los acuerdos previos que tuviera con el PSG. Aún teníamos que presentárselo a los aficionados en el Camp Nou, razón por la que hemos conseguido mantener el asunto tapado hasta el momento.

—En cualquier caso, tenía una lesión que le impedía jugar —comentó Jacint.

—Sufrió una rotura muscular en la ingle en el partido que vio usted, el que jugamos contra el Niza —dijo Rivel.

—Desde luego, daba la impresión de que fuera el que más estaba esforzándose de todo el equipo —reconocí.

—No es nada serio. Solo necesita descanso.

—Y ¿qué ha pasado? Es decir, ¿qué ha hecho?

—Se suponía que tenía que ir a entrenar a la Ciudad Deportiva el lunes 19 de enero, pero no apareció —me explicó Jacint.

La Ciudad Deportiva Joan Gamper era el nombre de las instalaciones de entrenamiento que tenía el Barça a unos diez kilómetros al oeste del Camp Nou, en Sant Joan Despí. A la prensa le estaba vetado el acceso y, en Barcelona, todos se referían a aquel sitio como la Ciudad Prohibida.

—Hasta que encontrara algún sitio donde vivir, lo habíamos alojado en la mejor suite de un hotel en el que tampoco saben nada de él.

—En el mismo hotel que usted —apuntó Oriol—. En el Princesa Sofía.

—El F. C. Barcelona nos llamó —empezó a contar Rivel— y fuimos a su apartamento de París, pero allí tampoco había ni rastro de Jérôme. Desde entonces estamos en contacto con la policía de Antigua, la isla a la que se fue de vacaciones, pero, hasta el momento, no han descubierto nada de nada. Por lo visto, lo que es llegar, llegó a la isla, pero no hay ningún registro que indique que se marchó; de que cogiera un vuelo a París o aquí, a Barcelona. Bueno, ni a ningún otro sitio, vamos. Le hemos llamado por teléfono. Le hemos enviado correos electrónicos. Mensajes de texto. Hemos llamado a su agente... que está tan sorprendido como nosotros.

—¿Quién es su agente?

—Paolo Gentile.

Asentí.

—Lo conozco.

—En resumen, Dumas ha desaparecido —dijo Jacint—, y ahí es donde entra usted. Queremos que dé con él.

—Le pagaremos, claro está —se apresuró a apuntar Ahmed una vez más—. Un pago por dar con él.

—Solo lleva dos semanas desaparecido —dije.

—No es mucho tiempo para cualquier otra persona de veintidós años; pero la cuestión es que no es una persona de veintidós años cualquiera, sino una estrella del fútbol.

—En esta ocasión, los periódicos y la televisión podrían servir de ayuda —dije—. Es difícil estar desaparecido cuando todo el mundo está al corriente de que lo estás.

—Cierto, pero este no es un club de fútbol como los demás. Está en manos de los aficionados, lo que significa que confían en nosotros y, desde luego, son implacables cuando haces algo mal. A nuestro entender, tenemos que resolver el problema antes de que nos veamos en la tesitura de anunciar que tenemos un problema. Eso es lo que los aficionados esperan del Barça. Nada de excusas. Tan solo, quizá, dentro de un tiempo, una explicación.

—Y también hay que tener en cuenta la publicidad que puede suscitar la situación —dijo Oriol—. No sé si está al tanto pero, ahora mismo, las cosas están complicadas en España. La situación económica es muy mala. El veinticinco por ciento del país está en paro. Si se enterasen de que hemos perdido a un jugador al que le pagamos ciento cincuenta mil euros a la semana, daríamos muy mala impresión. No podemos permitirnos una publicidad tan nefasta cuando el salario mínimo del país está en los seiscientos cuarenta y ocho euros al mes.

—Y no solo eso —prosiguió Jacint—. Cuando a nuestros aficionados sufren tantas adversidades en el plano personal, lo que más desean es la absoluta certeza de que en el club de sus amores todo va viento en popa, de que seguimos siendo los mejores del mundo. —Sacudió la cabeza—. Al mejor equipo de fútbol del mundo no se le puede perder un jugador. ¡Y menos uno tan importante! Los aficionados esperan que nos aseguremos de que esas estrellas a las que pagamos unos salarios desorbitados lleguen con sus cochazos hasta las instalaciones de entrenamiento.

—No sé cómo estará la cosa en Londres, pero, para gran parte de nuestros aficionados, el Barcelona es la mejor razón que tienen para levantarse por las mañanas —me explicó Oriol—. Es lo que hace que se sientan bien consigo mismos. Su manera de ver el mundo se altera en función de si el equipo juega bien o mal. Como empecemos a darles por saco con el club, las cosas se pondrán muy feas.

Asentí:

—Ya, més que un club. Lo sé.

—Con todos mis respetos —empezó a decir Jacint—, no creo que lo sepa. A menos que seas catalán, no puedes saber lo que supone ser aficionado del Barça. Este equipo va mucho más allá del fútbol. Para mucha gente, el club es el símbolo del independentismo catalán. El Barça está aún más politizado que cuando trabajó usted aquí, Scott. Ya no son solo los más radicales los que están a favor de romper con el resto de España... Es que, ahora, como quien dice, todas las penyes lo quieren.

Las penyes, o peñas, eran las diferentes organizaciones de aficionados y los grupos financieros que le prestaban un inestimable e idiosincrásico apoyo al F. C. Barcelona.

—Como el gobierno español acuerde celebrar el referéndum, este club se convertirá en el epicentro del movimiento independentista —comentó Jacint—. Sin embargo, los unionistas intentarán aprovechar la situación para hundirnos en la miseria. Nos acusarán de mala gestión. Si no se puede confiar en nosotros para gobernar un club de fútbol, ¿cómo se va a confiar en nosotros cuando respaldemos a la Generalitat?

—Lo que significa que esto tendrá más repercusiones que el haber perdido a un jugador —apuntó Oriol—. Nada debe interferir con nuestras esperanzas de llevar a cabo un referéndum. Como el de los escoceses.

—Dígame, Scott, como escocés, ¿qué votó en el referéndum? —me preguntó Jacint.

Me encogí de hombros.

—Sí, soy escocés, pero no pude votar porque vivo en Inglaterra. En cualquier caso, a esa gente no le interesa la democracia y, si me lo permite, le diré que no estoy a favor de la independencia de Cataluña, como tampoco lo estoy de la escocesa. Hoy en día es mucho más coherente formar parte de algo más grande. Y no me refiero a la Unión Europea. Si no me creen, vayan a ver cómo está el tema en Croacia. Como parte de la vieja Yugoslavia, Croacia tenía peso, significaba algo. Ahora no significa nada para nadie. Y es mucho peor si es usted bosnio. Bosnia ni siquiera forma parte de la Unión Europea.

A raíz de aquello, la charla se convirtió en una discusión sobre los diferentes movimientos independentistas y fue Ahmed quien consiguió reconducirnos al asunto que nos había llevado allí: la desaparición de Jérôme Dumas.

—Pagaremos los gastos derivados de la búsqueda —comentó Ahmed—. Volará usted en primera clase, claro. Y, además, le pagaremos cien mil euros a la semana, deducibles de una suma de tres millones de euros si consigue usted dar con Jérôme.

Asentí.

—Sí, es una oferta muy generosa, pero ¿y si está muerto?

—En ese caso, le pagaremos solamente un millón de euros.

—¿Y si está vivo y no quiere volver? —planteé mientras me encogía de hombros—. Es que, claro, por alguna razón habrá desaparecido. Puede que viajara a Guinea Ecuatorial de tapadillo para ver la Copa Africana de Naciones. Vayan ustedes a saber, pero es que hasta podría haber ido a jugar allí. Cosas más raras se han visto.

—No se me había ocurrido —admitió Ahmed—. Puede que haya pillado el ébola. Puede que esté en un hospital de campaña esperando a que lo rescaten. ¡Mierda, eso lo explicaría todo! De hecho, al parecer no es el único jugador que ha desaparecido desde ese torneo.

—Jérôme no es africano —le dijo Rivel—, es de las Antillas francesas, y por eso puede jugar con la selección francesa.

—¿Se han planteado la posibilidad de un secuestro? Los futbolistas son unas víctimas muy apetecibles. Ganan muchísimo dinero y son caprichosos. No siempre hacen lo que se les dice y la mayoría de ellos se consideran tipos duros que no necesitan guardaespaldas, lo que significa que es más fácil secuestrarlos a ellos que a los hijos de empresarios ricos. Cuando estuve en el trullo, se me acercaron unos convictos y me propusieron un plan para secuestrar a una estrella del Arsenal. Hay cabrones para todo, y muchos harían cualquier cosa por dinero.

—Si ese es el caso, no hemos recibido ninguna petición de rescate —dijo Jacint.

—Tampoco el PSG —añadió Rivel.

—En cualquier caso, si resulta que, en efecto, lo han secuestrado, le otorgamos a usted poderes para negociar su liberación —dijo Ahmed.

—Supongan, por un instante, que se ha cansado del fútbol. Que está quemado. Eso podría suceder. ¿Qué pasa, entonces, si doy con él?

—Que le pagaremos un millón de euros —me respondió Ahmed—. Los tres millones solo se los abonaremos si Dumas vuelve a jugar. Ni que decir tiene que, si no llega a jugar en el F. C. Barcelona, el PSG será el responsable de las consecuencias financieras que eso suponga.

—Vamos, que no nos pagarán —me aclaró Rivel.

—Si resulta que se ha cansado del fútbol, una parte importante de su labor, Scott, consistirá en convencerlo para que vuelva a casa —me dijo Oriol—. Esa es otra de las razones por las que queremos contratarlo: para disuadirlo en caso de que se haya echado atrás.

—Digamos que acepto el trabajo. ¿Cuánto tiempo tengo para dar con Dumas?

—Hasta que acabe el mes —me respondió Ahmed—. Cuatro semanas. Seis, como máximo.

—Lo ideal sería que el jugador estuviera aquí para participar en el Clásico —comentó Jacint—, el domingo 22 de marzo. Que jugara contra el Madrid nos parecería bien. —Se encogió de hombros—. Como sabrá, el Madrid ganó el último Clásico por tres goles a uno en casa, ante su afición.

—¡Nos robaron el partido! —exclamó Oriol—. Y no es la primera vez, claro está.

—Remontaron después de que Neymar, con un gol a los cuatro minutos, nos proporcionara el inicio perfecto.

—Les pitaron un penalti a favor que no era —se quejó Oriol—. Fue el balón el que tocó la mano, no la mano el balón... que es lo que determina el reglamento para pitar la pena máxima. Castigaron a Gerard Piqué sin motivo, y fue esa injusticia lo que afectó a nuestro equipo.

Asentí mientras sonreía. Las rivalidades como la del Madrid y el Barcelona suelen ser todas iguales, aunque cabía la posibilidad de que esta fuera la única en la que uno de los bandos había obligado al otro a jugar a punta de pistola. Para muchos, el odio que existía entre el Madrid y el Barcelona no existió hasta aquel partido de Copa de 1943. El Madrid ganó el encuentro 11-1, lo que hace que te preguntes cómo sería la charla del entrenador durante el descanso. ¿Qué les diría a los jugadores?

«Será mejor que dejemos que nos ganen, muchachos, o puede que salgamos de aquí a tiros, igual que mataron a Lorca. Si fueron capaces de matar a un poeta, ¿qué va a impedir a estos fascistas matar a unos jugadores de fútbol?».

—¿Lo hará? —me preguntó Jacint—. El club estará en deuda con usted toda la vida.

—Y el nuestro también —añadió Charles Rivel.

—No sé...

Dudaba. Me gusta el F. C. Barcelona y me gustan los catalanes, pero es que no quería acabar convirtiéndome en el inspector Clouseau del fútbol.

Me puse de pie.

—Voy al servicio. Denme unos minutos para pensar en ello.

—Si es cuestión de dinero... —sugirió Ahmed.

—El dinero que me han ofrecido me parece bien. No, es solo que me pregunto qué les habría dicho Pep si se lo hubieran pedido a él durante su año sabático.

—Pep no es un intelectual —repuso Jacint—. Usted fue a la universidad, él no. Él solo sabe de fútbol.

—Puede que ese fuera mi gran error. Además, hoy en día, ser universitario no significa gran cosa. Hoy en día, uno se puede licenciar hasta en ver la televisión desde la cama. Lo que digo es que Guardiola siempre ha tenido las cosas muy claras. Tiene un plan. Y lo que me piden que haga no tiene cabida, precisamente, dentro del «fútbol total» que Guardiola aprendió de la mano de Cruyff. Si acepto su propuesta, muchos equipos podrían pensar que me interesa más jugar a los detectives que a desplegar un 4-4-2.

—Es usted una persona inteligente, Scott —apuntó Jacint—. Puede que incluso hasta demasiado inteligente para este deporte, pero siempre formará parte de la familia del Barça. Y creo que lo sabe.

Hay ocasiones —por lo general, cuando alguien me hace un cumplido así— en que bajo la mirada como si esperara ver un balón a mis pies. La cuestión es que, aun hoy en día, hay veces en las que no sé qué hacer cuando me doy cuenta de que no hay balón alguno. Durante los primeros meses después de colgar las botas, me despertaba por las noches buscando el balón a mi alrededor; sobre todo, cuando estaba en la cárcel. Es como si no supiera qué hacer con los pies. Como si estuviera perdido sin un balón que chutar. Supongo que un soldado sin rifle se sentirá igual.

Fui a lavarme las manos. De camino, consulté Twitter y vi que algunas mujeres exigían mi despido por el chiste que había tuiteado durante el encuentro entre el Barcelona y el Villarreal, ese de que a Rafinha lo sustituyeron porque le había venido la regla. Al parecer, quienes me criticaban no se habían enterado de que estaba en paro. La mayoría de mis detractores, no obstante, solo decían que era tan cerdo y mezquino como Andy Gray, así que no les presté ninguna atención.

Además, me parecía más importante el hecho de que otro entrenador de la Premier League hubiera perdido su empleo. Aunque no es que me hiciera ilusiones de entrenar a otro club grande pronto; y menos cuando gente como Tim Sherwood, Glenn Hoddle, Alan Irvine o Neil Warnock andaban buscando trabajo. A decir verdad, ya había decidido qué iba a responder a lo del trabajo que acababan de proponerme. Con sutileza, Jacint me había recordado que el Barcelona me había acogido en su familia justo cuando acababa de salir de prisión, momento en que los demás no tenían nada claro lo de contratarme. Le debía mucho al Barcelona por haber creído en mí cuando todos los clubes ingleses me daban la espalda. Y, a decir verdad, si lo pensaba con detenimiento, les debía un gran favor.

Por otro lado, y teniendo en cuenta que no había a mis pies ningún balón que chutar, ¿con qué iba a entretenerme durante mi tiempo libre?

Volví a la mesa.

—De acuerdo, acepto. Buscaré al jugador que se les ha perdido. Ahora bien, dejemos una cosa clara, señores. Demos por hecho, aunque sea por unos instantes, que soy tan inteligente como ustedes dicen. En ese caso, no les molestará que ponga sobre la mesa cuál es la verdadera razón por la que quieren dar con Jérôme Dumas y por la que están dispuestos a pagarme tantísimo dinero. Desde luego, tiene mucho que ver con lo que han dicho, sí. Porque, claro, lo que han expuesto suena muy bonito y resulta plausible. Incluso romántico. Me gusta eso de que el Barcelona es el corazón político de Cataluña. Ahora bien, que esa sea la razón por la que están dispuestos a pagarme una millonada a cambio de que encuentre a Jérôme Dumas con discreción... no se lo cree nadie.

»La razón por la que quieren ustedes que dé con Dumas es la prohibición de realizar traspasos que la FIFA le impuso al F. C. Barcelona a finales de diciembre de 2014.

Aquella prohibición de fichar se debía a que el club había incumplido las reglas de la FIFA en lo referente a la protección de menores y al registro de menores que asisten a las academias de fútbol.

—Supongo que la cesión de Jérôme Dumas al F. C. Barcelona estaba planteada, de manera específica, para saltarse dicha prohibición, porque, de acuerdo con mis fuentes, ustedes no pueden fichar a ningún otro jugador hasta que termine 2015. Y por eso es tan relevante la cesión de este jugador. Máxime si tenemos en cuenta que este año habrá elecciones a la presidencia del club.

Mis fuentes no eran otras que mi padre, claro está, pero, si lo expuse de ese modo, era porque sonaba mucho mejor que si les hubiera dicho: «Mi padre dice que...».

—Las cesiones de delanteros de tal categoría entre clubes como los suyos no son nada habituales. Tuvieron ustedes suerte de encontrar algo como él a estas alturas de temporada. Los equipos más modestos arden en deseos de venderles sus mejores jugadores a los clubes más grandes en enero, durante el mercado de invierno. Por tanto, doy por hecho que, juegue Dumas o no, el Barcelona le pagará al PSG un dinero a finales de 2015.

»A ver, yo no les culpo. Yo en su lugar habría hecho lo mismo. Una prohibición como esa por culpa de un estúpido error administrativo parece desproporcionada y dice mucho de los modales injustos y arbitrarios de que hace gala la FIFA en la actualidad. Si les digo la verdad, creo que la FIFA es una cueva de ladrones. En cualquier caso, por favor, no piensen que no me doy cuenta de lo que está pasando aquí. Si me contratan, me contratan para que descubra la verdad, con todo lo que eso conlleva. Creo que es mejor que lo deje claro desde el principio. ¿Les parece justo?

Jacint sonrió, miró a Oriol y asintió.

—Nos parece justo.

Falso nueve

Подняться наверх